Hoy competimos en iluminación navideña, en cantidad de decoración, y en calidad de cada detalle navideño en el hogar, en los escaparates, en la iglesia. Está bien. Todo es más accesible. Pero hubo un tiempo en que los viejos adornos navideños se reparaban cada año antes de volver a colgarlos, en que las guirnaldas perdían densidad cada diciembre, y en que las panderetas agrietadas era un bien preciado.
En el cambio de nuestra austera Navidad a estas fiestas de la abundancia, el brillo y el color hay una buena noticia sobre la evolución de las economías y las industrias. Pero entre tantas luces centelleantes corremos el riesgo de olvidar la lección que encerraban los pastorcillos desvalidos de nuestra niñez, el pozo de corcho reparado con cola una y otra vez, y la estrella de Belén, cartón forrado de papel de plata.
Emergen todavía hoy, entre baúles o trasteros en las casas antiguas, vestigios de una Navidad del siglo XX que tenía siempre algo de factura artesanal y herencia. Figuritas mutiladas por el paso bélico de sabe Dios cuántos hermanos mayores, discos en vinilo con villancicos de artistas que ya han muerto, y bolas de árbol rojas y plateadas que cada poco se rompían aún en mil cristales, que todavía los chinos no habían colonizado con plástico todo el universo decorativo de estas benditas fechas.
Así, recuerdo aún el pastor que nadie quería colocar, el insostenible, tal vez por defecto de fabricación, que en casa de mis padres debíamos ubicar en algún lugar que pudiera sostener su espalda discretamente, sea la barandilla de un puente, o las maderas de un establo, y que aún así daba con su aguinaldo en carnes de bruces, destrozando parte del Belén como si hubiera sido bombardeado. Guirnaldas con grandes calvas, pero de un brillo genuino, que enroscábamos para disimular su estado, e hileras de luces sin clavija, que a menudo había que enzarzar directamente al enchufe por sus desnudas perlas de cobre, poniendo máxima atención para que el encendido de las luces de Belén no resultara finalmente un evento póstumo del belenista.
En el colegio, al montar el Nacimiento con las figuras y objetos que aportábamos todos los de clase, al cabo de los años ya conocíamos a quien pertenecía cada pastor o cada puente, solo por los rasgos característicos de su diseño, o tal vez por la cara de ilusión del crío al traer año tras año su pieza elegida para aportar al Belén común. Incluso las estrellas, las guirnaldas, y los angelitos. Podíamos distinguir los de nuestra casa en medio de un montón de figuras navideñas en la mesa escolar, quizá porque desde niños, en el hogar, habíamos depositado lentamente nuestros atentísimos ojos, conmovidos por la belleza de la Navidad y el bálsamo de la esperanza, sobre cada una de ellas.
Cada diciembre, también, alguna novedad en el cajón navideño. Un nuevo papel estrellado para el fondo del Belén, luces nuevas alrededor, o bombillas que son fogatas de pastores, unas palmeras para el desierto, unas pocas gallinas para dar alegría blanca a la huerta, en donde emergían garbanzos como si fueran calabazas, del mismo modo en que esas hileras de lentejas, como pedregales, orillaban el camino por el que los pastores y los Reyes Magos acudían a adorar al Niño.
Y estaban las viejas panderetas de oxidada piel, de rumor cristalino impar, con sus sonajas diezmadas tras años de villancicos, nochebuenas, y bebés descubriendo el sonido de la Navidad con sus pequeñas manos entusiastas. Y el árbol, que aún no era de plástico, sino de un verde oscurecido y aromático, que dejaba la alfombra del salón, hacia Reyes, repleta de agujas mate, que punzaban con la dulzura de un tiempo pascual, mientras sus ramas vencidas comenzaban a secarse y hacían descender lentamente las luces, las bolas, las estrellas, y hasta el viejo calcetín navideño que alguna vez llenábamos de golosinas, tronchaba la rama hastiada por la falta de riego, amenazando con un fatal desprendimiento.
Era un acontecimiento la llegada del turrón y los polvorones a los escaparates, no en noviembre como ahora, sino al enfocar su medianía diciembre. Y en casa, ya por Nochebuena, se armaban al fin esas bandejas plateadas que solo veíamos en estas fechas –como aquel precioso mantel rojo-, protegidas en paño blanco bordado, que rebosaban mantecados, turrón de yema y chocolate, peladillas, y orejones, que menguaba entre los días de fiesta, y se reponía con generosa alegría los grandes festivos.
Había en todo un equilibrio virtuoso entre la inmensidad de la celebración, el ritmo extraordinario de los días nevados, y ese esmero cristiano por cuidar, reparar, conservar. Había, en fin, una lección de vida, un tiempo sensato, que no anticipaba festejos, que no competía en luces o tamaños, y que solo parecía interesado en ganar la batalla del amor. Sin duda alguna el Niño era el centro de todo aquello. Y en la belleza de reinstaurar cada año las pequeñas tradiciones de cada familia se escondía el secreto de saber vivir el sentido de la Navidad, acompañando a la Sagrada Familia en los días plateados, alzando con las manos delicadas de niño cada pieza, por humilde o averiada que estuviera, que debía cumplir su papel, de cooperar al bien esperado del Nacimiento.
Alegría y festejo, en fin, que transitábamos sin ocultar en cada esquina del hogar ya decorado unas gotas de melancolía. Sobre todo, por aquellos que ya no están, y que no hace tanto nos ayudaban a aupar la estrella a lo alto del árbol, o a colocar las luces entre el relieve abrupto del Belén, o a recoger el musgo con el que hacer campos y montañas, o a animar con tronchantes historias de familia la larga madrugada de la Nochebuena, entre tíos, primos y hermanos con el rostro enrojecido por la emoción y el calor de la calefacción.
Al otro lado de los años, cada niño de hoy tendrá su propia bolsa de recuerdos navideños muy cerca del corazón. Y encontrará la belleza de este tiempo, y tal vez algunas tradiciones que hayamos logrado salvar, y quizá habrá tenido la suerte de crecer en un hogar donde el Niño Dios sea el centro de la fiesta, por más que la fiesta sea inmensa. Pero lo cierto es que en esa Navidad que ya nunca volverá, al recordar el frugal detalle de cada pieza decorativa envejecida de la casa paterna, no puedo evitar la gratitud de haber vivido también la sencillez de un tiempo en que las cosas materiales se disponían, cuidaban, y heredaban sin terca obsolescencia, como lo haría el que, de algún modo, fue el primer belenista, San José.