No encontrará usted los títulos de Christian Bobin entre los más vendidos de los grandes almacenes. Tampoco en las listas de grandes éxitos de Amazon. Ahórrese la búsqueda, es inútil, se lo adelanto. Quizá, si algún día visita a algún poeta no consagrado, o sea libre, descubra en un viejo estante un volumen de este escritor.
Fíjese en los que tienen cerca las flores, a Bobin le gusta sentirse acompañado de ellas. Probablemente, si aquel poeta le tiene respeto, Bobin estará rodeado de sus amigas en esa casa.
Languidecía el 24 de abril de 1951 cuando nuestro autor llegó a este mundo. Ocurrió en Creusot, un pueblo de la rica región francesa de Saône-et-Loire instalada entre los ríos que le dan nombre. A día de hoy, Creusot cuenta con poco más de 22.000 habitantes. Dista 60 kilómetros de Dijon y apenas 40 de la Borgoña: qué mejor entorno para que Bobin creciera desarrollando una finura sólo al alcance de los sencillos. Aunque hablaremos más tarde de eso.
Su padre era dibujante de la fábrica que la alemana Schneider tenía en Creusot; su madre, sus labores. El pequeño Christian se crió como todos los niños deberían criarse, entre afecto, que no sólo no es lo mismo que entre algodones sino que además es infinitamente superior. Pero además, Bobin creció con otro rasgo que le marcó, la introversión. Reconoce que fue un muchacho callado, a veces retraído, muy observador, que odiaba la escuela del pueblo porque le ahogaba y que en cambio experimentaba una liberación vivificante en los libros.
De las preguntas a la Filosofía
Desde muy pequeño se empezó a interesar por los títulos que leían sus padres en casa. Pasaba horas y horas solo, leyendo, devorando todo texto a su alcance. Pronto, empezaron a dejar de gustarle las novelas infantiles; no le cabía en la cabeza que alguien hubiera sido capaz de escribirlas. Y comenzó a hacerse preguntas cómo ésta. Cada vez más. Sobre todo aquello que permitiera un mínimo de curiosidad.
Lector voraz, pensador irremediable, decidió estudiar Filosofía cuando finalizó el Bachillerato. De la suma de ambos elementos nacería un poco más tarde el auténtico Bobin, el escritor. Hasta el momento, había ido nutriéndose de la crisálida de la infancia y la adolescencia. Faltaba que rompiera a volar, una vez asimiladas sus vivencias. Pero aún nos falta un sumando, un punto de vista más para alcanzar a ver el cuadro completo.
Y es que antes de decantarse por el amor a la sabiduría, a su búsqueda, Bobin estudió enfermería. No fue un pupilo raso, al uso. Él tuvo claro que si se dedicaba a aliviar dolores, a administrar fármacos y a acompañar a enfermos, sólo lo haría con los más difíciles, los más inquietantes. Y escogió la especialidad de psiquiatría.
Dar gracias por todo, en especial por lo pequeño
No son demasiadas circunstancias, hasta el momento, y pocas que se salgan de lo común. Nacer, crecer, estudiar, trabajar. Pero el joven Bobin ya daba muestras de su profunda sensibilidad cuando decidió él solito dedicarse a los enfermos mentales, a los locos. Personajes que nunca faltan en sus textos, por los que siente, junto con los niños, los presos y los pobres, una debilidad especial, insalvable. Los débiles le hacen débil a él, que es fuerte.
Abandonó este camino. En algún momento vio claro que no era lo suyo. El intelecto a veces reclama sus fueros perdidos, y el joven Bobin tenía una cabeza desaprovechada. Se entregó a la Filosofía volviéndose quizá más loco que muchos de sus pacientes, en muchos aspectos. No dejó de verles, para nuestra tranquilidad. Nunca lo ha hecho.
Durante los años universitarios, encontró un empleo en la biblioteca municipal de Autun, un pueblo cercano al suyo. Un pequeño adelanto del paraíso, pues no hay mayor placer para un lector con todas las letras que dedicarse a los libros, ¡y que le paguen por ello! A los pocos años, alguien le ofreció otro puesto de trabajo en el museo de Creusot. Nueva e inesperada maravilla para Bobin. Los que le conocen dicen que por entonces empezó a hablar de que hay que dar gracias por todo, en especial por lo pequeño. Y es que la colección de Creusot no era, digamos, boyante, pero nuestro amigo ya entreveía los tesoros de lo sencillo.
