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Mi madre tenía un vivísimo interés en que cumpliésemos punto por punto el decálogo mosaico, y le añadía de propina un mandamiento de su cosecha: «El undécimo: no molestar». Así aprendí que uno también es un legislador sobre la república independiente de su casa o, mejor dicho, sobre la baronía soberana sobre sí mismo. El recuerdo me inspiró un ejercicio que proponer a mis alumnos. Tras explicarles el dominio de sí que debe demostrar nuestra dignidad, les propuse que se promulgasen un decálogo de rígidas leyes privadas, o sea, de privi-legios, esto es, de reglas que ellos se diesen a sí mismos como los rectores implacables de su propio destino.

Como exigir es bastante más fácil que hacer, me comprometí a que yo también me dictaría mi código. Aunque uno es más partidario del Derecho Consuetudinario, ahora me alegro: me he quedado más claro. Aunque me trate de «tú», no me dirijo a nadie más que a mí. Uso el «tú testaferro» para darle más hierro a mi expresión y usar el imperativo con toda intensidad:

1. Ten muchas lealtades, pero ninguna servidumbre, salvo con tus padres. Eres el señor feudal de una casa pequeña: la tuya.

2. Que el número par de mullidas mejillas que ofrecer al que nos golpea ponga un límite de ofensas a tu mansedumbre o, siendo sinceros, a tu pereza. Una y dos. A la tercera, toca —lo siento— recitarte en pagano: Nemo me impune lacessit. En parte, por caridad: para enseñar al que no lo sabe lo feo que es ir por ahí ofendiendo al prójimo.

3. Multiplícate por tres, como mínimo. La vida es muy corta para hacer sólo una cosa en cada momento. Que lo que hagas, lo hagas y, si es posible, te sirva para varios objetivos sincrónicos; pero, además, hazlo siempre de modo que merezca ser materia de un poema, aunque sea humorístico o en prosa; y estáte, mientras tanto, haciéndolo bajo la mirada de Dios sin salirte del foco.

4. (Que ames a tu patria no puede ser un mandamiento porque te mana impetuoso del pecho.) Pero no te avergüences nunca de ese amor.

5. No ofendas a nadie. Es un trabajo innecesario que tu pereza puede eludir. Delega. Los que tienen que ofenderse, lo hacen solos.

6. Puedes hacer que casi todo sea bello. ¡Mira: hazlo!

7. No gain, no pain. Cobra tu trabajo. Quien no está dispuesto a pagarlo es quien más necesita que se lo cobres. En el peor de los casos, menos malo es que te tengan por avaricioso que por vanidoso. No vayan a pensar que escribes o enseñas por el regodeo de verte impreso o aplaudido o porque te consideras el excelso portador de un mensaje imprescindible para la Humanidad indigente.

8. Mentir es perder el tiempo.

9. Tiembla, pero sólo como los corceles mendocinos: «Mi caballo es andaluz/ de los que trajo Mendoza,/ que no tiene miedo al tigre/ pero tiembla ante la rosa».

10. Aplícate la reciprocidad, pero tú no la exijas. Natural que no te aprecie quien tú no aprecias y que te ignore el que ignoras. ¿Qué esperabas? Asumir eso da mucha libertad. Pero no esperes que te admire quien admiras ni le pongas a tu amor un peaje de vuelta, porque entonces sólo tú saldrías perdiendo.

11. Quien te confía un secreto, te hace su guardián. Quien te pide ayuda, te nombra caballero. Quien te valora más de lo que mereces, te ofrece un ideal. No defraudes a esos osados.

12. Tenle ley a la muerte: es el retrogusto de la vida.

[Es un decálogo de 12 normas, sí, como aquel para escritores que escribió Augusto Monterroso. Es la manera de darme holgura para sacar un diez en el decálogo sin dejar de contar con mis aleatorias debilidades.]