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Alejandro Macarrón Larumbe: “El suicidio demográfico es una verdad incómoda”

Alejando Macarrón Larumbe, fundador de la Fundación Renacimiento Demográfico. | Fernando Díaz Villanueva.

Dejó dicho Auguste Comte que la demografía es el destino. No pretendía el gran pope de la Sociología enmendar la plana a los clásicos, para los que carácter era destino. Se limitaba a decir, o eso suponemos, que sin gente no hay ni destino ni hay carácter ni hay nada.

De nada. Y para eso, para contribuir a paliar ese panorama desolador (nunca mejor empleado el término), nació hace unos años, como voz que clama en el desierto, sin ánimo de lucro ni afanes apocalípticos, la Fundación Renacimiento Demográfico, de la que es miembro activísimo y fundador Alejandro Macarrón Larumbe, ingeniero de telecomunicaciones, MBA, padre de familia (por supuesto), y hombre enormemente preocupado por el futuro. Por el suyo, por el nuestro, por el de todos. ¿Le escuchamos todavía que estamos a tiempo?

Recientemente, hemos visto a jubilados protestar frente al Congreso en defensa de sus pensiones. La manifestación fue noticia por lo que tuvo de novedosa. ¿Terminaremos, sin embargo, por acostumbrarnos?

Tiene toda la pinta de que así será. Vamos, cada vez más, a una gerontocracia, pero no en el sentido clásico del gobierno de los ancianos sabios, sino en el de una preponderancia electoral de los votantes jubilados, con unos políticos prometiéndoles el oro y el moro.

¿Cómo se sustanciarán esas promesas?

Quitando dinero de la población activa para que ellos, los jubilados, tengan mejor pensión, mejor sanidad…

¿Algo que objetar?

Nada, en su justa medida. Ahora, como los políticos se pasen de la raya, dando más de lo que pueden ofrecer, el resultado será una parte de la sociedad aplastando a otra, a la que produce riqueza. Eso nunca ha funcionado bien. Recordemos cierta gallina que producía huevos de oro.

En el caso concreto, la parte aplastada podría esgrimir frente a la otra medidas expeditivas, como la eutanasia.

En sentido etimológico, eutanasia significa buena muerte, dos conceptos que riman muy mal, al menos para los que nos gusta la vida.

¿Y despojando el término de todo eufemismo, qué significa?

Significa, para muchos, «a ver si conseguimos que más viejos se mueran, porque son muy pesados y caros de mantener».

Eso lo dice, entre otros, Taro Aso.

Ministro de Finanzas de Japón, que, en 2013, dijo que debería permitirse a los ancianos darse prisa y morir, para aliviar así el gasto que soporta el Estado en sus tratamientos. Es como la novela aquella, La balada de Narayama, de la que luego se hizo una película.

¿Cuál era el argumento?

Que las personas, cuando se sentían viejas e inservibles, se iban a un lugar apartado a morir, para no ser una carga para el resto.

Argumento que nos lleva de nuevo a los gastos que soporta el Estado en cuidado.

Si por cada 100 personas hubiera 10 (o 20, ¡o 30!) enfermos de alzheimer, tendríamos el mismo deber moral de cuidarles que si solo hubiera uno, pero humana y presupuestariamente sería algo muy difícil.

¿Cómo aliviar el peso?

Corrigiendo la descompensación de niños y de jóvenes que hay hoy en la sociedad. De esta manera, habría más gente para cuidar a nuestros mayores y más recursos también.

¿Habla de la sociedad española, de la sociedad occidental o de la sociedad en general?

Hablo de las sociedades modernas, en general. Lo que pasa es que en Occidente nos desarrollamos antes, lo que supuso un cambio más temprano de valores.

¿Valores positivos o negativos?

Positivos como la libertad política, la igualdad de la mujer o la conservación del planeta, con los que cualquiera debería identificarse; pero también negativos, como el de no tener apenas hijos.

A la larga, ¿adónde nos lleva esa tendencia?

¿A la larga? Es que en realidad llevamos décadas así, yendo a sociedades con cada vez menos gente y, la que hay, cada vez más envejecida; una especie de espiral de la muerte. España, por ejemplo, es hoy un país bastante más avejentado y con muchos menos jóvenes que hace 40 años, cuando Cuéntame.

F. Díaz Villanueva

¿Más viejo y, por tanto, más triste?