Del Bobin lector al Bobin escritor
No sería justo callarse que el museo sí contaba (y cuenta, a día de hoy) con algunas piezas selectas. Entre cristalería, cerámica, fotografías y carteles de las revoluciones industriales y algunos cuadros interesantes, Bobin trabajó feliz. Fueron años en los que se atrevió a escribir sus primeros textos serios, sobre objetos cotidianos, la naturaleza, la vida. Los envió a la revista Milieux y con gran gozo los vio publicados. Fue cuestión de tiempo y de talento que le nombraran editor de la cabecera.
Ahora sí, la metamorfosis está en marcha. El Bobin lector se va a transformar en el Bobin escritor. En 1977 la editorial Brandes da a luz su primer libro, Lettre pourpre, todavía no traducido al español, que alguien se dé por aludido.
Desde entonces, no ha parado. Lo suyo ha sido la literatura a tiempo completo, bien a través de la edición, bien mediante la escritura. Más tarde vinieron Le feu des chambres, Le Baiser de marbre noir y, en 1985, Souveraineté du vide, publicada en Fata Morgana, su editorial fetiche, junto con Gamillard. En ellas ha publicado la mayoría de sus obras; prácticamente, una por año.
El éxito, tal y como lo entiende el común de los mortales, no le llegó hasta 1991, con ‘Un simple vestido de fiesta’, primer título traducido a nuestra lengua. Decimos éxito porque en Bobin sí se cumple aquello de que es relativo, porque él ya se consideraba feliz sin el reconocimiento de la crítica, sin lectores entusiasmados, sin firmas de libros… La vanidad del autor aclamado le interesa más bien poco, y prueba de ello es su reticencia a ingresar en tal o cual corriente, a arropar y sentirse arropado por otros escritores o por editores de prestigio y de grandes beneficios. Su mundo sigue siendo el mismo: Creusot, su pueblo, su familia, unos días al año en la playa, sus libros, sus flores.
Un concepto novedoso de Dios
El culmen quizá fuera ‘Autorretrato con radiador’ (1997), un diario cuyo nervio central es la pérdida de la amada, no se sabe bien quién es exactamente: ¿su mujer, una amante, una hermana, una amiga? Nos deja en el misterio, el bueno de Bobin, y comparte con nosotros los detalles que le deslumbran como rayos de luz, todos muy nimios, muy poca cosa, por ejemplo un gorrión mojado por la lluvia que canta a pleno pulmón o una madre con su hijo pequeño, una imagen que le deja anonadado y nos lo contagia.
Se ha interesado por la literatura religiosa. Son varios los que hablan de El Bajísimo como una de sus mejores obras. Se trata una biografía nada convencional y puramente poética de san Francisco de Asís. Quien a buen árbol se arrima, buena sombra le cobija, y entendemos mejor a Bobin cuando leemos con disfrute este libro. En él introduce un concepto novedoso de Dios: no es el Altísimo, sino al contrario, el Bajísimo, pues está más cerca de los pigmeos de todo tipo que de los grandes, que parece que se bastan a ellos mismos.
Los últimos libros traducidos al español son ‘Elogio de la nada’ y ‘Resucitar’, un canto a la conversión permanente, no apto para no católicos, una pena. El primero es una declaración de intenciones. Le pidieron un artículo donde explicara, en fin, el sentido de la vida, de las ideas que le hacen sentirse bien, esa frase tan manida en la posmodernidad nuestra, y lo que le sale es una alabanza a eso, la nada. No como metáfora, sino la nada de verdad, la pura negación. Quizá no sea lo más conveniente hacer de spoiler en los tiempos que corren, pero podemos asegurar que el lector de Bobin termina como él en las pocas entrevistas que permite: estallando de júbilo cuando deja de dar importancia a aquello que parece que la tiene. En algún medio hablan de él como lector de Chesterton, y lo cierto es que sabe usar la paradoja, como demuestra en este librito.
En fin, ojalá Bobin termine también en su biblioteca. Invítele, hágame caso. Le conozco, sé que no se arrepentirá. Llévele un día al menos, de visita. Le aseguro que el autor ya no saldrá de su cuarto de estar o de su mesilla de noche. No querrá irse, probablemente esté muy a gusto. Pero si no sale de ahí, será sobre todo porque usted está encantado con su presencia. Sólo cabe agradecer a quienes nos han descubierto a este autor desconocido, cada vez menos, pues sus seguidores crecen. Pero la gratitud es infinita. La vida está más vacía una vez devoramos a Bobin, y ante esto sólo caben muchos sinceros gracias. Si es que alguien se atreve a leerle.