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El ensayo La Europa de Dante (El Buey Mudo, 2024) de Alejandro Rodríguez de la Peña tiene méritos múltiples. Sobre todo, hace de pórtico triple de entrada a la Edad Media. Es el opósito absoluto de aquello contra lo que advertía Nicolás Gómez Dávila: la Edad Media como detector de bobos en cuanto que, nada más oír su nombre, se lanzan a vituperarla por un reflejo de Pavlov. El libro del catedrático Rodríguez de la Peña une el rigor del académico con el fervor.

Se convierte en una guía contagiosa. El autor está convencido de la virtualidad de las preguntas, los planteamientos y las respuestas medievales para el mundo de hoy. Nos recuerda la encíclica en la que Benedicto XV declaró que Dante è nostro y también que René Girard ha sostenido que «hay que volver a Dante si se quiere tener una idea de lo que un Papa debe encarnar».

Rodríguez de la Peña lo trae a nuestro tiempo con enorme naturalidad, en parte porque él mismo es un gibelino en la corte de Felipe VI. Hay más aventura intelectual y política  que arqueología en este libro. Rodríguez está con Jacob Burckhardt: «En todas las cuestiones fundamentales, primero habrá que oír lo que nos dice Dante». Como yo soy un güelfo blanco desterrado en los arrabales de Pedro Sánchez, he encontrado en Rodríguez de la Peña un interlocutor impagable.

La clave política de todos los tiempos radica en el problema de las investiduras. Mi amigo Miguel Ángel Quintana Paz lo tildaba hace unas semanas de debate intrascendente, lo que me extrañó en un académico como él, tan amigo de ir al fondo de las cuestiones. Supongo que no quiere distraerse ahora del fragor de la actualidad. Pero lo cierto es que la clave de la actualidad es la articulación frustrada entre la autoridad y la potestad, como repetía don Álvaro d’Ors, o entre las dos autoridades y las dos potestades. De esas sendas espadas de doble filo embotado deriva la inexistencia actual de un juicio ético insobornable sobre la acción política y la pérdida de la auténtica separación de poderes, sin la cual, como estamos viendo, todos sus remedos se hunden sin remedio. Que todo esto, además, suene a adorno libresco es otra ventaja: planta cara a la fiebre del presentismo y al desprecio contemporáneo a la erudición, que nos condena a ser unos desheredados, como advierte François-Xavier Bellamy y, antes, el olvidado e inolvidable Julián Marías. La Europa de Dante es un manual de primeros auxilios de Historia de la Cristiandad para salvar lo que queda de Occidente.

Aunque pudiera resultar engañoso, su título no engaña. El libro no es un ensayo sobre Dante. Lo es sobre la Europa de finales del siglo XIII y principios del XIV. Dante hace de Virgilio y tampoco la Divina Comedia es un estudio de la Eneida, aunque le rinde tributo, como aquí hace Rodríguez de la Peña con la Comedia. Pero al poner el foco en Europa, le sale un Dante ligeramente desenfocado.

Insiste De la Peña en que Alighieri («hombre de origen burgués», dice y vemos al florentino removiéndose en sus tumbas de Rávena y Florencia) defiende la tesis de la nobleza de espíritu como rival de la de cuna. Ciertamente en el Convivio, cuando Dante no sabía que Federico II estaba citando a Aristóteles, le afea al emperador la importancia que da en su definición a los bienes heredados (a las riquezas antiguas) junto con la virtud. La nobleza sólo era la virtud para Dante, en ese momento. Luego, cuando descubre que lo de los bienes heredados lo decía Aristóteles, lo entiende mejor, gracias al principio de autoridad. En De Monarchia se acoge a sagrado en la definición aristotélica. Un filósofo es más que un emperador según para qué cosas. Son autoridades —nuevamente— distintas.

Y en los cantos XIV a XVIII del Paraíso postulará largo y tendido su propia nobleza de sangre, con vigor que hace que hasta Beatriz, tan adusta, se ría un poco de las pretensiones aristocráticas de Dante. Él, por supuesto, también se ríe de sí mismo, pero bien que presume de su tatarabuelo Cacciaguida, caballero, cruzado y mártir. Este Dante se había casado con una Donati, nada menos; y fue amigo íntimo del aristocrático Cavalcanti. Dante había luchado como caballero en Campaldino. Cierto que no fue armado caballero, porque esa ceremonia era costosísima, y no todos los caballeros se permitían el lujo, igual que no todas las señoritas se ponen de largo; pero él no pierde ocasión de recalcar su condición florentino de la créme de la créme. Dice Marco Santagata que esa queste del concepto de nobleza en general y de la suya en particular es un hilo rojo que atraviesa toda la Comedia.

Rodríguez de la Peña también considera que Dante se convierte en gibelino tras su temprano fracaso político. Alguna vez he leído que, atravesando el Infierno, es güelfo blanco; cruzando el Purgatorio, es gibelino; y que en Paraíso se hace miembro único de su propio partido, decepcionado con unos y con otros, habiéndosele muerto su última esperanza, Enrique VII. Yo creo que más bien va haciendo equilibrios y mueve el balancín ——ese palo largo que llevan los equilibristas—— de un lado al otro para mantenerse en la tensa línea exacta. Se puede encontrar un eje fijo en su pensamiento: un güelfismo blanco ideal, partidario del equilibrio milimétrico de fuerzas que tan en peligro ponía el hierocratismo de un Bonifacio VIII como la independencia cesaropapista de un Federico II Barbarroja. En el libro se constata: «Dante intentaba terminar así con la eterna contienda entre el Papado y el Imperio por la supremacía». Siempre se inclina hacia al lado que pierde, con muy poco sentido del oportunismo político, desde luego.

Lo que nos devuelve a nuestros tiempos desequilibrados, que es el más prodigioso juego de muñeca de este ensayo medievalista de Alejandro Rodríguez de la Peña. La globalización nos puede hacer pensar que nos acercamos a un gibelismo remasterizado, pero yo más bien observo el triunfo opresivo de un poder espiritual (lo woke) que maneja a unos constreñidos poderes locales, rabiosos de implícita impotencia. Mi cercanía a las tesis de Rodríguez de la Peña, como las de Dante a los gibelinos de su tiempo, se debe a que triunfan los disgregadores güelfos negros y un poder ideológico sobredimensionado y nepotista. Son temas abiertos a un debate a la vez histórico y político, que ha de interesar a Quintana Paz.

Este libro nos los pone al alcance de la mano. Su apasionada defensa de la Edad Media es al contraataque. De paso, nos ilumina, como quien no quiere la cosa, sobre la trascendencia del Imperio Español, continuador de los ideales medievales, otro de los temas históricos que hoy está de necesaria y rabiosa actualidad. «No en vano —nota Alejandro Rodríguez de la Peña— el Gran Canciller de Carlos V, el humanista italiano Mercurino Arborio di Cattinara, tomó el tratado político de Dante, la Monarchia, como faro». La Europa de Dante nos insta a que releamos a Dante Alighieri, y no sólo la Comedia, aunque sea lo principal. Yo aquí di unas instrucciones básicas para embarcarse en ese viaje por los tres reinos del Más Allá. Rodríguez de la Peña nos da más: el contexto, la significación y un empujón definitivo.