La muerte reciente del poeta, narrador y ensayista Aquilino Duque (Sevilla, 1931-2021) invita a repasar con nueva atención su ingente obra. Incluso para quien la conoce bien, depara sorpresas. La consistencia de su pensamiento conservacionista es una de ellas. Justo en un momento en que nuestra relación con la naturaleza está en el centro del debate político, no podemos renunciar a su voz. Aunque él se reconocía como reaccionario antes que como conservador para evitar la confusión con una derecha domesticada, hablar de una «reacción conservacionista» puede dar a entender que fue a rebufo o que actúo al contraataque. Y Aquilino fue pionero de la defensa de la naturaleza.
Nomenclaturas aparte, cada vez hace falta insistir menos en que el ecologismo no es una causa de izquierdas. Tal identificación interesada se desmorona por ambos cabos. Desde la derecha más despierta rechazan el falso dilema de economía vs. ecología, y recuerdan que ambas se necesitan y se sostienen. Por la otra banda, al ecologismo de izquierdas se le nota cada vez más lo que tiene de disfraz ideológico, sin un verdadero amor a la naturaleza y a las gentes del campo.
El conservacionismo es constitutivamente conservador por un sinfín de causas y de consecuencias. La etimología (nomen omen) no engaña. Ni la historia. Quizá el primer conservacionista moderno fuese el vizconde de Chateaubriand, el inventor, por cierto, de la etiqueta del conservadurismo, con la fundación de la revista Le Conservateur en 1818. Su exuberante atención literaria al paisaje, a las plantas y a la fauna marca una manera menos abstracta (que la de Rousseau) de acercarse a la naturaleza. Los muy conservadores románticos alemanes e ingleses siguieron esa senda, frente a un progresismo industrial, urbanita y, sobre todo, abstracto y utópico.
Una cosmovisión conservadora del medio ambiente
No es sólo la historia de la cultura, sino también la propia historia de los parajes naturales. Nada ha conservado tanto (véase la historia del Coto de Doñana como epítome) como la afición a la caza. Tanto la de monarcas y aristócratas como la de las comunidades locales. La huella de la mano del hombre dejó paisajes vestidos de hermosura. «La naturaleza que más me gusta es la naturaleza construida, la dominada, la refrenada, con mucho esfuerzo, por el hombre. Los volcanes, las cascadas… son exabruptos de la naturaleza. No me verán el pelo por ahí. Otra cosa es contemplar todo eso con una copa frente al televisor…», declara Albert Boadella, en Tipos de vuelta, inmediatamente después de haberse declarado conservador. Por el otro cabo, ahí está la envergadura de los desastres ecológicos de las dictaduras comunistas, con sus cicatrices mal cerradas y sus heridas aún abiertas.
No se trata sólo de un debate histórico o cultural. Atañe directamente al futuro, porque, como señalaba indesmayablemente el filósofo inglés sir Roger Scruton, el planteamiento ecológico de la izquierda no contribuye a cuidar de verdad el medio ambiente. Adolece de aprecio a lo local, que es la dimensión donde se concreta el cuidado. La izquierda, según Scruton, es una falta de amor, que aquí se reconcentra en su irreprimible desprecio del ser humano. Hay un cientificismo militante, valga la paradoja, que no deja lugar ni a la experiencia ni a la estética ni al sentido común, ni, desde luego, a sentimientos tan esenciales como el apego o la tradición.
El conservacionismo conservador conlleva todos esos elementos. A lo que hay que añadir que integra esa defensa de la naturaleza en una cosmovisión sólida. Como nos recuerda Gregorio Luri en La imaginación conservadora, «Holgrave (editor de The Hipster Conservative) propugna incluir en el vocabulario conservador las expresiones “ecología moral”, “conservacionismo cultural” o “sostenibilidad social”, porque las tres forman, a su parecer, una estructura coherente».
