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Aquella noche, los habitantes de las granjas y los pueblos cercanos corrieron a la ciudad de Dülmen con cubos de aguas y mantas. Habían visto una señal luminosa en los cielos y no les cupo duda de que se trataba del reflejo de un incendio. Cuando por fin llegaron, jadeantes, descubrieron que no había fuego alguno que sofocar.

Oleo de Gabriel Cornelius Von Max de Ana Catalina de Emmerick.

Pero lejos de regresar a sus casas aliviados, lo hicieron con pesadumbre por la noticia de que la más ilustre de sus vecinas acababa de morir. Y lo había hecho exactamente como vivió: en la más absoluta de las miserias y envuelta en el signo de lo inexplicable.

De todos los censados hoy de la ciudad alemana de Dülmen, en Westfalia, ninguno fue testigo presencial de lo anterior, no por nada, sino porque acaeció el 9 de febrero de 1824, y no hay uno solo que se apellide Matusalén. Hay, eso sí, un mausoleo dedicado a nuestra protagonista, tan frío que diríase una sala cualquiera de la muy masónica sede de Naciones Unidas, y un museo con un horario imposible para nosotros, los amigos de la siesta: los sábados después de comer.

De haber nacido en Italia, Ana Catalina de Emmerick habría escalado a lo más alto de la industria del souvenir, uno de los principales puntales económicos del país, y cuyo top tres lo ocupan hoy el padre Pío de Pietrelcina, Benito Mussolini ‘Il Duce’ y el rockero Vasco Rossi. Pero nuestra protagonista nació y murió en Alemania, con lo que quien viaje a Dülmen tras su pista misteriosa habrá de conformarse con el aséptico mausoleo antes citado y las puertas del museo cerradas. Bueno, y si está atento, se topará con la imagen doliente de la religiosa en alguna señal de tráfico. Porque Ana Catalina fue monja y vivió marcada con el signo del dolor, además del de la pobreza y el de lo sobrenatural.

Una cruz sangrante en el pecho

Nacida el 8 de septiembre de 1774, hija de unos modestos aparceros de Coesfeld, Westfalia, fue la quinta de nueve hermanos, una especie de madrecita para los más pequeños, no solo por su posición en el escalafón, también por su dulzura de carácter. A todo parecía ayudar una temprana piedad -sin ñoñerías, eh- que le llevaba a retirarse de los juegos infantiles para rezar y a lamentarse para sí por no tener la edad suficiente para comulgar.

Quizás por esto no había plan mejor para la pequeña Ana Catalina que cuando los domingos por la tarde acompañaba a su madre a hacer el Via Crucis en la cercana iglesia de San Lamberto, donde se veneraba un Cristo casi de tamaño natural tallado en madera y colgado de una cruz en forma de Y, una suerte de tesoro local, cuyo origen se remontaba al siglo XIII. La niña rezaba y rezaba para llevar siempre esa cruz en el corazón. Quién le iba a haber dicho que años después sus plegarias serían atendidas, y en toda su dolorosa literalidad, pues una cruz sangrante en forma de Y se reproduciría periódicamente en su pecho, de la misma manera que otras llagas por su cuerpo, coincidentes todas con los estigmas de Cristo en su pasión.

No fue este el único fenómeno inexplicable en la vida de Emmerick. Está también el de su capacidad para relatar episodios de la Historia Sagrada con infinidad de datos no proporcionados ni por el Antiguo ni por el Nuevo Testamento. No cabe atribuir tal capacidad a una vastísima erudición, pues la precaria situación en casa de sus padres únicamente le permitió ir cuatro meses al colegio, tiempo suficiente, en cualquier caso, para dejar boquiabierto al profesor. Por ejemplo, el día en que este contó a los niños cómo Dios creó el mundo en seis días y la pequeña Ana Catalina aportó al relato detalles que no figuraban en la Biblia.

Una dote de costurera para tomar los hábitos

Sepulcro de la Beata en la iglesia de Santa Cruz de Dülmen.

En este punto es donde cobra sentido el título de Ana Catalina de Emmerick como ‘guionista’ de Mel Gibson. No es que la mística se le apareciera en sueños al actor y director australiano -o no que sepamos-, es que el libreto de su película ‘La Pasión de Cristo’ es fiel reflejo de las visiones de Emmerick. Lo que no es descabellado aventurar es que Gibson acudiera al estreno de la cinta con una estampita de la alemana en la cartera, no en vano había arriesgado entre 40 y 50 millones de dólares de su fortuna personal en la producción de la película. De sobra es conocido que Gibson enseguida recuperó en taquilla la inversión.

