Jean-Jacques Rousseau abandonó a sus cinco hijos en un orfanato, y no porque no pudiera mantenerlos, precisamente. Edmund Burke, en cambio, se hizo cargo de los suyos y, encima, ayudó a los de algunos familiares en apuros económicos, sin olvidar a incontables niños del exilio francés, a beneficio de los cuales instituyó un colegio.
El contraste biográfico no es baladí. Mientras Rousseau se contó entre los inspiradores de la Revolución Francesa, Burke fue el más formidable de sus detractores, calificando el proceso histórico en cuestión de “horrendo espectáculo”. Al final, la diferencia entre un filósofo y otro es la que va de considerar a la persona un dato, una abstracción, a considerarla lo que es: una persona.
Por supuesto, Burke era partidario de las reformas, pero siempre con la debida cautela. Antes de abordar un cambio, tenía que pesar más la experiencia acumulada de los siglos y el debido legado a las generaciones venideras que los afanes presentes, sujetos a las pasiones y otras limitaciones del momento. Según esta idea, el hombre sería un ser social y la sociedad, un continuo histórico que comprende a los muertos, a los vivos y a los que habrán de nacer.
En esto Burke fue también un ejemplo de vida. Todo cuanto pensó, todo cuanto escribió, todo cuanto discutió, no fue por la gloria vana y efímera del aplauso. Es más, siempre supo que no viviría para paladear los frutos de su genial intuición. Los que sí podemos hacerlo somos nosotros. Basta con hallar la gracia inapreciable de la vida en el convencimiento íntimo de que el mejor de los mundos es el mundo posible.