En este 2023 que acabamos de estrenar se cumplen ciento veinticinco años de la muerte de Ángel Ganivet (1865-1898). Un año antes de su suicidio había publicado Idearium español, un ensayo capital de nuestra historia intelectual que no ha dejado de suscitar tanto la admiración como los desacuerdos de sus más variados lectores. Es una de esas obras españolas hasta la médula, también por raras y hasta excéntricas, en las cuales sus autores elaboran un pensamiento sin ocultar sus debilidades, casi a sabiendas de que su lucidez pasaría para sus contemporáneos tan desapercibida como para procurar ocultarla en el boscaje de una suavísima ironía y un desgarrado escepticismo. Ganivet es de esos compatriotas nuestros que, en lugar de poder arrojarse resignadamente al Genil, debe aceptar que no le queda otra que insistir en lanzarse al letón Dvina, enfermo de sífilis y depresión, anhelando, con desesperación, el descanso del olvido que sentía ya aherrojarle.

Mucho se ha debatido si Ganivet fue el precursor de la llamada generación del 98, si era un regeneracionista avant la lettre, o si, por el contrario, formaba parte, por derecho propio, de esas casillas con que la historiografía intenta poner orden en la dispersión asilvestrada de las energías de los escritores e intelectuales que vivieron entre los dos siglos precedentes. En medio de una modernidad recién redescubierta, tras un siglo XIX inestable, al intentar dar cauce al espíritu español, estos se encontraban con una inconsistencia de base que lamentaban y de la que, sin embargo, sentían que no podían despegarse.

La biografía de Ganivet esculpe el que quizás sea su mayor mérito con la distancia geográfica que lo separa de España, —al principio como vicecónsul en Amberes, luego como cónsul en Helsinki, donde escribió el Idearium español, y finalmente en Riga—: desarrollar un análisis muy fino, muy singular y hasta contradictorio de la realidad española. Sus intuiciones básicas no dejarán desde entonces de reaparecer como chispazos de interpretaciones de la historia española en no pocos autores posteriores.

Retrato de Ángel Ganivet, por José Ruiz de Almodóvar

Sea en la crítica explícita que le dedica Manuel Azaña recogida en Plumas y palabras (1930) o en la propuesta alternativa de Ramiro de Maeztu en su Defensa de la Hispanidad (1934), sea en la polémica entre La realidad histórica de España (1954) de Américo Castro y España: un enigma histórico (1956) de Claudio Sánchez-Albornoz, sea también en el orteguiano Julián Marías o en el reaccionario Aquilino Duque, las huellas de Ganivet marcan el hilo de hombres de letras de todo un siglo, independientes y sagaces, que escriben por un patriotismo tan perspicaz como abrumado. Ante las noticias con que venimos desayunando últimamente, ¿acaso es posible no reconocer la lucidez de un diagnóstico como el que trazan las siguientes palabras de Idearium español?:

«Porque si se miran las cosas de cerca, ha existido y existe por encima de todo ese fárrago de leyes reales, una ley ideal superior, la ley constante de interpretación jurídica, que en España ha sido más bien de disolución jurídica […]: que todos los españoles llevasen en el bolsillo una carta foral con un solo artículo, redactado en estos términos breves, claros y contundentes: «Este español está autorizado para hacer lo que le dé la gana»».

Ganivet posee el irritante don de confirmar y reventar, y viceversa, los prejuicios de sus lectores sin solución de continuidad. A la vez que ensalza el senequismo puro como la manifestación más profunda del alma española pone en cuestión el ideal de la neutralidad religiosa de la Institución Libre de Enseñanza. Proclama la hermandad espiritual con los pueblos de Hispanoamérica como el destino intelectual de la política española con la misma convicción con que lamenta la crisis nacional que produjo la empresa imperial de los siglos XVI y XVII. Insiste en que, tras el final de la Reconquista, España debería haber avanzado hacia África y, no obstante, expresa no pocas reticencias sobre la estrategia africanista en la segunda mitad del siglo XIX. Indaga en las razones de ser de nuestra debilidad institucional, manifestada también a su juicio en la falta de la unidad ibérica, sin por ello entregarse a la tentación centrífuga de sus nacionalismos internos.