Aclarado este punto, retomemos el hilo biográfico de la narración, con una Emmerick ejerciendo de costurera itinerante por las granjas y las casas de Westfalia para poder pagarse la dote que le exigirían en cualquier convento. Finalmente, sería aceptada por las agustinas de Dülmen, en cuyo convento tomó los hábitos el 13 de septiembre de 1802, víspera de la Exaltación de la Santa Cruz.

Su paso por allí no fue ningún camino de rosas. O sí, pero de rosas con espinas, sin pétalos. Y no porque la observancia de la regla fuera en exceso rigorista, más bien lo contrario. Al vivir las monjas según el espíritu mundano que regía extramuros del convento, alguien de la acendrada piedad de Ana Catalina no podía sino convertirse en objeto de las burlas y las maledicencias, como una cenicienta rodeada de hermanastras y madrastras. Con la desventaja -o ventaja, según- de que nuestra monja sabía a cada momento qué tramaban contra ella las demás, y todo sin necesidad de pegar la oreja a la pared, lo que le hubiera valido una reprimenda de su confesor el domingo en misa. ¿Cómo entonces lo sabía? Por la cardiognósis o don para leer en los corazones de los otros.

Exhaustivas investigaciones en vida

Bien. Vale. De acuerdo. Aceptamos como milagro que algún descreído haya llegado hasta este punto de la historia sin abandonar la lectura o sin soltar una o dos carcajadas. Ahora bien, ha de saberse que Ana Catalina de Emmerick existió de verdad y, no solo eso, sino que todo lo que de ella se cuenta no son historias de viejecitas de misa de 11, sino que encuentran apoyo documental en las diversas y exhaustivas investigaciones a las que la monja fue sometida en vida; investigaciones eclesiásticas, médicas y políticas. Todas ellas, incluidas las de la nada sospechosa autoridad napoleónica, concluyeron en que no había sombra de artificio en la monja de Dülmen.

Mel Gibson y Jim Caviezel durante el rodaje de La Pasión de Cristo.

Aunque quizás las mejores garantías de veracidad sean el empeño de la propia Emmerick por pasar desapercibida -empeño siempre frustrado por mandato de sus directores espirituales, quienes querían que el mundo tuviera noticia de lo que acontecía en su interior- y la serenidad que contagiaba a todo aquel que se acercaba a su lecho del dolor, incluidos aquellos que lo hacían con el mayor de los escepticismos.

Fue este el caso del doctor Von Wiebel, médico personal de Federico Guillermo III de Prusia y comisionado en persona por este para informarle acerca de la monja esa de la que se decía, entre otras muchas cosas asombrosas, que se alimentaba exclusivamente del pan de la Eucaristía y algunos sorbos de agua. Fue también el caso del comisario Garnier, responsable de la policía napoleónica en el departamento de Lippe (nombre que se daba a la Westafalia anexionada) y que hasta el día de su muerte en París contaría emocionado, a quien quisiera escucharle, la honda impresión que le causó la religiosa, tan frágil que diríase de cristal. Y fue, sobre todo, el caso de Clemens Brentano, la estrella a la que se disputaban los salones literarios de Berlín, y que renunció a una prometedora carrera por pasar los últimos años de Emmerick pegado a su lecho del dolor, tomando nota de las maravillas que salían de su boca.

Juan Pablo II

Que los textos de Brentano fueran descartados definitivamente en 1927 de la causa de beatificación (Emmerick subió a los altares el 3 de octubre de 2004, siendo Papa Juan Pablo II) no significa que sean falsos. Significa que no son la expresión exacta de lo que le contó la monja. Quiérese decir que Brentano transcribía cuanto le decía Emmerick, si bien luego lo enmarcaba en un contexto, aparte de embellecer debidamente el estilo.

Qué fue de las transcripciones literales, cualquiera sabe. Pero lo importante es el mensaje de esperanza que lanza la Iglesia al creyente medio: para ser santo no se precisa haber sido testigo directo de la Pasión de Cristo y otros episodios de la Historia Sagrada, en un increíble viaje por el tiempo y el espacio. Basta con haber vivido con heroicidad las virtudes del cristiano. Dicho esto, es justo, necesario y saludable reconocer que pocas biografías en el santoral son tan asombrosas como la de Ana Catalina Emmerick, la monja de las cinco llagas. Mel Gibson ya está tardando en hacerle una película.