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No por manida hasta el tópico deja de utilizarse la caricatura del exceso de caspa, arrugas y canas para un seguidor de la Tradición. Y, a veces, con razón. Además de la eficacísima labor de la Modernidad, productora modélica de escombros, hay que reconocer que a los herederos de ese tesoro nos ha dado pereza resistir y conservarlo, aunque suene un poco lamentable. Armando Pego (Madrid, 1970), catedrático en La Salle-Universidad Ramón Llull, es la viva muestra de que el derrotismo no es una opción, pese a que parezca que ya no queda otra.

Conocedor como pocos de los clásicos y de nuestros autores del Siglo de Oro, el investigador no alza, cosa rara, el puño estrafalariamente en barrios otrora castizos de Madrid. Pero tampoco está recluido en una vitrina como una pieza arqueológica inservible. Ni mucho menos. Pego, que no imita a nadie, afronta el más difícil de los retos, a nuestro juicio, que es el de desmontar la infecta Modernidad reivindicando la Tradición y, sobre todo, sin provocar rechazo, sino todo lo contrario. Ahí está su último libro, Poética del monasterio, para atestiguarlo. Quizá sea su imitación del monje como hombre que tiene su mirada puesta en la eternidad y, por tanto, desapegado de las vanidades que nos tientan, pero lo cierto es que su estilo, personalísimo y original, atrae a quien le escucha. Sin complacencia alguna con el mundo, lo cual aumenta el mérito.

A propósito de esta gramática que acabar de publicarse, Pego atiende a nuestras preguntas acerca de lo que está mal hoy y lo que, aun ignorado por tantos, puede acercarnos a la salvación sin aspavientos ni saltimbanquis.

Ha dicho de sí mismo que es un reaccionario, a su pesar. ¿Por qué? ¿Es posible no serlo? ¿No ha habido siempre, en cierto sentido, una reacción a lo establecido?

Con esa definición comenzaba, provocativamente, mi Trilogía güelfa, tres breviarios que formaban el primer movimiento de esta otra trilogía que, junto con El peregrino absoluto, culmina ahora Poética del monasterio. En el término “reaccionario” no he querido resaltar el momento negativo de oposición a las novedades, sino la afirmación de la memoria de un orden que no solo ha sido abolido, sino cuya sola memoria desea ser proscrita. Soy un legitimista del pasado, no porque sienta nostalgia de él o desee su reinstauración tal como era, sino porque sin él, sin el dinamismo que, para bien y para mal, ejerce sobre nuestra imaginación y nuestro deseo, jamás podremos afrontar, con serenidad y con justicia, el futuro.

Son constantes las referencias al Estado en su poética; casi todas, referencias negativas. El Estado, como producto moderno, ¿siempre es contrario al bien, a la belleza, a la verdad? ¿Cuál es la alternativa en una sociedad posmoderna, el populismo (que parece no gustarle) o cierto anarquismo?

A riesgo de que me cataloguen como un iluminado, yo solo espero la Segunda Venida de Nuestro Señor. Puede ocurrir mañana o dentro de milenios, tanto da. En esa tensión escatológica intento articular la gramática de un compromiso que jamás se dé por vencido. Creo que uno de los errores fundamentales de la Modernidad ha consistido en desvincular el poder (la potestas) de la autoridad (auctoritas), como si solo aquel bastase para hacer valer las decisiones políticas. El poder ha usurpado la autoridad como un instrumento de preciso sometimiento que pudiera deconstruir a su antojo. Lo que llama “populismo” no me parece sino la segregación de las contradicciones del propio Estado moderno. Más que de “cierto anarquismo”, mi posición se asemeja a la de aquellos que resisten o, en homenaje a los católicos ingleses del siglo XVI enfrentados entre su conciencia y su patriotismo, que “recusan” las pretensiones del Leviatán. Para San Agustín quien retenía la llegada del Anticristo —que el Cardenal Newman no descartaba que pudiera aparecer bajo la figura de un filántropo— era, con toda su ambigüedad civilizatoria y brutal, el Imperio Romano. Para San Justino, sin embargo, quien debiera cumplir esta función es la Iglesia. Ahí radica, contra todas sus apariencias, la seriedad teológica y política de nuestro tiempo.