Menos hijos significa menos hermanos, menos primos y menos nietos, es decir, una sociedad familiarmente desertizada. Con datos en la mano, se puede decir que, o cambian las pautas de fecundidad, o aproximadamente la mitad de los jóvenes hoy no tendrán un solo nieto de mayores.

O sea, que vamos a pasar del abuelo que cuidaba a cuatro nietos al nieto al que vigilan cuatro abuelos.

Un panorama desolador, sobre todo para los abuelos. Porque uno de los pocos frutos dulces de la vejez han sido siempre los nietos. No es lo mismo que de mayor te acompañen muchos hijos y nietos que estar más solo que la una. Porque nadie, ni siquiera el Estado, cuida a un anciano como sus familiares directos.

Parece hablar con conocimiento de causa.

No hace muchos meses tuve la desgracia del fallecimiento de mi padre tras varias semanas de enfermedad, y vi de primera mano lo bueno que es, en el crepúsculo de tu vida, tener hijos que se puedan turnar para cuidarte, y lo importante que es sentir su cariño y el de los nietos que dejas aquí al irte.

No todo el mundo va a tener la felicidad de una despedida como la de su padre.

En Reino Unido, son nueve millones ya las personas que viven solas. Eso explica que se haya creado una Secretaría de Estado para la Soledad. De los que viven solos, no hace falta decirlo, los que peor lo pasan son los mayores, en Reino Unido y en cualquier otro sitio.

¿Y podemos seguir hablando de todo esto sin hacer referencia a las rupturas familiares?

No, porque son un factor determinante, en el sentido de que la estabilidad familiar facilita tener hijos y la inestabilidad, lo contrario.

¿No es eso opinable?

Yo, como cualquiera, tengo mis opiniones. Pero cuando hablo de estos temas, lo hago con datos, y en este caso, con datos incontestables, como los del Gobierno de los Estados Unidos. Allí, como en tantos otros países, hay tres tipos de hogares con hijos.

Primero.

Los formados por un matrimonio.

Segundo.

Los formados por parejas de hecho.

Tercero.

Los monoparentales.

¿No son, a efectos prácticos, los primeros lo mismo que los segundos?

En lo que nos ocupa no, entre otras cosas, porque los matrimonios tienen en media más hijos, y porque las parejas de hecho, al no tener un vínculo legal, se rompen más fácilmente que los matrimonios.

Pero cada vez son más los niños nacidos de madres solteras.

Sin embargo, las mujeres casadas tienen en media más hijos que las no casadas.

Hablamos de Estados Unidos.

Porque su Gobierno sí da el dato de fecundidad de las mujeres casadas y de las no casadas, mientras que en otros países no. A pesar de eso, ese dato puede calcularse por el número de hijos por hogar según tipo de convivencia de los adultos al cargo, y los resultados van en una línea similar.

En España, por ejemplo, de lo que sí hay datos es de la gente que no se casa.

Y son algo más de la mitad.

¿Por qué deberían hacerlo?

Porque el matrimonio facilita el reemplazo generacional y permite criar mejor a los hijos.

Habla de medias globales, supongo.

Siempre. Naturalmente hay excepciones a esta regla.

Aclarado esto…

El matrimonio estable es bueno para la sociedad, además de permitir un bienestar económico mayor para las familias, ya que reduce el gasto cotidiano por persona. Y cuantos más niños por hogar, más ahorros para esa familia y la sociedad.

De nuevo, la economía.

Desde que se desarrolló el capitalismo moderno, hace ya más de cinco siglos, la economía, con sus altibajos, siempre ha tendido a ir a más, como una suerte de círculo virtuoso. Cuanta más gente joven y productiva había, mayor era la demanda de bienes de todo tipo y mayor, por tanto, el crecimiento económico.

Un círculo virtuoso, en efecto. ¿Y ahora?

Ahora vamos a lo contrario, a un círculo vicioso.

Vicioso por demografía.

A menor población joven y productiva, más negocios habrá que cerrar y más puestos de trabajo que destruir. Al final, es verdad lo que dice el refrán: donde no hay harina, todo es mohína.

O sea.

Donde no hay población, y la que hay está cada vez más envejecida, la economía tiende a ir mal.

¿Por falta de inversión?

Una parte importante de la economía es inversión. Inversión en el futuro, con los consiguientes puestos de trabajo. Hasta no hace mucho, el futuro era más grande que el presente, pues al preverse que la población sería mayor, las empresas y los Estados invertían, lo que generaba empleos y riqueza.

