
George Soros, en el Festival de la Economía de Trento (Italia). | NICCOLÀ CARANTI
Se llamaba Michael Brown, tenía 18 años, era negro y murió tiroteado por un policía blanco en Ferguson, Missouri, en agosto de 2014. La muerte de Brown dio lugar durante una semana a violentos disturbios en la propia Ferguson y a protestas a lo largo y ancho de los Estados Unidos.
Nada pareció importar a algunos que, poco antes de morir, Brown hubiera participado en un atraco a mano armada y que del examen de los testigos oculares, de las pruebas balísticas y de los informes forenses, un jurado decretara que el policía en cuestión había actuado en legítima defensa.
Para los que aquel ya de por sí caluroso verano aumentaron en unos grados las temperaturas de Ferguson prendiendo fuego a lo que encontraron a su paso, la muerte del joven Brown, dijeran lo que dijeran los tribunales, era la enésima prueba de que, cada vez que un poli blanco del país veía a un hombre negro por la calle, desenfundaba como un resorte su arma reglamentaria, disparaba contra el sospechoso hasta la última bala del cargador y luego, si acaso, preguntaba.
Lo grave no es que esto lo creyeran los manifestantes más fanatizados, sino que fuera también el discurso de fondo de muchas de las organizaciones que aquellos días dieron cauce a la indignación. Porque las protestas de Ferguson, lejos de ser producto exclusivo de la espontaneidad, estuvieron perfectamente orquestadas.
Un sustancioso elemento en común

Disturbios en Ferguson, agosto de 2014. | LOAVESOFBREAD
No hablamos únicamente de organizaciones de defensa de los derechos civiles de los negros, también de otras a favor de la promoción de las minorías sexuales, la protección del medio ambiente, la financiación pública del aborto o la derogación de cualquier medida de seguridad nacional puesta en marcha por los Estados Unidos tras el 11-S, por poner solo unos ejemplos.
Cualquiera podía preguntarse con asombro qué pintaban estas y otras plataformas en el escenario donde había caído acribillado un joven delincuente afroamericano. Sin embargo, si se estaba a los estatutos, las declaraciones y las acciones de cada una, se comprobaría que a todas ellas les unía una actitud de sospecha permanente hacia los Estados Unidos y su manera de desenvolverse en el mundo y en la historia, es decir, el American way of life.
Les unía, además, que, en un momento u otro, todas habían recibido sustanciosas ayudas económicas -un total de 33 millones de dólares, según el Washington Times- de una misma persona: George Soros.
Un mundo distópicamente artificial
Aunque el hombre y el nombre empiezan a ser de sobra conocidos por el gran público, quizás lo sean menos sus orígenes. De hecho, cuando vino al mundo -Hungría, 1930- no lo hizo con su apellido de hoy, sino con el de Schwartz. Lo de Soros fue cosa de su padre, Tivadar, un abogado de Budapest que consagró su vida a la difusión del esperanto, lengua inventada en la década de 1880 con la vana pretensión de sustituir a todas las demás, para así avanzar en la construcción del mundo como algo homogéneo, sin particularidades de relieve, en definitiva, un lugar con geografía pero sin historia.
A la vista de los resultados, podría pensarse que el viejo Tivadar malgastó su vida en una causa pérdida y absurda, porque ¿alguien sabe de alguien que chapurree siquiera el esperanto? La cosa, no obstante, cambia cuando se tiene noticia de los resultados obtenidos por George, el hijo de Tivadar, en su prolongado esfuerzo de años por un mundo distópicamente artificial.
Es curioso, pero nada parece indicar que fuese 1944, el año en que los nazis entraron en Hungría marcando el paso de la oca, cuando nació en el pequeño George, a la sazón 14, su determinada determinación por ser “la conciencia del mundo”, como él mismo ha formulado su ambición en la vida.
El dinero es lo que mueve el mundo

Detención de judíos en Budapest (Hungría) en 1944.
