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Dorothy Day es una mujer a la que la historia no ha prestado todavía la atención que merece. Su nombre se cita mucho en los ambientes católicos de Estados Unidos, pero apenas es conocida en España. En este artículo vamos a intentar acercar a los lectores de la Revista Centinela a su vida y obra.

Dorothy nació en Brooklyn (Nueva York) en 1897 en el seno de una familia trabajadora. Su padre era un anticlerical convencido. Durante su juventud se movió en círculos comunistas, anarquistas y bohemios. Empezó sus estudios en la Universidad de Illinois y durante esta época se afilió al Partido Socialista de América. Poco después abandonó la facultad y se dedicó por completo a trabajar como articulista en distintas publicaciones izquierdistas. Como periodista revolucionaria, defendió activamente los derechos de la mujer, el amor libre y el aborto. Ella misma abortó su primer hijo por temor a ser abandonada por su amante.

Sin embargo, con veintipico años empezó a sufrir un profundo conflicto interior que le llevó a replantearse sus convicciones. Su amor a los pobres y los marginados le llevó a ingresar en la Iglesia católica. Así lo explica en sus memorias: “No negaré que, muchas veces, el amor del comunista hacia el hermano, hacia el pobre y el oprimido, es más real que el de muchos que se autodenominan cristianos. Pero cuando, de palabra y de obra, el comunista incita a un hermano a matar al hermano, a una clase a destruir y a odiar a otras clases, no puedo creer que su amor sea auténtico. Ama a su amigo, pero no a su enemigo, que también es su hermano. No hay en eso fraternidad humana: esta no puede existir sin la paternidad de Dios”.

Dorothy Day narra en Mi conversión: de Union Square a Roma su paso del comunismo al catolicismo. Como destacó Benedicto XVI en su proceso de canonización, Dorothy Day supo “oponerse a las lisonjas ideológicas de su tiempo para elegir la búsqueda de la verdad y abrirse al descubrimiento de la fe”.

The Catholic Worker

Dorothy Day fundó, junto con Peter Maurin, el movimiento The Catholic Worker en el periodo que medió entre las dos guerras mundiales. En un mundo que sufría los excesos del capitalismo, eran muchos los que buscaban protección en los brazos del comunismo o del fascismo.

Animados por las encíclicas papales, Day y Maurin buscaron en Estados Unidos una tercera vía inspirada en la doctrina social de la Iglesia. En esta aventura, abrieron una escuela para obreros, casas de acogida para personas sin hogar y granjas-comuna para desempleados.

Alrededor de estas granjas autogestionadas crecían pequeñas comunidades cristianas que rezaban, se formaban y trabajan la tierra (cult, culture and cultivation). El comunismo que se vivía en esas granjas no era el de Marx, sino el de un monasterio medieval. Day y Maurin crearon una red de oasis, un proyecto político a largo plazo, al margen de los grandes partidos, que buscaba salvar del naufragio al mayor número de personas posible.

Day era la líder y organizadora del proyecto. Maurin era un profeta bohemio e imprevisible que podía desaparecer del mapa durante semanas. Pero como todo profeta, Maurin tenía un pico de oro y algo que decir al mundo. Era una especie de Jeremías capaz de combinar la ortodoxia en la fe con un sano espíritu “revolucionario”. Podía pasarse horas hablando a los suyos sobre la dignidad del trabajo, el cooperativismo, la justicia social, la doctrina tomista del bien común o la encíclica papal Rerum Novarum.

Además, Day fundó (con 36 años) un periódico para dar voz a los excluidos, a los parados, a las mujeres que no lograban insertarse en la sociedad y a los niños por nacer. The Catholic Worker publicó artículos sobre trabajo infantil, segregación racial, salario justo, desahucios o huelgas.

Maurin y Day no optaron por la opción benedictina ni por la opción de San Josemaría. Optaron por las dos. Eran capaces de estar plantando tomates a las siete de la mañana en el campo y repartiendo octavillas en Times Square a las siete de la tarde.

Justicia social y redistribución de riqueza

En los mismos años, al otro lado del océano Chesterton y Belloc estaban experimentando otra tercera vía a la que llamaron distributismo. Estos dos pensadores llegaron a resultados similares a los de Day y Maurin: refundación política, impulso de la dignidad en el trabajo, cooperativismo, regreso a la tierra, mejor acceso a la propiedad privada para todos.

Esta convergencia de posiciones desde las orillas izquierda y derecha se debería estudiar políticamente porque puede encerrar algunas claves interesantes para superar los viejos corsés conceptuales. Ambos proyectos se inspiraron en la doctrina social cristiana, que está asentada sobre los principios de solidaridad, subsidiariedad, justicia social y propiedad privada (no absoluta, sino limitada por su función social).

Por eso, causa extrañeza la polémica artificial que han montado estos últimos días algunos medios liberales después de que García-Gallardo se abriera a facilitar una distribución “lo más amplia posible de la propiedad” y que Milei cargara contra la justicia social como si fuera un invento del socialismo. Afirmar (como han hecho ciertos periodistas) que la derecha social ahora defiende lo mismo que Podemos es un intento deliberado de generar confusión.

La doctrina social cristiana siempre ha llamado al pan, pan y al vino, vino. El Papa Pío XI señaló que “han de buscarse principios más elevados y más nobles, que regulen severa e íntegramente a dicha dictadura [económica], es decir, la justicia social y la caridad social”. Juan Pablo II, que fue un campeón contra el comunismo, constató que “la solución marxista ha fracasado, pero (…) existe el riesgo de que se difunda una ideología radical de tipo capitalista”.

El obispo Munilla zanjó hace unos días el tema en X (antes Twitter) con mucho salero cuando dijo que “entregar la bandera de la justicia social al marxismo, es tanto como ceder la bandera del amor a la industria del porno”.

Los panes y los peces

Me gustaría terminar este artículo compartiendo una idea sobre la que Dorothy Day reflexionó mucho en sus últimos años: el valor de la acción individual. Para Day cada uno de nosotros debe hacer lo que esté a su alcance y Dios se encargará del resto. Ella trató de combatir, por todos los medios posibles, el pesimismo paralizante.

“La sensación de inutilidad es uno de los mayores males. Los jóvenes dicen: ‘¿Qué bien puede hacer una persona?, ¿cuál es el sentido de nuestro pequeño esfuerzo?’. No pueden ver que debemos colocar ladrillo a ladrillo, avanzar paso a paso”.

Para Day la esperanza está en el milagro de la multiplicación. Basta que un grupo reducido de voluntarios con fe acerque a Jesús cinco panes y dos peces para que Dios alimente con ellos a las multitudes. No es casual que el libro en el que resumió los orígenes del movimiento The Catholic Worker se llamase Loaves and Fishes.

“Tengo la sensación de que no he hecho nada bien. Pero he hecho lo que podía”, apuntó Dorothy Day en uno de sus últimos escritos.

Y lo que hizo fue algo grandioso. Actualmente hay casi doscientas comunidades adheridas a The Catholic Movement, principalmente en Estados Unidos. Probablemente sean más, porque es un movimiento horizontal, descentralizado, sin una sede principal ni una jerarquía. Pura fe en acción.