¿Y en el momento en que el futuro sea más pequeño en población que el presente?

Entonces, ¿para qué invertir? ¿Para qué construir más casas, infraestructuras, fábricas de bienes de consumo, colegios…?

De seguir así…

Solo harán falta más hospitales y residencias.

En cuanto al consumo, ¿variarán los hábitos?

Pero no solo porque vaya a haber menos gente, sino por estar esta más envejecida. Según cumplimos años, a partir de ciertas edades, tendemos a consumir menos. No te compras la misma ropa con 20 que con 60, ni cambias de coche con la misma frecuencia a unas edades que a otras.

Con todo lo que eso significa.

Caída de ventas, cierre de negocios, destrucción de empleos… Ya digo, el círculo vicioso.

Un escenario así, de crisis, ¿afectaría de manera más negativa aún la natalidad?

No necesariamente. Ahora, por ejemplo, tenemos menos hijos que durante la Guerra Civil, un periodo espantoso en la historia de España.

¿Y sin ir tan atrás en el tiempo?

Antes de la crisis de 2007, llevábamos 12 años de crecimiento económico muy fuerte, con pleno empleo, buenos sueldos y un acceso facilísimo a la vivienda. ¿Pues sabe qué?

¿Qué?

Que la tasa de fecundidad de las españolas, centésima arriba, centésima abajo, sería la misma luego, en el peor momento de la crisis.

Crisis que, según todos los indicadores, hemos empezado a remontar.

Y, sin embargo, en 2017 los nacimientos cayeron entre un 6% y un 7% (datos aún provisionales). Lo que demuestra que el declive demográfico no es una cuestión de bienestar o malestar económico.

Cambiemos de asunto, y vayamos a la geopolítica, es decir, a nuestra posición en el mundo.

Los europeos vamos a la irrelevancia. Nosotros, que desarrollamos la civilización moderna, labor luego continuada por los Estados Unidos. Nosotros, que en 1900 llegamos a ser el 25% de la población mundial.

¿A qué porcentaje hemos caído?

Al 10%, y bajando.

¿Seguimos, al menos, siendo minoría rectora, creativa?

Eso era antes, cuando siendo menos población, producíamos por persona mucho más que el resto de la humanidad.

Nuestro liderazgo compensaba. Hoy en cambio…

La productividad de los antes llamados países del tercer mundo y ahora potencias emergentes está creciendo mucho más que la nuestra, hasta igualarse.

Lo cual es bueno, ¿no?

Claro que sí. Porque no íbamos a vivir eternamente en la opulencia, y el resto en la miseria.

Sin embargo, eso tiene que afectar al mapa de posiciones.

No hay duda de quién va a ser, y con diferencia, la próxima superpotencia mundial.

¿China?

China, sí. Allí no es oro todo lo que reluce, pero tiene muchísimo mérito todo lo que han logrado en los últimos 30 años. Con una población en edad laboral cinco veces mayor que la de los Estados Unidos, los chinos se están comiendo el mundo.

¿Eso explica su irresistible ascensión?

Eso y también la liberación de energías que le ha supuesto quitarse de encima parte del lastre del comunismo.

Usted lo ha dicho: parte.

China es un país sui generis: oficialmente comunista, realmente capitalista.

Pero sin elecciones libres ni suficiente libertad de prensa.

Lo dicho, sui generis. De hecho, el yuan, su moneda de curso legal, tiene la efigie de Mao Tse Tung, el mayor carnicero de la historia, en opinión de muchos historiadores.

O sea, más nos vale que China y el resto de potencias emergentes se modernicen también en lo político.

¡Ojalá! Si no, que Dios nos pille confesados.

A ese dicho podemos oponer otro: a Dios rogando y con el mazo dando.

En España, y durante algunas décadas, el objetivo tendría que ser más hijos que la tasa de reemplazo, que es de 2.1. Aunque con llegar a la tasa de reemplazo podríamos darnos con un canto en los dientes.

No desbancaríamos a China, ni de lejos.

Pero como país envejeceríamos más lentamente. O no envejeceríamos. En cualquier caso, perderíamos la perspectiva de ir hacia abajo.

Como objetivo no está mal. La pregunta es porqué ningún partido lo lleva en su programa.

Digamos que el suicidio demográfico es una verdad incómoda.

¿Por?

