El verano aún es el tacto áspero de la madera verde cascada en los marcos de las puertas, al llegar a la casa del pueblo, finas láminas del tiempo en cada mano de pintura. Las dos horas en el coche de mis padres con maletas hasta en los brazos, el golpe que te da en el alma cambiar el runrún tedioso de la urbe por la coral alegre de los jilgueros dándonos la bienvenida. Los remolinos de los pétalos caídos de los geranios en el jardín de la entrada. El aroma a tiempo detenido al cruzar el umbral. Cada casa de veraneo guarda por siglos el perfume singular de alguna infancia.
Si mil veces he llegado aquí al doblar julio la cresta, mil veces he reconocido el brillo en los ojos del niño que soñaba durante once meses de grisura con subirse a la bicicleta y recorrer sin parar estas callejas de luz, alzar la mano al paso frente a los señores que descansan en la puerta de las casas vecinas, y elevarme sobre el mirador de la ría a soñar con los afanes y los amores, amalgama de verdes y ocres en la costa asturiana, para besar más tarde las aguas del Cantábrico en la playa de todos los agostos. Parecía tiempo muerto, pero estaba vivo como un poema de Foxá, como los ojos de un mudo.
Algo en estos días de calor, calma, y solaz nos reencuentra con la época del alma prístina y las piernas al aire, de la conciencia blanca y el corazón todavía por enlodar, del fondeadero de la familia y el refugio medieval contra toda corrupción estética. A veces es el silencio, otras, el paisaje que se despereza y muta con las horas frente a nuestros ojos, y otras es el lugar, la compañía, y hasta el viejo hogar de los veranos de ayer, con sus recuerdos de infancia conservados en el formol de la memoria, los aromas, los colores, y las arrugas de vejez de los muebles y paredes.
El anhelo inalcanzable
La búsqueda siempre es en vano. Al cabo de los años, no he vuelto a encontrarme con la sensación naciente de navegar la ría cualquier mañana de agosto, tumbado boca abajo sobre la proa, estirando como gomas los pequeños brazos para acariciar las olas con la punta de los dedos, y descubrir que el tiempo no existe cuando te alejas de tierra. Navegar era dejar la vida en la costa, bien amordazada para comprar su silencio durante unas horas, y alzarse sobre la marea con todos los sueños abriéndose como el abanico de un pavo real en su verano del amor.
A veces, después de la playa, las comidas familiares como bodas, larguísimas las mesas, buscando tablas con las que ampliarlas más aún y dar cobijo y plato a todos, las horas nerviosas y quedas de la pesca, allí arriba el reflejo brillante de la última anilla de la caña, y ver morir la tarde desde mis santuarios de belleza, saltando de uno a otro como en un ritual, a golpe de feliz pedalada, todavía la finísima piel de la salitre y la arena picoteando la espalda. Algunas noches, la fogata, luz dorada en el patio oscurecido, el aroma viciado de melancolía de las primeras sardinas, las historias largas de los mayores, nuestros ojos de niños como túneles de tren, el estallido de las pavesas de las piñas anaranjadas y la bandada de chispas elevándose al cielo estrellado, como un alma santa que viaja al Cielo, al remover los secretos de las brasas.
Ayer como hoy, no era lo que hacíamos, nada extravagante, sino lo vivido en los primeros años, la continuación de viejas tradiciones, la sencillez de los rincones de mi verano, la reiteración de los rituales del descanso, el tiempo reservado en exclusiva a la belleza y la meditación serenísima sobre un mañana que no vimos llegar. Es ahí donde, sospecho, todavía hoy podemos encontrar muy al final de nuestra prisa, la silueta diminuta y entusiasta del niño que cruzaba la playa con un balón en los pies, por más que en el recuerdo está el peaje, que también nos brillarán los ojos por los que ya no están, y hasta por los amigos, los amores y los lugares que fueron y ya no son.
La compañía de los mayores
De crío, la vida estival se me paraba a las doce del mediodía. La mano estiradísima y siempre fría del abuelo, espigada la figura, atada a la mía, el caminito desde el barrio, a un lado el bastón, al otro el nieto. Su hora del café, mi tiempo de preguntar, solos los dos. Cuéntame otra vez lo de tu juventud, y esa aventura de los años lejanos, y la historia que acabaste ayer, vuélvela a empezar. Y con inmensa paciencia y una sonrisa, iba desgranando cada relato una vez más, blandiendo las palabras, masticando los adjetivos, distribuyendo los silencios entre sorbos de café, y miradas de brillante complicidad, cuando vivíamos sin la prisa de saberlo todo al instante, y la vida aún dejaba espacios a la ternura de la contemplación.
