Skip to main content

Miguel de Unamuno es el gran olvidado de la llamada Generación del 98. En los colegios apenas se toca su figura muy por encima y, si se hace, es para reiterar el falso relato de lo ocurrido en el paraninfo o para catalogarlo del “fascista” por su apoyo, hasta el final de sus días, al Bando Nacional. Murió, tal como una vez presintió, el 31 de Diciembre de 1936 gritando que Dios no podía abandonar a España. Que España se salvará porque tiene que salvarse. Salvo algunos pocos falangistas, sabedores de la admiración que “El Ausente” sentía por la persona y pensamiento de Don Miguel, nadie se interesó por él. Pronto fue echado al basurero de la historia y rechazado por filósofos y filólogos por creerle un hombre extravagante de pensamiento inútil. Pocos hoy intentamos hacerle justicia.

El tema fundamental en el pensamiento y la obra de Unamuno fue el hecho religioso. Su obsesión con el más allá no puede reducirse a un mero existencialismo; estaba enamorado de Cristo. Aunque hacía lo posible por no creer en Dios, por sumarse a la corriente agnóstica e irreligiosa reinante en la intelligentsia de la época, terminaba por creer. Ese sujeto particular, esa especie única e irrepetible que era Don Miguel, terminaba por rendirse a la infinita misericordia de Dios. Aquella que le maravillaba. De su propia religiosidad, trágica y agónica, llegó a afirmar en 1907:

“Mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de encontrarla mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con él luchó Jacob”

o

“¿No elogiamos a los que se dejaron matar peleando antes que rendirse? Pues esta es mi religión”

El salmantino, sin serlo de cuna, más eminente, nunca fue exactamente un católico. No podía serlo por su rechazo de la razón que tan común era en la época. La Ilustración vició la razón y nos hizo creer que esta se reducía a lo que podíamos conocer por los sentidos y la experimentación propia del método científico, acabando así con el concepto de razón propio de la tradición socrática y escolástica. La respuesta a la razón moderna, al racionalismo, fue, por desgracia, el irracionalismo. Don Miguel participó de ello y quedó admirado por la filosofía existencialista cristiana del pastor luterano Søren Kierkegaard. Tanto es así que incluso aprendió danés para poder leerlo en su lengua original. Unamuno rechazaba a Nietszche en su totalidad. Para el bilbaíno nada es más sencillo e insignificante que rebelarse contra Dios, negarlo y caer en un culto dionisíaco a la voluntad y a la vida. Lo verdaderamente heroico y valioso era investirte, tal como proponía Kierkegaard, de la “caballería de la Fe” y someterse a la voluntad y el amor de Dios aunque no existan en tu pensamiento razones para creer. Aunque esto conlleve una vida agónica, trágica y difícil. El combate constante.

Aún así, nuestro protagonista no era protestante pese a su alejamiento de la ritualística católica y al hecho de que estuviera convencido de la justificación por la Fe en un sentido cercano a las distintas denominaciones protestantes. No obstante, nunca formó parte de ninguna congregación ni luterana ni calvinista y, en su defensa de la tradición oral desde el mismo Jesús, hizo, sin pretenderlo, una defensa inconsciente de la Tradición Apostólica. Es más, pocas semanas antes de morir llegó a afirmar que solo la Iglesia Católica podía restaurar la moral en una España que se desangraba por la Guerra Civil. Unamuno era demasiado suyo, demasiado particular, demasiado solitario como para adherirse a confesión cristiana alguna. Su cristianismo era una síntesis muy particular entre la mística española y el pensamiento existencialista de Kierkegaard y Dostovieski. Tampoco olvidemos que en, a nuestro parecer, su novela más interesante, “San Manuel Bueno, Mártir”, refleja con verdadero cariño la cotidianidad católica y recomienda que, pese a las dudas existenciales que uno tenga, se viva, parafraseando a Benedicto XVI, “como si Dios existiera”.

Pese a su cuna vascongada de la que siempre hizo gala con su carácter agrio y brutal, Unamuno se convirtió en un autor castellano –que es una forma extensiva de ser vasco- y de corte barroco. Pero no de ese barroco alegre, sublime y florido sino del barroco tenso, dramático y claroscuro. Le conmovían especialmente aquellos Cristos sangrantes, sufrientes y amoratados tan propios de la iconografía española. Ese realismo dramático que produce en el hombre un sentimiento misterioso de misericordia hacia Dios de la misma manera que Dios la siente por nosotros. Ese dramatismo es una expresión más de la religiosidad propia de España, que tenía mucho de primitiva y, por ende, de verdad y tragedia.

Unamuno, aunque acudió varias veces a corridas de toros, no era un gran entusiasta de las mismas. Vale la pena recordar que a principios del siglo XX una corrida de toros tenía más de ejercicio cinegético en un espacio cerrado que de arte mayor. Sin embargo, veía en el espectáculo una representación perfecta de la religiosidad de los españoles, con una sangre en el albero que simboliza la tensión dramática de un pueblo que parece incapaz de amarse a sí mismo. Escribió:

“El toro es también una especie de cristo irracional, una víctima propiciatoria cuya sangre nos lava de no pocos pecados de barbarie. Y nos induce, sin embargo, a otros nuevos. ¿Pero es que el perdón no nos lleva, ¡miserables humanos!, a volver a pecar?”. 