Porque si los políticos van ahora con el discurso de que faltan niños en un país donde un poco más de la mitad de la gente acaba teniendo uno o ninguno, piensan que muchos votantes van a sentirse culpables.

¿Solo eso les incomoda?

Eso y algo más, como la radicalización en las últimas décadas del feminismo y el ecologismo, movimientos justísimos en sus comienzos, y ahora en parte pasados de vueltas.

Vamos primero con lo segundo y segundo con lo primero.

Hay un feminismo que es antinatalidad porque cree que los niños son malos para la proyección de la mujer, y es antifamilia porque ve en el hombre un enemigo. Es un feminismo muy alejado del inicial, del que pide la igualdad entre hombres y mujeres, algo con lo que cualquiera debería sentirse identificado, como creo haber dicho antes.

Y luego está el ecologismo radical o, como lo llamaría Alfonso Ussía, el ecologismo coñazo.

Aquí digo casi lo mismo. Hay un ecologismo que sostiene que hay que cuidar el planeta, mensaje que todos hemos comprado, y luego hay otro ecologismo para el que el ser humano es incompatible con el medio ambiente, de ahí que no haya que tener hijos o, como mucho, uno. Eso ni es científico ni es nada.

 ¿No hay entonces un exceso de población?

Primero, no está en absoluto demostrado que eso sea así, y menos en España. En contra de lo que temía Malthus, desde hace dos siglos, ha crecido mucho más la riqueza que la población, y el porcentaje de seres humanos pobres es cada vez menor. Y segundo, la fecundidad mundial ha caído tanto en las últimas décadas que está ya apenas por encima del nivel de reemplazo, y sigue bajando.

Aclarado esto…

Ni este ecologismo ni ese feminismo radicales son lo que incomodan principalmente a los políticos.

¿Qué, entonces?

Lo que decía antes: el miedo a molestar a una parte del electorado haciéndola sentir culpable. Y, sin embargo, la marea cambia cuando es ese mismo electorado el que demanda una acción sobre el problema, al percibir que vamos al abismo, que un país de viejos, y solo de viejos, es insostenible.

¿Eso está pasando? Lo del cambio de mentalidad, digo.

En muchos países de Europa, sí, entre ellos, España, concretamente, en Galicia, donde se está dando un fenómeno curioso.

 ¿Cuál?

Que la oposición, de izquierdas, reclama al Gobierno, de derechas, políticas y más políticas de natalidad.

No siempre fue así.

Va para siete u ocho años que Feijóo presentó su primer plan demográfico; un plan, a juicio de muchos, aún insuficiente, pero que tampoco quisimos criticar, pues nos parecía un primer paso en la buena dirección. Al fin y al cabo, una escalera no se sube de golpe.

La oposición no fue tan generosa.

Se lanzaron en tromba con que si el plan de Feijóo era franquista, que si suponía la vuelta de la mujer a casa y con la pata quebrada…

¿Y qué paso entre medias para que cambiaran drásticamente de opinión?

Que se dan cuenta de que, de las tres provincias más envejecidas de Europa con al menos 100.000 habitantes, dos son gallegas: Orense, la primera, y Lugo, la tercera (la segunda, por cierto, es Zamora). Y a poco que ames Galicia, que es un lugar para ser amado, pues te mueres de la pena, porque se despuebla y envejece a marchas forzadas.

Consuélese: el mensaje ha calado.

Con el resultado de que deja de ser una verdad incómoda para los políticos y pasa a convertirse en una bandera.

¿No encierra eso un peligro?

El de que el Partido Y lo utilice como argumento contra el Partido X y no cale un consenso social, que es lo que se necesita. Porque no se trata de que los hijos los tengan los de derechas, pero no los de izquierdas, o al revés. De lo que se trata es de que los hijos los tengamos todos.

Ustedes, como fundación, lo tienen claro.

¿El qué, lo de superar la lucha partidista, lo de no caer en el fango político? Tanto, que si un tema afecta a la natalidad, pero puede generar mucha controversia y es relativamente secundario, mejor no lo tocamos, por muchos datos de que dispongamos.

¿Cómo llamamos a eso, filantropía, patriotismo, transversalidad?

Pocas causas tan nobles y tan desatendidas como la de revertir el declive demográfico. Y no digo que haya que abandonar otras, como la del hambre en África, para atenderla. Pero sí que nos jugamos el ser o no ser, nuestro y de nuestros hijos y nietos.