Muchos católicos son conscientes de la gravedad de la situación, pero se resisten siquiera a escuchar a la Tradición, porque entienden que se les presenta como una idealización acrítica del pasado y les despierta sospechas. En el fondo, creen que la Revolución francesa siempre será mejor que el Antiguo Régimen, porque éste partía de unos errores intolerables. O que se habrían unido a los gibelinos, porque nunca es bueno que el Papa ostente poder temporal. ¿Qué cree que ocurre para que prefieran la Marsellesa al canto gregoriano?

Sería paradójico que a quienes no se les cae de la boca las referencias a los valores sean capaces de admirar un himno cuya letra contiene tal nivel de violencia, mientras desechen por superada la antífona Salva nos, Domine, vigilantes antes de entonar el Nunc dimittis. La Revolución, cuyo periodo histórico todavía no está agotado como demuestran todos los experimentos de ingeniería social, supone tanto una ruptura como una polarización. Lo primero es indudable. La Revolución rompe con el pasado. Además de abolirlo, pretende extirparlo de la memoria reduciéndolo a una caricatura. Lo segundo es falso. Quien está contra ella no necesariamente está a favor de la perpetuación de la injusticia o en contra de las novedades. Tengo para mí que para esos “muchos católicos” que menciona, aunque sea inconscientemente y hasta negándola, sigue ejerciendo un profundo peso la idea de Cristiandad. La unidad social, ante todo. No se trata de que la Iglesia ejerza o no un poder “temporal”; su obligación es resistir y protegernos de que el Estado quiera blandir la “espada” espiritual, sin consensuar ni acordar cómo y hasta dónde lo puede ejercer.

¿Cree que la Tradición, en parte, se ha entendido mal, aplicándola como una negación no sólo de la Modernidad, sino también del presente? ¿Es posible actualizar la Tradición? ¿Es esa actualización su propuesta en esta poética del monasterio?

Para el católico, mientras que la Revelación se completó hace dos mil años, la Tradición continúa abierta. Mantiene viva la obligación de seguir cultivando la riqueza que la fundamenta. El depósito de la Fe no es un depósito bancario sobre el que decidir qué inversiones pueden resultar más rentables. Del mismo modo, la especulación filosófica, como una meditación profunda sobre las cuestiones decisivas, nada tiene que ver con operaciones especulativas que trafican con mercancías culturales de las que se espera obtener un rédito económico. No. La Tradición no es un bloque inerte del pasado que cada generación actualiza modificando o adaptando a sus necesidades, ya sea obsesionada con mantenerla intacta, ya sea empeñada en transformarla permanentemente, como si el presente gozase de una presciencia sobre el pasado y el futuro que le permita juzgar sus relaciones. La Tradición exige la creatividad más difícil: ser fiel al Espíritu que la anima, atenta al cruce entre el tiempo y la eternidad. La Tradición no necesita originalidades. La Tradición no es lineal; debería ser siempre contemporánea. Por eso, dialoga permanentemente consigo misma con la mirada puesta en el único intérprete: Cristo. Por desgracia para la Modernidad, todas sus herejías son tan solo variantes tecnificadas de aquellas con la que la Tradición no ha cesado nunca de purificarse.

Su poética desarrolla tres dimensiones fundamentales de Occidente atacadas por la Modernidad: la familia, la escuela y el monasterio. ¿Por qué estas tres y no otras?

Creo que son los tres espacios sociales y antropológicos fundamentales de toda comunidad humana, cuya sola existencia desafía el proyecto totalizador de los poderes actuales. No es que quieran que aquellos desaparezcan; les hacen falta, pero reducidos a la servidumbre absoluta de sus intereses. Las figuras del padre, el maestro y el monje, sometidos a un juicio sumario y casi condenados a la pena capital de la cancelación, en nombre de una enmienda total a la historia occidental, no son, en último término, sino la cortina de humo para asaltar y asolar el reducto último de la imaginación humana: la libertad del Paraíso. Ahora le toca el turno de la destrucción a la mujer, madre y maestra.   

¿Cómo explicar a quienes se sienten atraídos por su libro que el monasterio es la expresión más genuina del cristiano? ¿Hasta qué punto es necesario imitar a la vida del monje?