Son esas pequeñas rutinas las que hacen enorme el verano de los pocos años. A la tarde, mi abuelo se sentaba a escribir en su Olivetti, junto al patio, con el tibio sol acariciando la ventana, y yo frente a él, solo escuchando el silencio y el traqueteo de aquella vieja máquina, que cada letra sonaba como un triple símbolo de admiración; viendo, en fin, las horas de la calma desvanecerse del cielo de los pájaros de la tarde, claudicantes hacia sus nidos, a la hora en que los campesinos prendían fuego a los rastrojos, viciando el aire del humo delicioso de las primeras brasas. Pasaba los minutos observándolo, como si el niño que fui tuviera la extraña certeza de que pronto echaría de menos aquellas horas perdidas; como si tuviera la certeza de que jamás sería yo el escribiente de la Oliveetti, y de que un día prohibirían a los campesinos quemar sus podas durante los meses más calurosos.
Otras veces era el paseo a la compra con mi abuela. De aquellos días, el recuerdo del aroma de su crema de manos, y el sentido del viento: quizá dos horas picoteando por los puestos del mercado, hablando de lo que ocurrirá con el nordeste, que podría o no despejarnos los cielos y dejarnos ir a la playa después, o al menos, tal vez la comida podría hacerse en el patio, a los pies del viejo limonero, alegría máxima en aquellos niños de ciudad: comer al sol con el ambiente endulzado por los limones y las rosas. Todo el lujo de aquellos días era el calor de las almas de las personas que amamos, y que añoramos en los meses del frío, el resto quizá no sea más que la composición de la escena en la que se enamoraron nuestros sentidos.
Cierto que eran veranos de camisetas de alguna marca hoy extinta, de la novedad espeluznante de un plato volador en la orilla, de la alegría liberadora de una cometa arañando la bóveda, y de las lecturas de cómics llenos de polvo minutos antes del sueño. Veranos, en fin, de extenuante sencillez, en apariencia tan distintos a los de hoy, pero en el fondo tan iguales.
Puerta abierta a la esperanza
Mientras haya espacio a la contemplación y al discurrir lento del reloj, a identificar aromas, colores, y corazones, mientras haya un primer amor al que perseguir por la playa, y un amigo al que prometer lealtad ausente de septiembre a julio, seguirá habiendo algo especial e inolvidable en estos meses, una pasarela de niebla hacia el crío que un día fuimos, hacia todas las lecciones de vida ordinaria que los nuestros nos legaron.
Yo, al menos, lo sigo persiguiendo. Tengo algunas deudas con él. Lo intuyo a veces en los ojos de mar de una mujer enamorada, en el abrazo sobrio de un compañero de guerra, en los gritos de los críos alegres en los parques, y en el aroma de los restaurantes de los viejos puertos de mar. Lo veo frente a las canciones que un día nos desperezaron el corazón, al reencontrarme con los libros que nos calentaron las ganas de aventura, o en las fotos que admiro y recuerdo, como un día admiré las de los mayores que nunca conocí, en esas cajas viejas de los altillos de los muebles de la casa de verano, que nunca deberíamos dejar de abrir en vacaciones, para recordar que vivimos bajo la responsabilidad de continuar con fidelidad un linaje.
Sigo detrás de aquel crío que se escondía entre las hortensias y pintaba con piedra sobre placas de pizarra y, después de todo, si alguna vez en tus horas de estío, en tus madrugadas abrasadoras sin dormir, en los versos de algún bohemio enloquecido, lo encuentras, adivinas levemente las facciones de su figura, sean los rizos enormes, la bicicleta roja a cuestas, o la sombra espigada a su lado de un anciano de pasos levísimos; si alguna vez das con él, dile también que voy tras su estela, que eso me hace entender mejor los resbalones y devaneos del adulto que tengo a mi cargo, y que seguiré buscándolo otro año más, tan pronto como los periódicos se llenen de serpientes, los niños descubran la palabra libertad, las muchachas bonitas empapen sus pareos en la orilla, y broten en las noche cálidas nubes de vapores de jazmín.