Quién podría haber predicho que una decena larga de estudiantes de la Universidad de Kansas llegarían, nerviosos, desorientados y desbordados de ilusión, a la abadía de Notre Dame de Fontgombault a mediados de los 70 para embarcarse en una aventura… religiosa.
Probablemente, si un adivino le hubiera vaticinado a alguno de ellos, en el primer año de carrera, que terminaría siendo monje, el susodicho le habría dado varias palmadas en la espalda mientras estallaba en unas sonoras carcajadas.
Y con razón, ya que la situación de entonces era la idónea para que no hubiera vocaciones de ningún tipo: unos Estados Unidos desmoralizados a cuenta de la guerra de Vietnam, especialmente la población joven, poco o nada orgullosa de su país; el mayo del 68 francés, que había dado alas a la libertad desbocada y mentirosa del prohibido prohibir; el despuntar del feminismo radical, empeñado en su batalla de entonces, que era el aborto; el auge del movimiento hippie, que cristalizaba un poco todo lo anterior y en forma de convivencia asilvestrada, desarraigo de la familia y la patria, drogas aquí y allá para alcanzar «la paz interior» y música desinhibida. Bueno, y desaliño, para desquitarse de la buena educación y los modales, que tanto encorsetaban a estos adolescentes.
Con semejante panorama, al que hay que añadir la pérdida a pasos agigantados de la fe, poco podía esperar la Iglesia católica de la juventud estadounidense (y por ende, de toda la occidental). Mejor echar las redes en otros mares, habríamos pensado nosotros, que aquí ya no hay cantera. Pero no sucedió así, ni mucho menos.
El programa Pearson
Verán: cuando un tal Philip Anderson, muchacho del Estado de Kansas, tenía 18 primaveras y acababa de ingresar en la Universidad estatal, llegó a su buzón un folleto que informaba de un seminario de Humanidades. «Grandes libros», lo habían nombrado, y se impartiría en su facultad. Ya es casualidad que el impreso fuera a parar a su casa, más aún que a Anderson le llamara la atención de entre toda la correspondencia (abundante entonces, que al correo electrónico todavía le quedaban años para existir), que el seminario se impartiera en las aulas que él frecuentaba y no digamos ya que decidiera presentarse a la entrevista.
Él mismo no sabe bien cómo, según contó en una reciente visita a Madrid, de la que fuimos felices testigos, pero superó la prueba y fue nombrado miembro del curso Pearson, la otra denominación del seminario. Pronto se dio cuenta, al igual que sus compañeros de pupitre, de que no se trataba de un programa académico más. La diferencia estaba en los profesores que lo dirigían: John Senior, Frank Nelick y Denis Quinn.
Anderson todavía recuerda varias anécdotas de los años felices del Pearson. Nos quedamos con ésta, por significativa, que relató con inmejorable buen humor en la abadía benedictina del Valle de los Caídos: en medio de una sesión del seminario, cuando profesores y alumnos comentaban un título de la literatura universal, irrumpió en el aula un joven que, correoso de rabia, comenzó a gritar con violencia «¡fuera fascistas!», haciendo aspavientos y gestos groseros a los docentes. Como se trataba de una escena habitual en la Universidad de aquellos años, debió de pensar que los alumnos del curso le secundarían para echarles casi a patadas, pero ante la pasividad de sus compañeros, el intruso, al que podríamos poner el sobrenombre de El Niñato, fue presa del desconcierto. Que creció cuando observó las reacciones de los profesores, cada uno a su estilo: Senior, el intelectual, le escudriñaba, pensativo y en silencio; Quinn, el práctico, le invitaba a marcharse diciéndole: «Usted no figura en la lista de admitidos, no puede estar aquí»; mientras que Nelick, oficial de la Armada en la reserva y héroe de la Segunda Guerra Mundial, musitaba con voz cavernosa: «Mirad cómo sale corriendo de aquí». Efectivamente, el chaval (o El Niñato) abandonó la sala, cabizbajo y avergonzado.
