A Aristóteles le gustaba pasear por el campo, cazar bichos y diseccionarlos. A Colón, ya de niño, le entusiasmaba el mar y navegar —tal vez se fue más lejos de lo que esperaba mamá. Mozart se distraía jugando al billar. Y a Einstein le relajaba tocar el violín. Hace por lo menos 4.000 años que el ser humano se entretiene jugando, nos dice la arqueología y, según mi propia tesis, a Adán le pareció divertido mordisquear la manzana para pasar el rato, si bien no tuvo en cuenta que el suyo sería el último hobby realmente pleno de la Humanidad. Sea como sea, matar el tiempo ha sido siempre una sana precaución humana, quizá porque en el origen mitológico de la expresión, destronar a Cronos —el Tiempo— era convertirse en dios de dioses, es decir, en Zeus.
De todas las epidemias morales de nuestro tiempo, quizá la más perniciosa, porque asesina en silencio, es la plaga de personas que no tienen ninguna afición. Son gente que vive para trabajar y trabajarse. Nada más. Todos los instantes de su vida son pura obligación, pura trascendencia, por más que hayan logrado encontrar ciertos placeres en esa rutina odiosa: el deber cumplido, un trabajo más ameno de lo habitual, un nuevo cliente, o arrancar páginas del calendario constituyen su único momento de liberación de endorfinas, que es tanto como disfrutar hasta el desmayo haciendo la declaración de Hacienda o sentir algo parecido al placer en el dentista, al margen del flirteo con la doctora. A menudo el hombre con aficiones no imagina lo increíblemente rica que es su vida en comparación con lo increíblemente anodina que es la existencia de quien considera toda forma de ocio una pérdida de tiempo.
G. K. Chesterton, quizá uno de los hombres que más ha disfrutado de las cosas intrascendentes de la vida, lo tenía claro: «Divertido no es lo contrario de serio. Divertido es lo contrario de aburrido, y de nada más». Buscó la diversión con la mirada de niño que siempre le acompañó, y finalmente, llegado el solaz, se sentía agradecido por esos pequeños placeres. «Tal vez, des gracias antes de comer”, escribió, recitando muchas de las aficiones que le hicieron feliz, «eso está bien. Pero yo doy gracias antes de la obra y la ópera, antes del concierto y la pantomima; doy gracias antes de abrir un libro y de dibujar, pintar, nadar, practicar esgrima y boxeo, caminar, jugar y bailar; y doy gracias antes de meter la pluma en la tinta».
Aficiones prehistóricas
Por supuesto, lo que llamamos hobbies no es cosa de nuestra era, sino de todos los tiempos. Cuando los investigadores encontraron el Perro y el Chacal en la tumba del faraón Reny-Seneb, un juego de mesa tallado en ébano del 1800 a. de C., lo que más les molestó no fue que su hallazgo fuera un vulgar pasatiempo, sino que no conocían las reglas y no podían jugar. En la isla de Lewis, en Escandinavia, se hallaron varias piezas de ajedrez del siglo XII hechas con dientes de morsa y ballena. Mientras que en la Edad Media, tan oscura y aburrida según los tertulianos contemporáneos, la gente se lo pasaba pipa jugando a los dados, al ajedrez y al backgammon.
El pasatiempo más antiguo del mundo, hasta el momento, son 49 fichas encontradas en el yacimiento funerario de Basur Höyük, de la Edad Bronce, cerca de la ciudad turca de Siirt. Hechas en piedra, tienen varios colores, y mientras unas tienen formas como esferas o pirámides, otras más complejas evocan a perros y jabalíes. En el mismo lugar se encontraron dados y, si hubieran mirado bien, es probable que hubieran encontrado algunas botellas de whisky, un fajo de billetes, y unos habanos.
Desde tiempos prehistóricos, el hombre ha jugado, ha encontrado aficiones y pasatiempos, y ha distribuido de forma bastante razonable el tiempo dedicado al trabajo —en las eras pretéritas, cazar mamuts y limpiar la cueva— y el dedicado al ocio —salir de copas.
En Sumisión, Houllebecq hace reflexionar a su protagonista sobre su vacío vital: «Algún interés hay que tener en esta vida, me dije, y me pregunté en qué podría interesarme yo de confirmarse mi abandono de la vida amorosa, quizá podría asistir a clases de enología o coleccionar maquetas de aviones». No es seguro que François fuera un prototipo de hombre sin aficiones, pero el hecho de que su único entretenimiento fuera amoroso le lleva a imaginar con aleatorio desdén actividades de ocio, más por obligación que por diversión. Es posible entonces que haya algo peor que la gente sin aficiones: la gente que ha de imponerse los pasatiempos en desesperada búsqueda porque algo al fin les resulte interesante en la vida. Son personas, tal vez sobrestimuladas, que ya no sienten, no saben asombrarse ante nada, que buscan un pasatiempo solo porque se lo ha ordenado su terapeuta, pero recorren las sendas de la diversión y el ocio como extranjeros en tierra hostil, y abandonan pronto su fútil empeño.
La vida nos ofrece tantas aficiones y pasatiempos como personas hay en el mundo. Está el coleccionismo, las artes, ya sean practicadas o contempladas, los deportes, la lectura, el aprendizaje de materias y destrezas por afición, las cañas del aperitivo, las cenas y tertulias programadas, y tantas otras cosas. Todos los hombres, sin excepción, necesitan divertirse.
Cuando Hernán Cortés llega al palacio de Moctezuma, su gran sorpresa fue encontrarse allí una zona dedicada a mostrar animales salvajes y aves exóticas traídas de lugares remotos. Hay toda una literatura sobre la historia del coleccionismo en la que no faltan alusiones a los gustos de reyes, ricos y gobernantes: desde los animales salvajes de las menageries de Lorenzo de Medici hasta —disculpen el salto— los bonsáis que podaba con amor Felipe González en La Moncloa; el mismo lugar en que Aznar popularizó su pista de pádel, que practicaba con amigos y periodistas.