Aquilino Duque, paladín del conservacionismo español
Tanta profesión de amor a lo local sería incoherente si no admirásemos a quien desde nuestra propia tierra encarnó estos valores conservacionistas con más elegancia, vigor y desde antes que nadie. La figura de Aquilino Duque, poeta, novelista y ensayista de indiscutible altura, es también un hito dentro del conservacionismo de derechas.
Además de lo que practicó en vida, viviendo en el campo, en su apartada finca de Viña Marina, y escribiendo inolvidables poemas naturalistas, escribió dos libros estrictamente conservacionistas: El mito de Doñana (Ministerio de Educación, 1977) y Guía Natural de Andalucía (Real Maestranza de Ronda-Pre-Textos, 2001). En ellos, todas las características ya mencionadas del conservacionismo conservador se encarnan en una prosa extraordinaria volcada sobre nuestros paisajes y fauna.
Su calidad de página ya es una declaración de intenciones, cuando no de guerra. Frente a un ecologismo izquierdista que no sabe nombrar los paisajes con exactitud y que es capaz de confundir zorros con koalas, becadas con agachadizas y un buey con un toro bravo, Duque hace un despliegue apabullante de nombres exactos de las cosas y los seres. Hay que leerle con un diccionario a mano.
Esa exaltación de lo preciso concuerda con un cántico a lo concreto. En la Guía Natural de Andalucía recorre la región provincia a provincia y pueblo a pueblo con una morosidad epicúrea. Debiera ser el libro de cabecera de algún candidato o candidata a las inminentes elecciones andaluzas. He envidiado la suerte del periodista que, empotrado en una de esas caravanas, podría ir sazonando sus crónicas a pie de pueblo con las observaciones maravillosas de Aquilino a su fauna y flora.
La patria a través de la naturaleza
Pero ese amor de lo local entronca, con un vigor que hubiese admirado a Scruton, con la importancia del amor a la patria para la defensa de la naturaleza. Más claro no puede escribirse: «El descrédito en que ha caído el concepto de patria facilita, por no decir justifica, los atentados más insospechados a la naturaleza en que la patria se halla enclavada, y en esos atentados nunca deja de invocarse el progreso ni se escatiman los golpes bajos de la demagogia». Duque no deja de asociar, al más puro estilo Holgrave, el amor a la naturaleza con la moral social y política.
Rechaza «la tentación de confundir la alabanza de la naturaleza con el menosprecio de la Historia. El que el progreso revista en nuestro tiempo una siniestra fisonomía, no quiere decir que siempre haya sido siniestro». Mientras que en su libro El mito de Doñana hace un elogio de la propiedad privada como herramienta real de la conservación, en la Guía natural de Andalucía, además de los parajes más agrestes, incluye —con toda la intención— los cultivos, las salinas, las viñas, las dehesas, los parques, los jardines y los patios de las casas, incluso.
La generosidad (que es la feracidad del alma) se muestra en el juicio estético, en la atención lingüística, en el embellecimiento literario, en la curiosidad científica y también en la rendición de los prejuicios. Desde luego, un patriota como Duque no cae ni el regionalismo ni en el cosmopolitismo. Tampoco en el nacionalismo, porque es capaz de escribir, entre otras, estas líneas: «Sin embargo, hay un mérito que no le podemos regatear a Gibraltar y es el de haber sido cabeza de puente para el conocimiento y el estudio de la naturaleza andaluza. A partir de Gibraltar, esos enamorados de la vida silvestre que son los ingleses se han lanzado a buscar fósiles, sondear simas, cazar mariposas, coger huevos, mirar pájaros, clasificar flores y observar atónitos el peculiar comportamiento del Homo baeticus».
Aunque en el conservacionismo prima la admiración, el agradecimiento, el goce y la felicidad, Duque no deja de fustigar las miserias políticas, la especulación acaparadora, el progresismo devastador y la falta de cariño por las tradiciones populares y sus gentes. Estamos ante dos libros que marcan un camino al conservacionismo hispánico, que tiene tantas lecciones que dar como que tomar del inglés o de cualquier otro. A la altura de la prosa y la mirada de Duque, las dos son ediciones bellísimas.