Una de las citas fundamentales de mi libro proviene del libro El sentido de la vida monástica del teólogo francés Louis Bouyer: «La vocación del monje es la de todo bautizado llevado a un máximo de urgencia». Quiero insistir en que no propongo el modo de vida monacal o el estado religioso como el modelo de vida para el cristiano, tema ya absolutamente superado, pues cada cual está llamado a alcanzar la perfección propia de su estado sin necesidad de compararse con la de otro. Por el contrario, me interesa subrayar que en la vida del monje el cristiano puede encontrar elementos que son esenciales a su vocación cristiana. El monje no es alguien que ha abandonado al mundo en busca de una tranquilidad interior o de una espiritualidad intimista. Como Elías o como San Juan Bautista, ha sido arrancado de sus seguridades para dar el testimonio de que una sola cosa es necesaria: el Reino de Dios y su justicia. Los desiertos hoy se han traslado al corazón mismo de nuestras ciudades. Dar fe de la esperanza en el amor que nos reúne a los cristianos necesita de las oraciones y, por qué no, del ejemplo de la vida monástica que sigue aquilatando y haciendo presente la Tradición.

Se basa en los clásicos, empezando por la Biblia, para desarrollar su propuesta, y alaba a John Senior y a sus enseñanzas antimodernistas a través de los grandes libros. Sin embargo, creo haberle entendido que completa o matiza este programa. ¿En qué sentido?

A John Senior lo admiro mucho y no me atrevería a matizar o a completar su programa, el cual, de una u otra manera, sigue vigente hoy a través del impulso que está cobrando la idea de una nueva educación “liberal”. Es cierto que me gustaría resaltar más la faceta monástica de su programa, por la que tanto luchó y que tantos frutos buenos ha dado. No tengo inconveniente en admitir que el tomismo sea una philosophia perennis —no aeternalis—, pero me parece necesario resaltar que el pensamiento monástico no es un complemento espiritual o el anticipo del conocimiento de la verdad que la filosofía escolástica coronaría. Me conmueve que santo Tomás al final de su vida considerase toda su obra como paja. En ello creo advertir su conciencia de que el vuelo de la razón, contribuyendo a profundizar en el misterio de la fe, necesita apoyarse en el deseo de las letras y el amor de Dios, entre gramática y escatología, con que el pensamiento monástico la sostiene. Es así la mía una visión del mismo Senior, pero desde otro ángulo.

Defiende de manera clara e inequívoca la familia natural frente a los nuevos modelos familiares, y se agradece. Cada vez es más difícil encontrar declaraciones así por una prudencia mal entendida.

Créame si le digo que, mientras escribía esas páginas, me estremecía la tentación de la “prudencia”. Un cristiano de verdad no debería convertirse en la caricatura de un fariseo legalista entregado a una mentalidad de estrecho canonismo. La doctrina y la pastoral, la misericordia y la justicia, la contemplación y la acción deberían estar entretejidas en su vida como lo están el hogar, la escuela y la celda. La conciencia es un sagrario en tanto que el claustro donde cada uno se recoge a solas para escuchar la Palabra de Dios. Por ello, para vencer la tentación que usted me señala, me acogí, claro, a la figura del monje que, en su soledad, sabe que el silencio nada vale por sí mismo si no está destinado a que brille la luz de la Verdad y de la Vida. También pensé que, tras tantos años reivindicando mi comunión con Léon Bloy, no me podía permitir su mirada fulminante atravesando la catarata de la eternidad. Sin ánimo de polemizar, es preciso asumir con paz que querer testimoniar la verdad es a veces mucho más peligroso que desmontar mentiras.

¿Cómo recuperar las Humanidades en un mundo cada vez más transhumano? ¿No es demasiado fuerte la tentación del desaliento?

Nuestra época busca, por encima de todo, planificar, diseñar y ejecutar. Triunfan las metodologías. Parece como si todo aquello que no produzca resultados debiera replantearse. Las Humanidades, ciertamente, están zarandeadas, casi naufragadas. Pero resisten; por más que se quieren adueñar de su prestigio los departamentos de ciencias sociales y económicas, no logran ajustarlas a sus técnicas. «Conviene orar sin descanso», dice el Evangelio. Nada de derrotismo. Como ante el scriptorium o en el coro monástico conviene leer y meditar sin cesar, hablar bien y pensar mejor, ejercitar la gramática y contemplar el sentido de las obras de nuestra cultura, desde Homero y el Génesis hasta los poetas y novelistas que hoy siguen manteniendo en pie las preguntas fundamentales de nuestra existencia.