Hay una suerte de plenitud que deriva del disfrute del tiempo de ocio que no es equiparable a ninguna satisfacción laboral. Al directivo más importante del mundo puede resultarle irrelevante un gran éxito profesional en comparación con ganar su partido semanal de fútbol con otros colegas, mientras que al científico más famoso del planeta, más que cualquier otro descubrimiento, puede volverle loco conseguir la pieza más preciada de su colección de sellos.
¿Has disfrutado alguna vez en un concierto hasta estremecerte? ¿Has perdido la noción del tiempo leyendo una buena novela? ¿Has ido a trabajar muerto de sueño por haber visto una obra maestra del cine la noche anterior? ¿Has tenido que ausentarte de tu ciudad en días laborables para ver a tu equipo jugar en el extranjero alguna competición europea? Entonces sabes de que hablo.
La tara de no saber perder el tiempo
La gente sin aficiones, en contra de lo que suelen creer, ofrece peor rendimiento laboral, duerme mal, exhibe un estado físico paupérrimo, y tiende a enredarse en el veneno de la depresión. Los modernos de las Big Tech se hicieron famosos hace unos años al conocerse que en sus empresas los empleados disponían de salas de juegos con mesas de pin-pon, futbolines y cosas así. Como en todo, trataron de ser subversivos, empeño en el que ya resultan un poquito agotadores. En todo caso, su intento demostró lo importante: que el juego mejora el rendimiento de los trabajadores; por más que en su caso aquel montaje parecía más bien una perversión del ocio, la tentativa de encerrarlo entre las paredes de la oficina para exprimir más horas al empleado, pero esa es otra historia.
Las aficiones cambian a lo largo de una vida. De niño solía jugar al fútbol a todas horas, dedicaba largas jornadas a la pesca durante los meses de verano, y prolongué durante años dos grandes pasiones, de las que aún luzco inquietantes secuelas: la ornitología y la astronomía. De la primera, conservo la capacidad de recordar nombres de aves que nadie ha escuchado jamás, lo que resulta muy útil si quieres, no sé, ligarte a una bióloga. Y de los años de intensísimo amor a la astronomía conservo una huella negra de insomnio palpitante, si bien nunca he logrado saber si fue primero la vigilia y después la decisión de mirar al cielo o al revés. Con el paso de los años, mis pasatiempos han ido cambiando, también disminuyendo, pero relaciono mis épocas de mayor salud mental con aquellas en que he podido dedicar más horas a no hacer nada realmente importante para la Humanidad. Sigo creyendo que cargamos sobre nuestros hombros mucho más peso del que debiéramos: más allá de desbloquear el móvil y arrastrar al dedito y recibir impulsos, el hombre contemporáneo tiene serios problemas para divertirse de verdad, en un problema que aumenta exponencialmente a medida que descendemos en edad hacia las nuevas generaciones.
A menudo me inquieta releer estas palabras de Séneca, que nos amenazan como una espada sobre la cabeza cayendo al ritmo del segundero del reloj: «No dudo de la verdad de la aseveración, dicha a modo de oráculo, del máximo de los poetas: ‘Es exigua la parte de vida que vivimos’. En verdad, todo el espacio restante no es vida, sino tiempo». El filósofo romano trataba así de estimular a quienes creían que la vida es demasiado corta, para que comprendieran que, aprovechando bien el tiempo, son muchas las cosas que se pueden hacer. Por desgracia, la gente sin aficiones cree que este aprovechamiento del tiempo que propone Séneca y tantos otros sabios alude a algo que tiene que ver con la cuenta de resultados. Nada de eso. Aprovechar el tiempo es saber perderlo a borbotones con cierto criterio.
He conocido un prototipo de persona que presume feliz de que ha encontrado a su pareja perfecta: la que carece de aficiones y gustos personales. «De modo que su única diversión siempre seré yo», me dijo entusiasmada hace días una amiga —Dios la guarde en su inocencia. No creo que exista una pesadilla más aterradora que aquella en que apareces emparentado con alguien que carece de aficiones.
En primer lugar porque, como hemos visto, eso es garantía de infelicidad y pasaporte libre a diferentes taras mentales. En segundo lugar, porque el amor, qué cosas, dura más que tres días, de modo que cuando pasan los años lo único que la mayor parte de la gente normal desea es que la otra parte se largue un rato a hacer lo que sea, sin que eso erosione la firmeza de su vínculo sentimental, de hecho, la salvaguarda. Y en tercer lugar porque, casi todas las aficiones terminan por aburrir a los pocos años; este fue el perverso argumento con el que contraataqué a mi amiga lamentando sinceramente el mal devenir de su idiota sin aficiones.
Desde un punto de vista sociológico, las personas sin hobbies suponen un peligro social. Gran parte de los conflictos de nuestro tiempo se deben a que hay demasiadas personas sin saber qué hacer en su tiempo libre. Un buen amigo juega al tenis dos veces por semana desde hace más de diez años. Un día le pregunté por su empeño, dudando si tal vez planificaba dejar la dirección de su empresa para conquistar la Copa Davis, y me lo aclaró: «Eso me relaja y me mantiene ocupado. De otro modo, no hay quien me aguante». Un ataque de sinceridad que, sin embargo, encierra una bonita lección para todos: hay algo caritativo en entregarse con locura y tozudez al placer de una afición y dejar al resto del mundo en paz durante un rato. En la vida hay pocas cosas importantes, y sin duda una de ellas es no dar demasiado el coñazo.