En junio de 1979 moría John Wayne, y, con él, desaparecía la mitad del alma de un país. Pistolero de western, jugador de ese rugby con casco y sin reglas francesas que llaman «fútbol americano», y anticomunista. Había nacido en Iowa, que debe de ser algo así como nacer en Cuenca o en Palencia. Lo tenía todo. Se iba un hombre, el hombre. Tal como canta Loquillo, dejaba estaba vida quien encarnaba tres virtudes viriles, pues era «feo, fuerte y formal». En realidad, no era feo; simplemente, no era un guaperas, no tenía pinta de mirarse mucho al espejo. Habitualmente, representaba a personajes decididos, seguros, contundentes. De hecho, el mundo cambiaba a su alrededor, pero él no. Llegó a apoyar la guerra de Vietnam —cuando la entera intelligentsia y la piña de los «artistas» estaban en contra— e incluso pisoteó con alborozo todos los charcos de la incorrección política en una entrevista para Playboy. No en vano, Elsa Fernández–Santos nos dice al respecto en El País: «John Wayne dejó ver su racismo, machismo y homofobia frente a un Hollywood jipi que le irritaba; era un señor mayor con ideas reaccionarias».
Vale que The Duke ya era septuagenario, pero hay que tener en cuenta que lo mató nada más y nada menos que una bomba atómica. Sí, tal cual. Parece que ser que contrajo cáncer a resultas del rodaje de una película sobre mongoles en un desierto donde el Gobierno había realizado pruebas nucleares —una de las tantas ocurrencias ingeniosas de la industria del espectáculo. Casi la mitad del equipo de aquel largometraje falleció a causa de tumores malignos. Como homenaje en vida, su postrera actuación en el celuloide se tituló The Shootist —aquí en España, para que no quedaran dudas, lo tradujimos como El último pistolero. El argumento no era muy original: un profesional del revólver moría de cáncer y observaba cómo el progreso y los tranvías habían borrado toda huella de los rudos y épicos tiempos en que no había otro código civil que las balas, ni otro edificio público que el saloon —donde, si había mujeres, fumaban y sólo llevaban corsé.
A finales de 1979, los ayatolás se dieron cuenta de que, con Wayne muerto, y con el pacifista Carter en el número nosécuántos de la Avenida Pensilvania, podían asaltar impunemente —y con la bendición de Al·lah, el Clemente, el Misericordioso— la embajada de los Estados Unidos en Teherán y retener a su personal sine die. Quizá para intentar remediar todo este sindiós, los votantes eligieron por abrumadora mayoría a otro actor con facha —nunca mejor dicho—, de nuevo pistolero que masca tabaco y pregunta después de disparar. Nuevo, por decir algo. Porque Ronald Reagan era cuatro años más joven que Wayne. Así es como empezó la década de los 80 del siglo pasado: sin saber si había que resucitar al tío duro, o si había que buscar un nuevo modelo de virilidad. O de masculinidad.
El problema es que la ya citada guerra del Vietnam dejó tarada a mucha gente. Y los guionistas de cine entendieron que, tras haber exprimido todo el jugo posible al western —ya sólo quedaba el spaghetti y el crepuscular—, este conflicto absurdo, esta derrota vergonzosa, era el nuevo filón. Había que mostrar el trauma, flagelarse, iniciar la deconstrucción; que si Platoon, que si La chaqueta metálica, que si Nacido el 4 de julio, y una larga colección. Una especie de campeonato para ver quién se había vuelto más desalmado disparando su M16 contra los charlies. Pero ya en los 70 el público se había acostumbrado a las catástrofes —la saga de los Aeropuerto, el rascacielos aquel que ardía, las galletitas Soylent Green…— y a un proceso de pesadumbre e inversión moral y social que reflejan producciones como Tarde de perros o Kramer contra Kramer. Resultado: aparecen personajes como Sonny Crockett, el protagonista de una serie televisiva de enorme trascendencia, y que nos hablaba de un Miami más corrupto e irredento que soleado.
