De entre el verbo ágil e ingenioso de don Antonio Cánovas del Castillo, así como de sus sesudos escritos, la historia ha elegido un buen puñado de frases que han pasado al imaginario colectivo de los españoles. Sin duda, la más conocida es aquella que define a la política como el arte de lo posible, idea que se ha convertido casi en un manido tópico a fuerza de la repetición abusiva que de ella han hecho políticos y periodistas a lo largo de tanto tiempo.
Con gusto Cánovas hubiera suscrito la contundente frase. Sin embargo, José Luis Comellas, autor de una de las principales biografías sobre el estadista e intelectual malagueño, afirma que esta frase, tal cual, no aparece en ningún escrito ni discurso de don Antonio. Sí aparecen múltiples enunciados que recogen, aunque de forma más completa y compleja, esta misma idea. Así, Cánovas piensa que «la política es el arte de aplicar en cada época de la historia aquella parte del ideal que las circunstancias hacen posible» o que «la política es la realización en cada momento de la historia de la parte que en él es posible llevar a cabo de la aspiración ideal de una raza o de una generación entera de hombres».
Podríamos rescatar numerosas expresiones parecidas, siempre compartiendo la misma idea, aunque con ricos matices que las diferencian, pero siempre deja claro Cánovas, o lo deja entrever, que la política es ante todo un arte, no una ciencia, puesto que es «variable a diario». De esta manera, en el diario de sesiones del Senado, del 26 de junio de 1896, Cánovas reflexiona sobre la política y dice que «más que ciencia política, lo que se ha cultivado y se cultiva es el arte político, que está siempre y constantemente unido a las circunstancias».
La política, por tanto, como arte, requiere habilidad, táctica, intuición, sentido de la oportunidad y, por eso mismo, dialéctica, un dominio del juego que no está al alcance de todos, por no decir de sólo unos pocos. No niega Cánovas la existencia de una ciencia política, pero ésta es siempre menos rigurosa que el Derecho, otro ámbito que él domina con autoridad, ya que los códigos de la política se cambian con una facilidad impensable en la justicia.
Existe la posibilidad, al leer sin más profundidad estas frases, que el lector acabe por considerar que Cánovas defiende una política acomodaticia y oportunista, una política mutable en la que las prescripciones son pasajeras: lo que se defiende hoy, se ataca mañana, según la conveniencia y las circunstancias. Una política que, lamentablemente, se parece mucho a la que vivimos en la actualidad. Pero no es esa, ni mucho menos, la idea que tenía Cánovas de la política, por lo que no sería justo acusarle del más absoluto relativismo por estas afirmaciones sacadas, en la mayoría de las ocasiones, de contexto. De este modo, podemos hacer dos observaciones al respecto.
El circunstancialismo como necesidad
La primera es que, en el ejercicio de la política, todas las jugadas y maniobras, todas las flexibilidades y cesiones que se están dispuestas a realizar para hacer factible que se marche hacia delante, hacia el futuro, deben ser siempre respetuosas con la constitución interna de España, lo que él llama las «verdades madres». Éstas serían los principios y características históricas que definirían a una nación cómo es y cómo debe ser, esas verdades madres que marcan la esencia de nuestra nación a lo largo de la historia y que no deben nunca conculcarse ni obviarse.
En segundo lugar, para Cánovas el circunstancialismo no es un principio en sí mismo, sino una necesidad, un mal menor, si se prefiere. En política no hay más remedio que adaptarse a las circunstancias del momento, que son las que mandan, puesto que, si no se tienen en cuenta el daño que se haría a la sociedad, por omisión, sería mucho mayor que el que se produce al ceder en parte de nuestras ideas. Esa cesión sería en todo caso parcial, por lo que la política sería el arte de aplicar en cada momento aquella parte del ideal que las circunstancias hacen posible. Lo perfecto sería poder aplicar de forma completa el ideal político en el que se cree, pero las circunstancias ponen condiciones, por lo que «nosotros no hemos de hacer ni pretender todo lo que quisiéramos», como pronunciaría Cánovas en un discurso a sus correligionarios pronunciado el 19 de mayo de 1884.
Este es el auténtico circunstancialismo que el estadista e historiador profesa. Un circunstancialismo que procede del reconocimiento del pluralismo político, pues no es posible alcanzar el máximo desarrollo e implantación de un programa político sin despreciar de forma absoluta los programas de los adversarios políticos. El pluralismo significa concurrencia y ésta supone transacción. Es necesario, de esta forma, el consenso, el compromiso. Si no se cede una parte al adversario y éste, a su vez, no hace lo mismo se volvería al «todo o nada», al «tirarse unos a otros por la borda del sexenio revolucionario», como apunta Comellas en su obra.
Esto último es lo que desea Cánovas para la Restauración: poner fin a la política de exclusiones, porque pretender el dominio absoluto de las propias ideas sobre las de los demás sólo lleva al peligro de romper la baraja y dar rienda suelta a la violencia, al no entendimiento, a la inestabilidad. Ceder no es rendirse, como limitarse a hacer lo que las circunstancias permiten no es caer en el oportunismo. La política es el arte de la transacción, de modo que, como diría el 10 de julio de 1871 en el Congreso, «no existe posibilidad de gobernar sin transacciones lícitas, justas, honradas e inteligentes». Ésta es la única forma de llegar a consensos y pactos por el bien de una nación, la forma en que entendía la política un hombre de estado de los que echamos de menos durante estos días, tan necesarios de consensos y pactos de estado.