El cosquilleo de la vocación
Se trata de un ejemplo que demuestra perfectamente cómo Senior, Quinn y Nelick consiguieron cambiar, poco a poco, la vida de estos universitarios: la mayoría se convirtieron al catolicismo, y todos ellos, en unos hombres decididos a vivir su vida de una forma que mereciera la pena, aunque fuera a contracorriente de las modas y del pensamiento único.
De los conversos, jóvenes como Anderson, unos 10, comenzaron a sentir el cosquilleo de la vocación al celibato; más tarde, la concretaron hacia la vida religiosa. Para sus conocidos, se trató de un auténtico terremoto: ¿cómo era posible que estudiantes como ellos, que hasta hace poco empuñaban con desenfado el porro y lucían desgreñadas melenas, ahora quisieran hacerse curas? Pero todavía habría más sorpresas, porque Anderson y los otros 10 descubrieron que lo suyo era más radical, el monacato; y por último, no a una orden cualquiera, sino a la de san Benito. Y se decidieron a responder afirmativamente a esta llamada.
Una actitud llena de simbolismo, a nuestro entender: la benedictina fue la primera orden monacal europea y responsable de la evangelización del continente; no en vano, san Benito es uno de los patrones de la vieja Europa, uno de los causantes de que el cristianismo sea su raíz primaria. Así que ingresar en esta orden era toda una declaración de intenciones de estos jovenzuelos; estaban decididos a recristianizar esta civilización nuestra.
Un pulmón de espiritualidad en Estados Unidos
El proceso hasta hacerse monjes benedictinos no fue fácil ni rápido. A través de las gestiones de Senior, los aspirantes viajaron a Francia y se instalaron en la abadía de Notre Dame de Fontgombault, perteneciente a la congregación de Solesmes, para formarse y discernir si realmente se veían capaces de seguir adelante en esta empresa. Cuando decimos que fue un proceso largo, creemos que no exageramos, ya que se prolongó durante nada menos que 25 años, durante los cuales los aspirantes se empaparon de filosofía, teología, liturgia, Sagradas Escrituras, la propia regla del santo y de la vida diaria monacal.
A la previsible dificultad de la ascesis y el estudio se añadió otra, infravalorada por los aventureros: el francés, que ni lo entendían ni lo hablaban, y mucho menos, lo escribían. Anderson no duda en llamar «milagro de Dios» a cada día que pasaron en Fontgombault, bajo duras condiciones físicas, una espesa niebla, un frío acuchillante y sin entender ni una palabra de lo que los buenos monjes les decían.
Contra todo pronóstico, ya que las circunstancias invitaban a volverse cuanto antes a Kansas, los del Pearson no sólo sobrevivieron, sino que resistieron y se afianzaron en su vocación. Entretanto, habían transcurrido nada menos que 20 años. Fue entonces cuando el abad de Fontgombault decidió que siete de aquellos ex hippies estaban listos para formar su propia comunidad benedictina, junto con otros seis monjes más veteranos. Y es que ésa era la idea inicial, inspirada por Senior: fundar una abadía nada menos que en Estados Unidos; establecer un pulmón de espiritualidad en aquel país, tan necesitado de oxígeno moral, y enviarlo desde allí al resto de Occidente.
Una época dura en Hulbert
Un proyecto que era una locura, porque no es lo mismo levantar un centro comercial en suelo americano que una abadía. Encontrar un terreno adecuado y la financiación necesaria se asemejaba más a la búsqueda de oro en el Lejano Oeste que a una operación inmobiliaria corriente (pero es que esta historia poco o nada tiene de corriente). Su trabajo les costó a los monjes, que recorrieron prácticamente todo el país en busca del lugar más conveniente y dejando de paso escenas memorables en la retina y las neuronas de sus acompañantes: todavía se acuerda Anderson de la llegada, tras una extenuante jornada de visitas a distintas parcelas, de una decena de hambrientos cenobitas a un McDonald’s, en el que pasaron un buen rato eligiendo menú, mientras los clientes observaban estupefactos sus hábitos, y otro rato pidiendo a los camareros unos cubiertos con los que tomar las hamburguesas: el abad de Notre Dame se negaba a comer con las manos.
