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Ahora que se está disputando el Tour de Francia, proliferan las chanzas sobre el estado amodorraticio que a muchos provoca el visionado de la ronda gala por televisión. Igual o más incluso que los documentales sobre el Serengueti que La 2 ofrece en su parrilla de forma infatigable.

Eso me ha llevado a pensar en el aburrimiento, tan denostado pero al mismo tiempo tan necesario hoy en día. Porque este siglo nos abruma con el entretenimiento rápido del formato reel y nos propone un activismo lacerante que, además de los no pocos deberes de cualquier persona de bien —familiares, profesionales, etc.—, nos echa fardos de lo más variados a las espaldas: comer cinco piezas de fruta al día, hacer deporte tres veces en semana, caminar diez mil pasos diarios, diversificar nuestra cartera de inversiones e ir al trabajo en bicicleta para no contaminar. Frente a esta batería de obligaciones del modelo de ciudadano del siglo XXI, cabe reivindicar un cierto grado de inactividad y hasta de tedio.

Desde la discrepancia ideológica, fue lo que defendió hace unas semanas la candidata a la Presidencia del Gobierno por Sumar, Yolanda Díaz, que afirmó que «necesitamos tiempo para vivir, para pensar, para aburrirnos». Aunque la receta concreta de la ministra de Trabajo en funciones no sea la adecuada (pretende aprobar una «ley de usos del tiempo» para que el Gobierno monitorice y en su caso corrija cómo el personal se organiza la existencia), su intuición tiene algo de verdad.

 

En efecto, en esta era de la inmediatez y del consumo rápido, necesitamos momentos y espacios para la reflexión. Pararnos. Cerrar el portátil. Despojarnos de los auriculares. Sólo así puede uno encontrar maneras de echar el ancla en el embravecido mar de la existencia. Además, puede uno servirse de los otros beneficios del aburrimiento, a saber, el descanso de la mente y del cuerpo, y su cualidad de conductor de la creatividad (muchas veces uno necesita tener la cabeza despejada para que la musa venga a visitarle).

Asimismo, el aburrimiento constituye parte fundamental de las ansiadas vacaciones en las que muchos están ya inmersos o lo estarán dentro de poco. Es ese dolce far niente que nos ayuda a cargar las pilas después de un largo año de trabajo y que, además, se adapta a casi todo entorno, desde playas de arena blanca a rudos refugios en el frescor de la montaña. Porque no cabe duda de lo aprovechables y disfrutonas que son muchas actividades veraniegas, pero no menospreciemos el efecto reparador de una buena siesta (Tour mediante o no), de sentarse a contemplar el mar, de una conversación profunda en el porche con la cerveza fría soltando el paladar.

También en estos periodos de leave of absence, aunque ojalá durante todo el año, qué importantes son esos ratos de «perder el tiempo» —o mejor, invertirlo— con el cónyuge, con los hijos o con un amigo. Que las horas transcurran lánguidamente sin necesidad de hacer gran cosa, pero estando y siendo con la otra persona.