Miami Vice es un jalón en la historia de los varones del mundo occidental. Crockett introdujo casi todo lo que hoy nos parece justo y necesario: la inseguridad, algún complejo casi anecdótico —que si mi padre no me comprende, que si mi primera novia me la pegaba con mi mejor amigo, y chiquilladas de esas— al que aplicamos el lenitivo del sexo casual y el coqueteo con las drogas, las cremas de todo tipo, los peinados, ir a la moda, esmerarnos en ir desaliñados… Ya no nos bastaba con ser un poco golferas; teníamos que justificar que éramos golferas, porque el portero de nuestra casa volvió lisiado de Vietnam. La pretenciosa película American Psycho —basada en una novela— exaltó esta esclavitud patológica. Pero, por encima de los trajes bien cortados, se produjeron hallazgos que arrumbaban al desván más polvoriento todo cuanto antes se había considerado elegante. Así que empezamos a dejarnos «barbas de tres días» —para lo cual, se idearon maquinillas específicas—, entendimos que las chaquetas estaban para combinarse con vaqueros —a ser posible, rotos—, y que las camisetas son preferibles a las camisas. Eso sí: camisetas de Gucci, Hugo Boss, Versace, Armani, o Dolce & Gabbana, nada de Abanderado.
En los 90 se inventó una versión definitiva de este nuevo hombre. Porque Sonny Crockett, a fin de cuentas, era un outsider. No podía ser un arquetipo socialmente válido. Además, ligaba demasiado y quemaba gasolina a todo trapo con sus coches deportivos. Crockett era un canalla —a los canallas amateurs los llamamos «canallitas»—, como nuestro José Coronado, o como George Clooney —que se corta él solito el pelo con una máquina rudimentaria y barata. Ahora se trataba de lanzar al mercado un modelo mucho más elaborado, con muchos más ingredientes y mucho mejor medidos y contrastados. Aquel producto definitivo se llamaba Hugh Grant.
En quizá la mayoría de sus películas, Hugh Grant encarna siempre al mismo personaje. Es como la antítesis de Wayne, el antihéroe hodierno. Grant vive en Londres, pero en un barrio de clase media, aunque sin contaminación, ni pisos con goteras, ni tampoco vecinos que madruguen para conducir vagones de metro. Jamás ha trabajado en algo que requiera esfuerzo físico. Lo suyo es diseñar webs, vender libros en una tienda con menos clientes que la sastrería de Tarzán, o incluso ser Primer Ministro. Lleva el pelo con ese meticuloso descuido que tan bien les sienta a los británicos. El principal rasgo de su carácter es el titubeo; Hugh Grant y el aplomo son como Santiago Abascal y el Corán. Nos dijeron que aquello era una forma de expresar emociones, porque había que derribar lo que ya se denunciaba en la famosa canción de The Cure: boys don’t cry. Incluso nos dieron a entender que así se ligaba más. La hesitación como prólogo de la excitación.
Grant es el precursor de los «aliades». Un pionero. Es como el número cero de todo lo que ahora se considera homologado. ¿De qué fabrica, si no, han salido esos clones que apenas diferenciamos y nos gobiernan, como Pedro Sánchez, Justin Trudeau, Emmanuel Macron, Pablo Casado, Albert Rivera…? Ya no almorzamos huevos fritos con tocino, sino que tomamos un brunch de quinoa y espelta. Lógico, porque ya no vareamos olivos, ni acarreamos muebles, ni faenamos en la mar, sino que nos dedicamos a calls, reuniones de departamento con perspectiva de género, e informes win–win para alguna Big Four. El café ahora es de Starbucks o Nespresso —el reverso luminoso de Clooney—, y cosechado de manera sostenible y en «comercio justo», como nos dicen los chicos de Intermón (perdón, Oxfam). ¿Quién no ha oído que «tenemos que cuidar este planeta, porque no tenemos otro»?
Ya no ligamos, ni flirteamos, ni tonteamos, ni piropeamos. Todo eso queda prohibido por constituir «acoso». Ahora escuchamos, y en especial escuchamos cuanto nos ayude a descubrir nuestro lado femenino: nos interesa conocer los problemas menstruales de nuestras amigas, si prefieren tampón o compresa, anecdotario de cistitis, contratiempos en el suelo pélvico… Con excepción de Vox —ese fenómeno contestatario—, lo habitual es que un político —cualquiera que no desee vivaquear en el ostracismo de las instituciones— muestre cada mes su «solidaridad», asumiendo que «los hombres están matando a las mujeres» y que «el machismo es la gran lacra que jamás ha existido». Y, por supuesto, ahora —a estas alturas del siglo XXI— contamos con un puñado de amigos gays estupendos y no nos perdemos ningún Orgullo. De hecho, nuestra concejala favorita —ahora vicealcaldesa— llora de emoción cada vez que oficia una boda entre dos hombres. ¡Larga vida a la generación Hugh Grant!