Ese año, Tivadar Schwartz no escatimó dinero en proveerse a él, su mujer y sus dos hijos, de documentación falsa que los hiciera pasar por gentiles y no por lo que eran, judíos (no practicantes, es verdad, pero como si eso importara algo a los nazis). Debió de ser por entonces que su hijo George hizo un descubrimiento que luego no se cansaría de repetir a quien quisiera escucharlo: que el dinero es lo que mueve el mundo.
No fue la de los salvoconductos la única precaución que tomó Tivadar. También dividió en cuatro la unidad familiar, poniendo a cada miembro al abrigo de un hogar libre de sospecha de Budapest. Así, la caída de un Schwartz no conllevaría necesariamente la de los otros tres. George, el protagonista de esta historia, fue a parar al cuidado de un alto funcionario apellidado Baumbach.
Pero que nadie vea en este Baumbach un salvador de judíos, como pudieron serlo Oskar Schindler o Ángel Sanz Briz. Si Baumbach se jugó el tipo fue a cambio de dinero. Si no, no se explica que siguiera como si nada con su día a día profesional, consistente en presentarse en los domicilios de las familias judías de Budapest, anunciarles su deportación a Alemania, deportarlos, y requisar luego sus bienes.
Un mero espectador
Lo anterior lo sabemos por el propio Soros, quien tiene relatado que llegó a acompañar a Baumbach en algunas de sus visitas. A la pregunta de un periodista de la CBS en 1998 acerca de si la experiencia le supuso algún cargo de conciencia, Soros respondió que no, que su papel allí y entonces se limitó al de mero espectador. De haberle preguntado el presentador acerca de si la guerra le provocó algún trauma, quizás habría tenido que formular dos veces la pregunta, al no dar crédito a la respuesta, la misma que Soros no se ha cansado nunca de dar: que el año que los nazis entraron en Hungría lo recuerda como el más feliz de su vida.
Una vez repuestos del desconcierto, dedúzcase de lo anterior dos rasgos del carácter del personaje, apreciables a la temprana edad de 14 años. El primero, su capacidad para respirar hondo en situaciones donde a otros no les alcanza el aire. El segundo, su aplastante seguridad en sí mismo, que parece haberle acompañado siempre, a veces de forma exagerada, como cuando se comparó a sí mismo con Keynes, con Einstein o, ya puestos, con Dios (él, que es ateo). Pero no con un Dios cualquiera, sino con el Dios del Antiguo Testamento, un ser ubicuo y benevolente. Como alguna vez le hagan uno de esos cuestionarios tipos donde se pregunta por la principal virtud, el tío es capaz de responder que la modestia. Pero conjeturábamos acerca del momento exacto en que le nació a Soros su compromiso, llamémoslo, social. O político.
Karl Popper

Karl Popper.
Por lo que él mismo cuenta, debió de ser entre 1947 y 1952, los años en que estuvo matriculado en la muy prestigiosa London School of Economics. Allí impartía clases un profesor, Karl Popper, autor de un celebérrimo ensayo, La sociedad abierta y sus enemigos, la lectura del cual influyó en Soros como no lo había hecho ni lo haría nunca ningún otro texto.
Por hacer breve lo largo, aún con riesgo de caer en la imprecisión, sociedades abiertas serían aquellas que miran por el bien de la humanidad, todo lo contrario que las cerradas, que solo lo hacen por sus propios intereses. Además, estas últimas se definen por creerse superiores al resto, mientras que las primeras no. Sin embargo, al proponer Popper la defensa de estas frente a las otras, ¿no estaba reconociendo su superioridad? Si no, ¿de qué? El caso es que lo que Popper puso negro sobre blanco, Soros se juró a sí mismo llevarlo a cabo, costase lo que costase; para ser precisos, 18.000 millones de dólares.
Esa es la cantidad con que en octubre de hace un año dotó a su fundación, cifra a la que habría que sumar los miles de millones gastados desde que se metió en el papel de filántropo hasta hoy. Miles de millones destinados a sufragar todo tipo de causas, siempre que sirvieran a los propósitos de lo que el magnate llama la sociedad abierta (de hecho, su fundación lleva el nombre de Open Society).
