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Quizá usted no lo sepa, pero tenemos una cita hoy en Casamata, taberna librería recién abierta en el madrileño barrio de San Bernardo y llamada a ser uno de los mejores referentes culturales y centros de pensamiento en la ciudad. Nos convoca, a las 19:00 horas, Armando Pego, catedrático en La Salle-Universidad Ramón Llull. Siempre es momento de charlar con él y todas las ocasiones de hacerlo son escasas, pero, como somos limitados, no nos queda más remedio que esperar a las ocasiones especiales. Y hoy es una de ellas. Pego presenta, junto a Álvaro Petit, su último libro, Anti(pos)modernos españoles. Una recopilación de semblanzas sobre nuestros mejores autores antimodernos, que tienen mucho que decirnos. Y no precisamente para evadirnos a tiempos mejores ni para espolvorearnos de caspa, al contrario de lo que demasiadas veces se cree.

En estos tiempos que van más allá de la Modernidad (líquidos, como dicen los cursis), los españolísimos autores que nos presenta Pego son unas de las anclas que nos atan intelectualmente a lo bueno, lo bello y lo verdadero, cuyos vestigios todavía perduran, mal que bien. Luego tocará formar familias, conservar a los amigos y conspirar para cambiar las cosas («el mundo no necesita más libros. Necesita hacedores de hijos y plantadores de árboles», dice el gran Gonzalo Altozano en su último libro, Vida inteligente). Pero iremos a la batalla debidamente pertrechados por nuestros buenos pensadores. Por eso es tan importante la cita de hoy con Pego.

Y por eso Centinela responde a su misión y se lo recuerda con esta pequeña entrevista que el maestro ha tenido a bien responder, con su habitual, y no por ello menos sorprendente, por infrecuente, generosidad.

Madrileños y provincianos en Madrid: nos vemos este jueves, a las siete de la tarde, en Casamata.

¿Un antimoderno es siempre un idealista?

Al contrario, un antimoderno es un realista. En el caso de un anti(pos)moderno la necesidad de tener bien presente la realidad se hace tanto más urgente. El antimoderno cree en un orden y en unas jerarquías, en unos principios y en unos fines que no impone, sino a los que intenta obedecer poniéndose a su escucha. Otra cuestión es si los antimodernos son realistas de la misma manera. Uno puede sostener un realismo metafísico y otra un realismo transfigurado, o dejar que lo maravilloso adense la experiencia de esa realidad tan inmediata y rica con la que vamos construyendo nuestra vida personal y comunitaria.

La personalidad antimoderna no cree que la realidad sea una construcción de sus deseos, sino que, por el contrario, le es exigido recrearla con la mirada y el oído y, si me apura, también con los restantes sentidos: el tacto, el gusto y ¡hasta el olfato! Los anti(pos)modernos son extraordinarios lectores: su escritura es una respuesta y el ejercicio de una responsabilidad ante los cuestionamientos de cualquier aspecto político, social y cultural del mundo que nos rodea.

Por precisar un poco más: ¿un antimoderno vive siempre fuera de la realidad, atrapado en el pasado? ¿Corre siempre el peligro de caer en la utopía?

De nuevo, ¡en absoluto! Es evidente que la nostalgia y las añoranzas ante los indudables males del presente pueden encerrar a algunas personas o a algunos grupos en una visión idílica de un pasado inexistente. No está de más recordar que el pasado fue un presente que, con sus errores y con sus aciertos, ha modelado – mejor o peor, también sea dicho de paso- ese futuro que somos nosotros. En cambio, el moderno sí cree en la utopía. A estas alturas un anti(pos)moderno sospecha que el utópico lo que quiere es borrar las huellas de sus fracasos. Propio de esa subterránea conexión entre Modernidad y Totalitarismo que Augusto del Noce investigó con tanta atención, es más fácil atribuir a la alargada sombra de un antiguo régimen evaporado la responsabilidad de una autocrítica que los (pos)modernos más acelerados andan siempre exigiendo a los demás. Como comentaba el otro día con Jorge Soley, tal vez sea también hoy el tiempo de los contramodernos, que no constituyen una oposición de la modernidad, sino lo contrario de una modernidad que ha acabado condenándonos, con sus ansias de emancipación, a un régimen disciplinario que no admite ninguna trascendencia y que la sustituye por fantasías exasperadas.

