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La tarde y una copa, Ponte da Boga, Ribeira Sacra, rojo picota aliviado. La novela. 5 años, 10 meses, y 24 días. Es el tiempo transcurrido desde la primera línea. El guion, la primera frase es un diálogo. Cinco años. Diez meses. Veinticuatro días. Y se ha ido. Han pasado 17 años desde mi estreno literario y, en realidad, está el cielo apocalíptico esta tarde, danza el vino en la copa, y sí: ahora sé que éste vuelve a ser el primero.

Fue mi confidente durante diez meses. Tuve que interrumpir ese diálogo casi un año. Volví a ella. Luego creció en un cajón, la vieron por la calle del olvido de los Urquijo. Y más tarde volvió a ser mi obsesión otro año más. Emergió en manuscrito amarilleado. Y en verdad lo era. Tinta azul, la vieja estilográfica con mis iniciales todavía ruge. Y entonces, el cincel. La bordadura de las palabras. La emoción, retocar el rostro al protagonista, que centelleen al viento sus emociones, sus muecas, su palidez, su sudor, los labios de ella, el vestido en el contorno de sus caderas, el vuelo del cabello recién lavado. La ciudad, el escenario, los aromas. El tempo del latido de la historia.

Un lustro, y ya no está aquí, con sus papeles doblados por cada esquina, repletos de anotaciones, tachones, y líneas arrojadas a un limbo, también emborronadas.

 LA ORFANDAD

Houellebecq dice sentir un «vacío enorme» al terminar de escribir una novela. Vargas Llosa también habla de este «angustioso vacío». Cioran se sentía muriendo poco a poco en proporción a las palabras que iba «lanzando» en cada obra. Dos Passos imaginaba la existencia de un infierno especial para los escritores, consistente en la contemplación de sus propias obras. Dostoievski podía estar satisfecho y confiado de su calidad al terminar un libro. Ya ves. La mayoría de los novelistas contemporáneos confiesan sentirse vaciados al terminar de trabajar en una historia y entregarla al editor. Yo he prefiero hablar de orfandad.

Así. Templada la tarde. Al punto de frescor el vino. Con las gaviotas despellejándose por un metro de tejado; esas ratas nunca se atreven con las antenas. Con mi cabeza encerrada entre las manos. Y el cuaderno abierto y abandonado. Así hemos estado juntos muchas horas. Esos personajes y yo. Casi cinco años. Sé más sobre ellos de lo que jamás llegaré a escribir, por más que me hubiera otra vida relatando su viaje. En cada novela, supongo, aparece una minúscula parte de las vidas que imaginamos, que recorremos, que vivimos –tan cierto- al lado de los actores. Su día a día es nuestro. En la ausencia, la relación con la obra terminada se mueve siempre entre el amor y el odio, y en nada son sentimientos excluyentes aquí.

Recién doblado el viejo siglo, cuando empecé a escribir obras largas, terminar era empezar, siempre algo diferente. El día en que alguno llegaba a la librería, ya estaba empuñando la pluma hacia otro ensayo, otra enajenación. Ya no. Ahora termino como si fuera la última vez. También simultaneo libros cuando el tiempo apremia o el tedio acecha, para mantener vivo cada día el entusiasmo narrativo. Pero el desapego novelado es más difícil. Algunos lo sabéis. Tantas veces me he levantado de una cena, o he garabateado líneas en algún pub, o me he encontrado con mis propios personajes en un hospital, en la terraza de un café, o en un grupo de recién conocidos, y me los he llevado enteros, ocultos en el bolsillo de la chaqueta. Quizá esta obra sea un inmenso robo, el gran golpe.

He tratado de entenderme en la experiencia de otros autores. La espera desde el escritorio a la librería es un trance. Se hace larga, y los fantasmas se acumulan bajo la cama en las noches oscuras. Al de las dudas, lo matas con el olvido. Al que te vende fama y poder, lo matas con la risa. Al de la añoranza, lo matas con el realismo. Al del desencanto, en realidad, nunca llegas a poder asesinarlo, se escabulle y aparece cuando le da la gana, mientras lo observas encogiéndote de hombros; vanidad e indiferencia. La obra terminada persigue al autor. Tiento el vino. Ahora empieza a anochecer. Los últimos aromas verdes ascienden del boque de los eucaliptos. Traen la pregunta que todo autor prefiere esquivar: ¿te conmoverá?