El paradigma del especulador
De seguir el rastro de ese dinero, acabaríamos en lugares tan dispares como un taller para adiestrar a activistas sociales, el hogar en Irak de un sospechoso por terrorismo en los Estados Unidos o una sacristía extramuros de la Iglesia Católica donde se bendicen abortos, uniones entre personas del mismo sexo o muertes antes de tiempo. De nuevo, son solo unos ejemplos. La lista es infinita o casi.
Pero volviendo a los miles de millones de dólares, ni un solo centavo de esa cantidad astronómica de dinero lo recibió Soros en herencia de su padre, el viejo Tivadar, sino que lo hizo él especulando primero en la City londinense, luego en Wall Street y más adelante en los mercados que en el mundo son.
Tiene gracia, pero si hay una figura que detesta la izquierda es la del especulador, de la que es paradigma George Soros, quien, a su vez, es el campeón número uno del izquierdismo. Quizás por eso, nadie a ese lado del mapa político osa criticarlo, no sea que les deje sin subvención, posición de fuerza que le permite cabalgar tranquilamente contradicciones.
¿Apoya causas para ganar dinero o gana dinero para apoyarlas?

Manifestación en Barcelona la Diada de 2012.
Así, por un lado apoya los postulados del ecologismo más radical, ese que reverencia a la Pachamama, y por el otro tiene en propiedad 500.000 hectáreas de tierra en Argentina, donde pastan 150.000 cabezas de ganado, causantes -según los propios ecologistas- de altos niveles de polución en las aguas y de deforestación. Pero se trata de Soros. A él le está todo permitido.
Y es aquí y ahora donde toca plantearse la gran cuestión alrededor del personaje: ¿apoya causas para ganar dinero o gana dinero para apoyar causas? Mientras cada cual resuelve el dilema, el tipo lleva derrocados ya algunos Gobiernos y hundidas no pocas economías. Y raro es el día en que no abre los telediarios con una, dos o más noticias, aunque su nombre rara vez figure en titulares.
Sin ánimo de ser exhaustivos, Soros ha participado, directa o indirectamente, en los siguientes hitos de la historia reciente: las revoluciones de colores en la Europa del Este, el tambaleo de la libra inglesa en 1992, la crisis de las subprime, la primaveras árabes, el movimiento Ocupa Wall Street, la marcha de las mujeres sobre Washington, la llegada masiva de refugiados a Europa, el procés en Cataluña…
La suficiencia de una deidad
En todos estos escenarios, Soros ha aparecido, inyectado millones, ocupado un segundo plano y, cuando lo ha estimado oportuno, cerrado la oficina y desaparecido de allí, con rumbo a otro lugar donde el suelo se moviera bajo los pies y las aguas bajaran turbulentas.
Nada de lo que aquí se cuenta está sacado de uno de esos blogs escritos con letra amarilla sobre fondo negro, cuyos conspiranoicos mantenedores se pasan el día en pijama frente al ordenador y solo son capaces de acreditar un chapucero dominio del Photoshop. Todo lo que aquí se cuenta es información pública, en no pocas ocasiones confirmada por el mismísimo George Soros con la satisfacción con que se lucen las medallas los días de desfile.
Con satisfacción, sí, pero no con la suficiencia de una deidad que todo lo puede, pues en paralelo a sus victorias ha cosechado también sonoros fracasos: la victoria de Trump, el Brexit, el referéndum en Colombia o el citado procés (que no salió según la hoja de ruta). Más atrás en el tiempo, encontramos la reelección de George Bush en 2004, para evitar la cual Soros se gastó 24 millones de dólares financiando una superestructura que se llamó el ‘shadow party’ o partido (Demócrata, claro) en la sombra.
Pero ayer como hoy y hoy como mañana siempre ha habido, hay y habrá un puñado de deplorables dispuestos con lo poco que tengan a mano -su voto, por ejemplo- a aguarles la fiesta a los poderosos en la sombra y también a demostrarles que Liza Minnelli estaba equivocada cuando en la película Cabaret cantaba la canción aquella que decía: el dinero es lo que mueve el mundo.