¿Tiene algo de culpa la derecha de los clichés que la asocian a lo retrógrado, casposo, anticuado…?

Dicen que nuestro pecado nacional es la envidia. Añadiría el de la pereza intelectual. La derecha española ha contado con inestimables recursos intelectuales y humanos que, sistemáticamente, ha despreciado y ha orillado. Figuras como Donoso Cortés, Jaime Balmes y Ramiro de Maeztu son leídos con devoción en determinados círculos, pero a la hora de la verdad su pensamiento ha carecido de la efectividad o de la continuidad que impulsaban y que merecían. Intelectualmente, la derecha española ha preferido estar apoltronada.

Hablamos mucho y con razón de la pretendida superioridad moral de la izquierda, pero se debería hablar más, con implacable serenidad, de esa espantosa autosatisfacción de la que en general la derecha ha hecho gala – sobre todo, cuando se pretende poner jovial y dinámica, pero también cuando presume de grave y barroca-. Un pastiche ya no es otra cosa sino una autoparodia.

Conviene y mucho seguir leyendo los autores de las otras tradiciones europeas y americanas, pero es también imprescindible recuperar las obras de nuestros aparentemente secretos pensadores y literatos. En su interior se guardan claves actualísimas para afrontar los rasgos idiosincráticos de problemas globales.

¿Por qué la tarea de la derecha es más estética y moral que política?

Matizaría la pregunta. Creo que la derecha ha querido cumplir responsablemente su tarea estética y moral. Que sus adversarios se la nieguen o la menosprecien es comprensible, aunque demuestre falta de generosidad cívica que tiene que ver con esa pereza intelectual y esa envidia que corroe nuestras mejores energías.

Roland Barthes escribió un texto bellísimo sobre la Vie de Rancé de Chateaubriand, mientras Cioran había trabado un combate fascinado con el pensamiento de Joseph de Maistre. Con agresiva condescendencia, se ha señalado que nuestros autores no estarían a la misma altura, pero, para qué engañarnos, en ese caso tampoco lo están sus potenciales comentaristas. Quiero decir que a esa tarea estética y política le ha faltado, desde la propia derecha, una actividad política con altura de miras que pudiese hacer germinar los frutos que aquella prometía. Pero eso no cae en el deber de los artistas, que cuando se han dedicado a la política o han reproducido los peores defectos de la clase gobernante o han tenido que desistir defraudados. Es una lástima que los políticos no hayan aprovechado toda esa fuerza intelectual de la que puede decirse que han resentido tener que contar con ella.

 

En alguna ocasión ha comentado su «debilidad» por la poesía de Julio Martínez Mesanza. ¿Podría explicar por qué?

Álvaro Petit ha publicado recientemente una magnífica Tercera en ABC en homenaje a la publicación de la primera edición de Europa (1983) de Julio Martínez Mesanza. En ella resalta un aspecto que da cuenta de la profunda originalidad de su trayectoria poética. Como subrayó Enrique Andrés Ruiz, Mesanza convierte sus versos en un campo de batalla donde libran una lucha agónica la conciencia individual moderna y la obediencia del alma antigua. En sus endecasílabos libres se atisba un mundo de una intensidad lírica y moral que hace del fragmento el testimonio de una ausencia histórica y cultural que sigue muy presente en el fondo recóndito y ojalá inexpugnable de nuestra memoria.

Para mí, además, Mesanza es un ejemplo máximo de lo que he denominado poeta secreto. Aparte de su discreción, lo secreto consistiría en la vocación de rescatar, en cuanto tales, los pecios de nuestra civilización, custodiando su recuerdo y asumiendo su peso con las cicatrices que la libertad siempre procura. Algunos de sus versos, como «hay jinetes de luz en la hora oscura», resuenan hondos en la memoria de muchos de sus lectores. Dada mi inclinación al universo monástico, a mí me deslumbran especialmente un par de versos de Gloria (2016) que enlazan con el realismo anti(pos)moderno que comentábamos al principio: «Por el desierto voy, dame lo extraño; / que es ver por primera vez lo sencillo».