Al final dieron con el terreno donde ubicar la comunidad, y, oh casualidad, se encontraba a pocos kilómetros de la ciudad de Kansas, en cuya universidad comenzó esta aventura. Se trataba de Hulbert, un minúsculo municipio del estado de Oklahoma, en Cherokee County, a unos 400 kilómetros de distancia de la ciudad natal de Anderson y sus compañeros.
Allí, los monjes obtuvieron medios y autorización para instalar la comunidad de san Benito. Comenzaron por adecentar el terreno, además de ir levantando, un tanto pedestremente y como podían, los intentos de edificios donde ejercer la vida contemplativa. Fue una época dura, recuerda Anderson, de intenso trabajo físico, pero a la vez, llena de anécdotas hilarantes, como la de las mofetas: estos animales atestaban los alrededores de Hulbert, y, lejos de la ternura que despertaban a Disney y que plasmó en Bambi, causaron algún que otro problema a nuestros monjes. En una ocasión, uno de ellos se encontraba cavando una zanja en la parcela cuando un mefítido, molesto con el religioso, le lanzó un líquido apestoso desde donde el lomo pierde su casto nombre, como manda su especie. La pobre víctima corrió a asearse enseguida, pero en vano. Más tarde, cuando los monjes se reunieron en la improvisada capilla para la liturgia de las Horas, a varios de ellos les comenzó a llegar a la pituitaria un curioso, por no decir asqueroso, olor que les distraía sobremanera del rezo. Tan insoportable era que trataron de localizar de dónde provenía, y cuál sería su sorpresa al comprobar que no parecía venir de otro que de su compañero. Uno de ellos tuvo el valor de acercársele, y le dijo: «Creo que debería cambiarse de ropa». El aludido esbozó una pícara sonrisilla mientras le decía, encogiéndose de hombros: «Lo peor es que ya lo he hecho». Tuvieron historia de la intensa mofeta durante días.
Un rosario y un sagrario
En 1999, finalizaron los trabajos básicos y se constituyó el priorato de Nuestra Señora de la Anunciación de Clear Creek. Desde entonces, esta comunidad se ha desarrollado a la inversa, si seguimos la tendencia actual, ya que el número de vocaciones no deja de crecer. Decenas de jóvenes de todo el país, la mayoría universitarios, se han acercado a sus muros interesados en unirse a este grupo de monjes. No busquen explicación alguna a este fenómeno, si carecen de fe, porque no la hay: cómo universitarios con formación intelectual y profesional renuncian al matrimonio, deciden raparse, ponerse un hábito y dedicarse al milenario ora et labora; es decir, a la contemplación divina (rezar, vaya) y a trabajos manuales, agrícolas y ganaderos. Y es que, como en los viejos tiempos, los monjes de Clear Creek se autoabastecen explotando la tierra que les pertenece, mediante plantaciones, crianza de ganado vacuno y trabajos de carpintería y metalurgia.
Todo ello, con un objetivo de fondo nítido: seguir las enseñanzas de un tal John Senior, que inculcó a unos cuantos locos la importancia de los monasterios como focos de difusión del cristianismo y de la cultura clásica. La abadía de Clear Creek (obtuvo este estatus en 2010) reúne a su alrededor a un numeroso grupo de familias que han entendido la importancia de estos monjes que salvaguardan uno de los pilares de la civilización occidental: la antigua vida monástica, siguiendo a rajatabla la regla de san Benito, sin ceder un ápice a sus exigencias de austeridad, el uso de la liturgia preconciliar (cuánto se agradece el oírles hablar con Dios en latín) y el sinigual canto gregoriano.
Los edificios de la abadía de Clear Creek, terminados definitivamente en 2014, albergan un total de 60 monjes, capitaneados por el abad, nuestro ya conocido Philip Anderson, quien todavía no se cree del todo que su vida (una auténtica aventura) haya pasado de nihilista y hippie a terminar aquí, en un recóndito lugar de Oklahoma, en medio de las montañas de Ozark, dedicándose a enviar aire puro a toda la Iglesia sin más medios ni armas que un rosario y un sagrario. Como si fuera poco.