Todas estas oscilaciones no son bandazos de un espíritu excéntrico sin más. Ganivet posee una idea de España y la transmite con calidez, sin hacerse esperanzas y sin tampoco desfallecer. Puede que las tres partes de Idearium español desarrollen sus ideas con reiteraciones, combinando la historia, la etnología, la crítica literaria, la filosofía, la teoría política, etc., con un tono ensayístico y divulgativo que no deja de dar la impresión de un mensaje enviado, más que por un náufrago de la vida, por un ermitaño de la inteligencia a quien su exilio íntimo se le hubiese quedado corto.

La restauración de un «espíritu territorial»

El sentido del opúsculo de Ganivet descansa en el concepto de «espíritu territorial» que, si se me permite el atrevido anacronismo, parece haber sido fecundado por las lecturas de un Donoso Cortés a través de Carl Schmitt. Para el escritor granadino, el destino político de una nación está ligado al respeto de su realidad geográfica. Si Francia, e incluso la Alemania de su época, eran potencias continentales, e Inglaterra no se podría explicar sin su condición insular, a España la habría perdido haber olvidado la razón de su peninsularidad.

De ahí que para Ganivet la característica esencial del espíritu español, para bien y para mal, no sea la acción en lugar del pensamiento, sino el pensamiento expresado en la acción. A propósito del acontecimiento decisivo en la vertebración de su identidad nacional, que es la Reconquista, lo expresa con una rotunda comparación: «Nuestra «Summa» filosófica y teológica está en nuestro Romancero». Como ha querido mostrar Juan Antonio Sánchez en su reciente libro Antonio Machado y Kant (Visor, 2022), citando precisamente un pasaje de la novela de Ganivet Los trabajos del infatigable creador Pío Cid, como los noventayochistas, él también habría intentado reincorporar España a la modernidad europea en el momento de su crisis finisecular aportando una reflexión sobre la validez de las ciencias, el relativismo de la verdad y los límites de la razón cuando ni la fe ni el arte, constitutivos de nuestra autoconciencia histórica, bastaban ya.

Elemento clave de la interpretación de Ganivet, la relación entre ciencia, arte y religión resultaba especialmente desequilibrada en nuestro caso. Dado que, según nuestro autor, la técnica arranca del «espíritu territorial», nuestro país se había debido enfrentar al hecho de que su espíritu es religioso y artístico, hasta el punto de que el uno y el otro se habrían llegado a confundir. Pero en lugar de reclamar más ciencia, Ganivet prefirió indagar en las lecciones de nuestra literatura, en la que no ve sólo esplendor, sino muy especialmente las sombras que proyectan la fisiognomía completa y escondida de nuestros errores históricos , así como de sus máximas posibilidades.

Nuestro autor no se limita a lamentar «la decadencia en sí, sino la refinada estupidez de que dieron repetidas muestras los hombres colocados al frente de los negocios públicos de España». La única solución que advierte pone el foco en una solución oblicua, que no será la de Ortega, pero tampoco exactamente la de Unamuno: «una restauración de la vida entera de España no puede tener otro punto de arranque que la concentración de todas nuestras energías dentro de nuestro territorio». Viendo derramadas, más aún insubordinadas, sus fuerzas a lo largo de cuatro siglos por los cuatro puntos cardinales, de los que, con todo, seguiría esperando su salvación, Ganivet insta a cerrar todas las puertas, no para perder la esperanza como en el lema del infierno dantesco, sino para situar en sus umbrales «este otro más consolador, más humano, muy profundamente humano, imitado de San Agustín: «Noli foras ire; in interiore Hispaniae habitat veritas»». Discutible, provocadora, estimulante, la lectura de Ganivet conserva intacto su tono de época tanto como custodia paradójica una (anti)moderna libertad que debiera seguir hoy siendo imprescindible en nuestros debates intelectuales y morales.