La gente ya no lee. Únicamente novelas. O eso dicen muchos. Y eso se han creído ciertas editoriales. Por eso las portadas y los títulos de algunos libros. Como el último de Iván Vélez, ‘Nuestro hombre en la CIA’, de Ediciones Encuentro. La foto de una baqueteada máquina de escribir de la marca Favorit y el dibujo de un punto de mira sugieren un folletín de espías. Solo ha faltado el reclamo comercial: ‘Se lee como una novela’. Y no. El libro de Vélez no se lee como una novela. Se lee como lo que es: una valiosa investigación, un esforzado ensayo.
El libro narra, con minucioso aporte documental, las vicisitudes del Congreso por la Libertad de la Cultura (CLC), organismo promovido por la estadounidense Fundación Ford en distintos países de Europa durante la Guerra Fría y cuya sucursal en España es objeto del estudio de Vélez. Resumiendo mucho, el CLC abogada por un federalismo a la europea como dique de contención del influjo soviético. O sea, unos Estados Unidos de Europa. En la España de entonces, la adhesión inquebrantable a los principios del europeísmo federal anticomunista solo se hallaba en la oposición a Franco de raíz liberal, que haberla, la había. Poca, pero la había.
El papel de la CIA

«Nuestro hombre en la CIA» de Iván Vélez
¿Y la CIA? ¿Dónde queda la CIA? La Agencia tuvo su papel. Y no menor. Queda documentado en el libro de Vélez que la Fundación Ford, al menos a la hora de financiar las actividades del Congreso por la Libertad de la Cultura, era un instrumento de la CIA. Lo que, insistimos, no hace de la historia que nos ocupa una trama de espías, con robo nocturno de documentos, coches deportivos sin capota, rubias despampantes y martinis agitados, no mezclados. Pablo Martí Zaro, desde luego, no daba el papel de James Bond.
Nacido en Madrid, en agosto de 1919, hijo de un comandante de la Guardia Civil, Martí Zaro, apenas un muchacho, hizo la guerra en el bando nacional. El valor se le supone, si no, no le habrían condecorado por su actuación en el frente. Estudió para perito agrícola, aunque su vocación era el teatro, que terminaría abandonando tras unos prometedores inicios. Y es que a los oficios de agitador cultural y conspirador político dedicó los más de sus días, con notable aprovechamiento. Él fue en España el hombre del CLC. ¿Y de la CIA también? Eso no está tan claro.
Salta la liebre
En la primavera de 1966, el New York Times publicó una serie de artículos en los que se probaba que la Agencia Central de Inteligencia estaba detrás de los pagos a las distintas sucursales del Congreso por la Libertad de la Cultura. Martí Zaro lo negó todo. Al menos, ante los participantes de las actividades del CLC y los beneficiados de sus ayudas, que exigieron explicaciones.
La lista completa de nombres que durante años orbitó alrededor de las siglas del Congreso da la medida de la consistencia intelectual y política del proyecto. Por citar solo a algunos: Julián Marías, Pedro Laín Entralgo, José Luis López Aranguren, Enrique Tierno Galván o José Luis Sampredro. ¿Agentes todos ellos de la CIA? De nuevo, no.
Otro nombre estrechamente vinculado con el CLC, y que merece párrafo aparte, es el de Dionisio Ridruejo. Uno de los letristas del Cara al Sol, pieza clave del aparato de agitación y propaganda de guerra de Franco en Burgos y divisionario azul contra el comunismo a las órdenes de Muñoz Grandes, Ridruejo enseguida se desencantó de la victoria, transitando un exilio interior que le llevó a la socialdemocracia, de la que fue pionero en España. No fue eso lo único.
Castilla-Cataluña

Dionisio Ridruejo, en su despacho
Vélez documenta en su libro unos coloquios Castilla-Cataluña, celebrados en Ametlla del Vallés en 1964 y financiados por el CLC, en los que participó activamente Ridruejo. ¿Proponiendo qué? Pásmense: una estrategia propagandística para presentar a Cataluña como víctima de una violación de sus derechos humanos -el término estaba recién acuñado- por parte de la opresora España centralista. ¿Ignoraba Ridruejo como podía terminar una aventura así? Todo lo contrario. Lo sabía perfectamente, tal como reconoció en aquellos encuentros.
A Ridruejo podrían reivindicarle hoy los procesistas del 1-0. Y también Podemos, tanto el de la primera hora como el del año en curso. El Podemos original, por la defensa que Ridruejo hacía de los círculos, que definía como asociaciones circunstanciales, pero bien definidas, de programa genérico y acción común prepartidista. En cuanto al Podemos de hoy, no dudaría en comprarle al camisa vieja de la Falange reconvertido en socialdemócrata de cuello vuelto su mercancía averiada de una España plurinacional de comunidades diferenciadas.
Por lo que respecta a Ridruejo, es seguro que, más que en la España de la Transición, se viera mejor representado en la España del 15 M. Al fin y al cabo, es la España que soñó. Y, sobre todo, que pensó. Conviene no olvidarlo: las ideas tienen consecuencias.
Las batallas culturales existen
Y aquí es adonde queríamos llegar. La producción intelectual de hoy es la simiente del cambio político de mañana. Es una de las conclusiones que se puede sacar de la lectura del libro de Vélez. Hay que agradecer al autor no haber caído en la funesta manía de la conspiranoia ni en la vana pretensión de explicar la historia como un sencillo proceso de únicas causas y claras consecuencias.
Sí es cierto que los hechos por él investigados ayudan a explicar la gradual disolución de la soberanía española en una colección de reinos de taifas y de entes supranacionales. El Congreso por la Libertad de la Cultura, financiado por la CIA, jugó un papel en los 60.
También es cierto que las batallas culturales existen, que si no se dan, se pierden, y que para darlas, se precisan de ingentes recursos, humanos y también crematísticos. Sydney Hook, filósofo norteamericano furibundamente anticomunista, ya señaló el camino hace setenta años: “Dadme cien millones de dólares y mil personas entregadas a su trabajo”.