Don Miguel veía en España un reducto premoderno, “africano como lo era San Agustín”, frente a la Europa moderna, racionalista y científica. Una suerte de “Cristiandad Menor”, aunque él nunca utilizaría dicho concepto. España era un país hecho en la frontera, de guerreros y místicos, ascetas e inquisidores. Gente dotada de una gravedad abnegada muy particular; Don Quijote y San Juan de la Cruz formarían la perfecta pareja de españolidad. Un interlocutor francés le dijo una vez a Unamuno que los españoles “adoraban a la muerte”. El tanto tiempo rector de la ilustre universidad salmantina le contestó con su particular vehemencia:

«No, ¡no! los españoles no damos culto a la muerte sino a la inmortalidad. La esperanza de vivir otra vida nos hace despreciar esta».

Aunque se hable mucho de su famosa polémica con Ortega, al que llamaba el “Bachiller Carrasco” de nuestro tiempo por su europeísmo y krausismo anterior a la Gran Guerra, más interesante es su polémica con Pío Baroja, en la que contó con el apoyo de Azorín. Su paisano decía que admiraba como al Norte de los Pirineos la gente era alegre y risueña, disfrutaba de la “joie de vivre” y de un modus vivendi hedonista que deseaba que España imitase. Unamuno contestó con virulencia a Baroja y clamó porque jamás España dejara de caracterizarse por la tragedia, la agonía, la abnegación, la austeridad, el misticismo y la tensión. Que siempre se caracterizada por su heroísmo y su ascética. Por el sentido agónico y combativo de la vida. Nunca antes un pueblo, como era el caso del español, había despreciado la vida de este mundo y deseado no haber nacido jamás. Un pueblo orientado hacia lo espiritual y lo sobrenatural frente al Occidente de entonces, materialista, mundano, hedonista y adorador de la ciencia. “¡Qué inventen ellos!, y nosotros lo copiaremos. Porque estoy convencido de que la luz eléctrica alumbra tan bien aquí como allí”, decía. Francia podría tener a Descartes pero jamás parirá personajes de la talla de San Juan de la Cruz, como tantas veces repetía.

No obstante, quizás Unamuno idealizaba, hasta cierto punto, la existencia de aquellos valores místicos y quijotescos que presumía en el pueblo español. Pese a sus choques con el Catolicismo más oficial, estaba defendiendo el prototipo antropológico de la España Imperial de la Contrarreforma. De hidalgos, místicos y soñadores. Sin embargo, ese prototipo de español ya estaba en profunda crisis a principios del siglo XX aunque existieran heroicos reductos de hidalguía y cristiano sentido trágico de la vida. Ya en la España de Goya, de las majas y los chulapos, se ha introducido el sensualismo y la “alegría de vivir” en nuestro pueblo, como apuntó en Zaragoza en 1935 José Antonio Primo de Rivera, el “joven más prometedor de Europa” según Unamuno. Es la vehemente y poco conocida anécdota de Ramiro de Maeztu en Aranjuez, dónde dijo, mientras estaba de vacaciones veraniegas, que, a diferencia de en El Escorial, allí no veía a Dios. Sí veía, por supuesto, mucha belleza.

Si Miguel de Unamuno viera la España de hoy poco encontraría de aquella españolidad que con tanto ahínco ensalzó salvo, quizás, algunos reductos casi insignificantes. Hoy el español vive absolutamente acongojado por la muerte, inmerso en una cotidianeidad sensual e insignificante. Charanga y pandereta en sus modos más nobles y folclóricos; cosmopolitismo indiferenciado en número creciente. Y no existe un estilo propio, una búsqueda de la vida difícil y sacrificada. El español ya no ve la vida como aquello que debe quemarse en una empresa grande. La España que ensalzaba Unamuno ya no existe ¿acaso existe España o es ya otra cosa?

Respecto a su cristianismo, pese a sus heterodoxias, dudas e influencias luteranas a partir de ciertas lecturas, hay mucho que aprender de él. A fin de cuentas Unamuno es el último gran místico español como se ve con claridad en sus poemas al Cristo de Velázquez. Su cristianismo personal, intimista y del corazón recuerda mucho a la vieja sabiduría monástica que quedó algo relegada por la Escolástica a partir del siglo XIII. Muchos católicos tendemos a la primacía de la razón pero otros tienden al sentimiento. Don Miguel es idóneo para ellos como remedio para que el verdadero sentimiento sustituya al sentimentalismo rampante y reinante. Y, sobre todo, porque lo que evitó que Unamuno cayera en el agnosticismo fue que en constante y diaria lucha se aferró a su Fe de la infancia –“De cierto os digo que si no os volvéis y os hacéis como niños no entraréis en el Reino de los Cielos” (Mt 18, 3)- y escribió en uno de sus más bellos poemas:

 “Agranda la puerta, padre,

porque no puedo pasar;

la hiciste para los niños,

yo he crecido a mi pesar.

Si no me agrandas la puerta,

achícame, por piedad;

vuélveme a la edad bendita

en que vivir es soñar”.