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La editorial Acantilado ha publicado recientemente la traducción de la tesis doctoral que Antoine Compagnon presentó en la Sorbona hace más de cuarenta años. Podría preguntarse el lector qué interés puede animar hoy la edición de un libro redactado a mediados de los setenta. A un saber enciclopédico que reúne tanto la práctica de los antiguos griegos y la exégesis alegórica medieval como la descripción de los procedimientos de Borges, la lectura de La segunda mano, o el trabajo de la cita (2020) añade hoy una pátina de melancolía.

En sus páginas, como en una fotografía antigua, se reconocen las huellas del tiempo sobre la tarea académica de aquellas escuelas estructuralistas que dominaron las universidades europeas en el último tercio del siglo XX. Nombres como los de Julia Kristeva, Tzvetan Todorov, A. Greimas, Umberto Eco o Roland Barthes forman el paisaje subterráneo que da vigor a este libro y que lo marca también ya como un documento de época.

La carrera de Compagnon se ha situado desde entonces en el camino de la moderación académica. Fiel a los principios básicos de la teoría y la crítica literarias, no ha renunciado a dar vueltas sobre las categorías historiográficas de la literatura. Tras la resaca generacional del 68, en algunos de sus sucesivos estudios se ha preguntado ¿Para qué sirve la literatura?, así como para advertir sobre las malignas bondades de El demonio de la teoría. En especial ha regresado una y otra vez al sentido de la escritura de algunos autores que para la cultura francesa constituyen -o constituían- el epítome de la modernidad europea: Michel de Montaigne, Charles Baudelaire o Marcel Proust.

Los antimodernos españoles

En España, Los antimodernos (2005), su obra más conocida, ha gozado de un prestigio de culto en cuanto resituaba la significación de un conjunto de autores que, por su ideología, habían sido preteridos durante largo tiempo, como René de Chateaubriand o Joseph de Maistre. Daba la impresión de que la idea de que los antimodernos son los modernos más radicales contribuía entre nosotros al impulso de reivindicación de autores a los que cada vez resulta más difícil sacar de encima el sambenito de escritores “falangistas” o “de derechas”.

De Rafael Sánchez Mazas a Álvaro Cunqueiro, sin olvidar las polémicas en torno a la figura de José María Pemán, todas las características que Compagnon atribuía a sus compatriotas podrían aplicarse a no pocos de nuestros olvidados literatos. Contrarrevolución, pesimismo, sublimidad o vituperación como actitudes literarias y políticas pueden rastrearse también, con sus matices singulares, en Madrid, de corte a checa, del conde de Foxá, o en Las siete columnas de Wenceslao Fernández Flórez.

Casi nadie ha lamentado lo suficiente que la traducción española de Los antimodernos nos haya hurtado a sus lectores iberoamericanos la segunda parte del original francés. Como si fuera un heredero de Sainte-Beuve, tras “las ideas” Compagnon estudió “los hombres”. En las relaciones que traza entre ellos se adivina un rasgo de la inteligencia francesa del siglo XX que a estas alturas no debiera sorprender. Que algunas de sus figuras posmodernas más icónicas, como Maurice Blanchot o Jacques Lacan, procedan por circunstancias familiares e ideológicas de la derecha católica forma parte de un paisaje en que, como hace Compagnon, no es extraño dibujar contactos entre Léon Bloy y el liberal Ernest Renan, Charles Péguy y el revolucionario George Sorel o el reaccionario Jean Paulhan y Roland Barthes. En nuestro país podría decirse que trazar genealogías de ese tipo continúa bajo el peso de los estatutos de limpieza ideológica.

Un estímulo para serguir el hilo

La Real Academia define cita como mención, pero también como “reunión o encuentro entre dos o más personas, previamente acordado”. Las obras de Compagnon mantienen su condición de estímulo para comenzar a estudiar también el hilo que las liga con nuestros antimodernos. Quedaría entonces seguir citándolos