Virgilio, antes de morir, pidió a sus albaceas que destruyeran el manuscrito de La Eneida. Kafka quiso quemar todos sus textos. Virginia Woolf sufría extremadamente al terminar de escribir una obra. Jack Kerouac redactó En el camino en un inmenso rollo de papel, uniendo cada folio con cinta adhesiva, entró en el despacho del editor, y lo hizo rodar hasta el infinito. Tolstoi llegó a odiar algunas de sus propias novelas. Me veo un poco en cada tara.

Cuando David Foster Wallace terminó y entregó a su editor la colosal La broma infinita, le sugirió que sería un éxito si saliera en verano, porque los lectores podrían utilizar el libro como sombrilla. Después se le pasó el sentido del humor y se sintió inquieto durante la espera hasta la llegada a las librerías. Así que se refugió en la escritura periodística, aceptando la propuesta de la revista Harper’s: haría un crucero de lujo por el Caribe y escribiría la experiencia, una crónica que se incluyó después en Algo supuestamente divertido que nunca volverá a hacer. Repongo el vino, alzo la copa sobre el cielo ya violáceo, la noche empuja el manto celeste, la Ribeira Sacra y la costa noroeste se confunden. Tal vez debiera llamar a Harper’s.

A veces es especial. Llevo tanto ya escribiendo ensayos, llámalos así o no, mordido por el veneno del gonzo journalism, haciendo de cada obra una historia de no ficción, un tratado trufado de personajes, historias breves, infinitas locuras, actores secundarios y muchas, muchas sensaciones. Levantar la voz en una novela ha sido una manera de arrancarme de raíz de mi huerto, y plantarme en medio de una tierra inhóspita, a convivir con tipos a los que he conocido bien, demasiado bien, diría. Tal es el resultado que será mi obra menos ficcional. Contradicciones.

LA VIOLENCIA DE LA ESPERA

Muchos autores tenían la costumbre de leer en viva voz la novela recién terminada a sus amigos o familiares. Foster Wallace lo hacía. Es como cuando un músico culmina una canción, la necesidad de probarla fuera del laboratorio teórico del escritorio, de ver cómo actúa en la piel de otros. Yo sería incapaz de leer a nadie un libro mío, pero sí envié hace tiempo mi última obra a tres personas a las que tengo en alta estima. Ellos decidieron si ardería en el fuego o llegaría a las librerías. Fue unánime el veredicto.

He tratado a muchos artistas del ámbito musical. Las sensaciones que describen en el momento de terminar un disco son similares a las de los escritores. Pero como la mayoría son menos complejos y más sinceros que los autores, confiesan que les arde en las manos el disco hasta que al fin pueden enseñarlo. La edición de sencillos y vídeos musicales aplaca su ansiedad.

La violencia de la espera del escritor es más grande cuando más voluminoso es el proyecto, y no me refiero solo al conteo de páginas, sino al tiempo, a los pedazos de vida que le has dedicado. 2.157 días son muchos días. Más de lo que hemos pasado con muchas de nuestras novias. Más de lo que hemos convivido con muchos de nuestros amigos. Y muchísimo más de lo que solemos compartir con los personajes de otro autor. La espera es insípida y, en algo, emocionante.

Sí, tal vez logre conmoverte.

Al fin ahogo el vino con un plato de queso. Flor de Esgueva Viejo, de allá, de Páramos del Esgueva, yermos y castellanos. Leo en Houellebecq, en Steinbeck, y en Tolstói retazos de la misma turbación ante el manuscrito destronado del escritorio. Consuelo de tontos. Un remoto aroma a rosas, lo trae la brisa de la luna entre los jardines ya tiznados de sombras, me dice que lejos, muy lejos, en el hueco aún vacío del velador, quizá estés conllorando esta orfandad.