Giulio Meotti es un periodista italiano cuya página de Twitter viene antecedida por lo que sería el equivalente actual a los dos rombos. Cada vez que accedemos a su cuenta, la compañía del pajarito parlanchín presenta este letrero: «Precaución: Este perfil puede incluir contenido que puede herir la sensibilidad de algunas personas. Estás viendo esta advertencia porque el usuario twittea imágenes o usa un lenguaje que pueden herir la sensibilidad de algunas personas. ¿Aún quieres verlo?». Para no tener que contemplar este cartel —al que sólo le faltan las tibias y la calavera—, lo más práctico es pinchar en el botón “seguir”, para convertirnos en follower de Meotti. Una vez dentro de esta supuesta área de siniestras publicaciones, entendemos bien cuáles eran las reticencias de la red social: el señor Meotti suele tuitear de manera inversa a los postulados de la corrección política; sobre todo, contra el islam. Por ejemplo, el 29 de marzo decía: «Erdogan cierra las iglesias en Oriente, y nosotros le construimos las mezquitas en Europa. La Gran Mezquita de Estrasburgo ha sido financiada por franceses y construida por los hombres de Erbakan, el mentor de Erdogan que quería convertir Santa Sofía en una mezquita. ¿Somos unos locos suicidas?».
Los títulos de los libros que ha publicado Meotti no generan duda alguna sobre la valoración que le merece la deriva del Viejo Continente: El fin de Europa, La tumba de Dios, Notre Dame arde… Su libro más reciente, un opúsculo de unas setenta páginas —a las que sumar notas y prólogo— plantea una pregunta más bien retórica: ¿El último papa de Occidente?, en referencia al pontífice alemán que en febrero de 2013 renunció a la sede petrina. No se trata de una hipótesis propia de este articulista de Il Foglio y colaborador de cabeceras como The Wall Street Journal. Como muestra a lo largo del libro, la inquietud de Meotti es compartida por casi todos los intelectuales del mundo occidental, en especial aquellos que lamentan el destino de Europa y sociedades asimilables; por ejemplo, las de América. El título repite lo que ya habían dicho Bernard Lecomte y Nicolas Diat, colaborador del cardenal Sarah. Y es también una paráfrasis de Nietzsche, el gran profeta de lo que ahora acontece y que llamamos post–modernidad. La edición española de este libro (Encuentro, 2021) ha recibido inequívocos elogios por parte de pensadores como José Francisco Serrano Oceja o Miguel Ángel Quintana Paz.
Lo primero que hay que tener en cuenta es que no se trata de un libro sobre religión stricto sensu. Meotti no reivindica la misa en latín, ni la confesión semanal, ni mantenerse virgen antes del matrimonio —básicamente, no habla de eso. Tampoco defiende al Ratzinger teólogo, doctor de disciplinas eclesiásticas. De lo que habla Meotti es, antes que nada, de un ingente número de intelectuales: desde Alasdair MacIntyre o Michel Houellebecq, hasta Alain Finkielkraut o Michael Novak, pasando por Robert Redeker o Václav Havel. Y, delante de todos ellos, Ratzinger–Benedicto, a quien el autor dibuja como el gran erudito, el «papa filósofo», no el «rottweiler de Dios» tan denostado por sus adversarios. En realidad, da la sensación de que Meotti dedica gran parte de las páginas a dejar que hablen con su voz estos personajes de primer nivel que, de una manera o de otra, reconocen que Benedicto XVI estuvo en lo cierto desde el primer día. Según el periodista italiano y el papa bávaro, Occidente se halla en su etapa terminal, porque ha decidido suicidarse. Tanto a nivel moral como meramente físico. Las ínfimas tasas de natalidad en Europa, unidas a altas cifras de inmigración, sumadas a la secularización, conllevan la literal desaparición de miles de parroquias a lo largo y ancho del continente. El autor aporta cifras de varios países en que se aprecia la extinción del catolicismo, unida al cierre y demolición de templos.
Pero conviene insistir en que Meotti y Ratzinger no diferencian entre Occidente y cristiandad; entienden que lo que está agonizando es una entera civilización, síntesis de la conocida triada Atenas–Roma–Jerusalén. Una civilización en que se daba el constante diálogo entre fe y razón, como se vio en aquellos debates y coloquios protagonizados por el alemán: desde su discusión académica con Habermas hasta sus alocuciones en el Collège des Bernardins o en Ratisbona. Benedicto defendía el legado de Saulo de Tarso y el de Sócrates; a Helena de Troya, y a Teresa de Ávila; el canto gregoriano y Mozart. Leía a Heidegger y a Sartre lo mismo que a Tomás de Aquino y Agustín de Hipona. El planto de Meotti y de Ratzinger preludia una edad oscura como no se ha visto nunca en la historia, mayor incluso que la que presenció el otro Benedicto (Benito), el de Nursia, que pretendió salvar lo mejor del Mundo Antiguo como semilla fructífera en el Mundo Medieval. Se trata hoy de un cataclismo de una intensidad mucho mayor que el cisma que separó la Edad Media de la Moderna. Una catástrofe sólo comparable al fin de la Constantinopla griega, culta y cristiana. Los rasgos de esta barbarie y desarraigo cristiano son varios: la hostilidad abierta contra la Iglesia —Meotti destaca a Rodríguez Zapatero como gran arquitecto del universo laicista—, la tabula rasa que el sistema educativo y cultural han impuesto con respecto a todo el legado de la tradición occidental —desde Homero hasta Delibes—, la revolución de mayo del 68 y la implantación del antihumanismo, uno de cuyos corifeos es Yuval Noah Harari.
El equilibrio entre razón y fe ha sido desbordado por el triunfo del relativismo. Que en realidad no es más que una añagaza para arramblar con todos los firmes y complejos mecanismos compensatorios que antes existían, y que ahora se ven suplantados por una simbiosis de lo peor del capitalismo y lo peor del marxismo. O sea, la China comunista como modelo político que poco a poco va asimilando Europa. Meotti narra la larga lucha de Ratzinger desde los años 50 hasta su abdicación papal, señal de su fracaso. Con su renuncia al solio pontificio, Occidente pierde casi toda esperanza. La Iglesia y el mundo, después de Ratzinger, son, por decir de algún modo, post–occidentales y post–europeos —y quién sabe si post–cristianos—; serán una sombra de una venerable civilización que sólo subsistirá en quienes quieran, en quienes se empeñen en avivar las ascuas de cuanto Ratzinger amaba: desde Eurípides y san Ireneo de Lyon hasta Cervantes y Chesterton. Como dice John Waters en el durísimo prólogo —muy contundente contra Francisco, «famoso [por tratar] de cambiar la Iglesia según las exigencias del mundo»—, Benedicto hablaba a las personas, mientras que su antecesor y su sucesor han hablado a las masas. Quizá en este aspecto estribe tanto la derrota de Benedicto como la esperanza de su legado. En todo caso, la lectura de ¿El último papa de Occidente? aporta una visión histórica y documentada que el trasiego ruidoso de noticias nos ha impedido atisbar.