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Me extraña que todavía no haya un Pantomima Full dedicado a los que hemos hecho el Camino de Santiago. Es una de las mejores experiencias de mi vida. Pero respire tranquilo el lector: no he venido aquí a hablar de mi libro. Ni siquiera pretendo hacer un repaso sobre el apóstol que es Patrón de España —quien más quien menos conoce la historia. Tampoco quiero, aunque dé de sí, esbozar una clase de arquitectura ni hablar sobre qué es el Año Jacobeo que, por segunda vez (la anterior fue durante la Guerra Civil) y a causa de la pandemia, no es uno, sino dos: 2021 y 2022.

Igual que el Plan Xacobeo 93 propuesto por Manuel Fraga que buscaba revivir el Camino con un enfoque turístico-cultural y logró resultados socioeconómicos muy positivos, cabe preguntarse si el esplendor del Camino de Santiago en la Edad Media fue únicamente una suma de casualidades o si, por el contrario, hubo trabajo diplomático detrás o lo que hoy llamaríamos —si se me permite el término— lobbying o, quizá, una gran campaña de marketing.

El pasado diciembre, la Fundación Catedral de Santiago publicó La Catedral de los Caminos, un libro divulgativo (en una edición deliciosa, tanto en forma como contenido) a cargo de Yzquierdo Peyró, historiador del Arte especializado en el tema. En él, se combina la historia de la ciudad con la del templo, tan de la mano desde el medievo. Es destacable el período de las primeras décadas del siglo XII en el que el gran protagonista es Diego Gelmírez, sobre el que se conocen muchos datos gracias a la Historia Compostelana, una crónica de su vida y obras que él mismo ordenó redactar.

Gelmírez, nombrado obispo

Diego Gelmírez, arzobispo de Galicia

Designados por Alfonso VI, llegan a Santiago en el año 1090, Raimundo de Borgoña y doña Urraca (entonces infanta, hija de Alfonso VI) como condes de Galicia y eligen canciller de la diócesis de Santiago e Iria Flavia a Diego Gelmírez, un joven y espabilado clérigo. En 1100, cuando el Papa ya había aceptado la apostolicidad de la sede jacobea mediante la bula Veterum Synodalium, Gelmírez es nombrado obispo.

Al poco, con ocasión de un viaje a Roma, visita primero la abadía de Cluny y coincide con san Hugo, el Grande. Este le advierte de aguas pasadas que predispondrían al pontífice para recibir a un obispo compostelano con recelo, por un historial amplio de demandar demasiado en manejo de bienes terrenales y honores eclesiásticos. Tras la advertencia, Gelmírez se prepara para convencer al papa Pascual de que las cosas han cambiado y promete compromiso y fidelidad. En consecuencia, el papa le otorgará la dignidad del palio y, más adelante, gracias a un evidente esfuerzo por estrechar las relaciones, el Papa Calixto II elevará su diócesis al rango metropolitano.

Con este nuevo estatus, el territorio ganó privilegios como acuñar la moneda (potestad que ostentaban entonces los monarcas). La meta de esta concesión y de las rentas que se derivaban no era sino finalizar las obras del nuevo templo. Diego Gelmírez se tomó muy en serio esta empresa. De sus viajes, conocía las técnicas y el estilo románico de las construcciones de Toulouse, Conques, Cluny y Roma, y promovió el intercambio de obradores con tal de estar a la vanguardia del arte y conseguir su objetivo: ser un referente del románico europeo. Cristiandad, reino y señorío son los tres pies que sostenían la motivación del arzobispo y la construcción de la catedral se explica en ese conjunto que, como cuenta el libro antes mencionado, «no se trata ciertamente de comportamientos estancos, sino, más bien, de vasos bien comunicados por corrientes de influencias que circulan en una y otra dirección».

En relación con el impulso de la catedral, también desarrolló un gran proyecto urbanístico para Compostela y fomentó la cultura, logrando que se mostrara Santiago como una ciudad abierta y próspera. Igualmente, inició una serie de mejoras para la acogida de peregrinos, como la creación de hospitales y albergues y la canalización y abastecimiento de agua. Compostela se convirtió así en uno de los focos de mayor importancia eclesiástica, política, espiritual y cultural de Occidente.

Además de sus tareas como arzobispo, Gelmírez fue uno de los hombres de más relevancia en la política hispana. Obispó bajo el reinado de Alfonso VI, de la reina Doña Urraca y de Alfonso VII. Fue uno de los personajes decisivos en la crisis que se originó con la muerte de Alfonso VI e hizo de mediador entre los dos bandos, el que apoyaba el reinado de doña Urraca (y con él, los intereses imperiales leoneses) y el que apoyaba a Alfonso Raimúndez, hijo del primer matrimonio de Doña Urraca y Raimundo, y futuro Alfonso VII (que buscaban proteger los derechos de sucesión sobre Galicia).

Protesta contra el encarcelamiento

A pesar de que predominó la concordia entre don Diego y doña Urraca, no fue este un estado permanente. En una ocasión, doña Urraca mandó al calabozo a Gelmírez y al conocerse la noticia en Compostela, se preparó una sorpresa para la reina que había llegado para la solemnidad del Patrón: «Todos los canónigos, suprimiendo todo aparato y ornamento festivo, cubriéronse con capas negras y se presentaron con aspecto lúgubre manifestando tristeza; lo que fue molestísimo para la reina y sus cómplices». Sirva como ejemplo para reflejar la popularidad y el poder del que gozó en Santiago.

Palacio de Gelmírez

Por si fuera poco, Gelmírez impulsó la construcción de galeras y estableció la primera estrategia naval para defenderse de los ataques normandos y musulmanes al coordinar las fortificaciones que había por la costa atlántica. No era asunto que le resultara ajeno. Su padre había sido teniente del más principal destacamento: el Castellum Honesti, puerta de entrada a la Ría de Arosa, la que lleva a Santiago entrando por Iria Flavia y donde se luchó contra los normandos, o vikingos, que atacaban desde el norte; y con los sarracenos que pretendían recuperar terreno navegando desde el sur ibérico y otras orillas mediterráneas. Fue tal su éxito en la defensa que, sumado a sus méritos como arzobispo, Alfonso VII confió en él la primera cancillería castellana.

Como es fácil imaginar, el triunfo de un hombre de este calibre—audaz, inteligente, lleno de ideas y resolución para llevarlas a cabo­— terminó por despertar envidias. Ciertos grupos le afearon la libertad con la que gestionaba su archidiócesis y se le acusó de codicioso. Por ello, algunos canónigos compostelanos asaltaron su palacio cuando era ya mayor y estaba deteriorado. Aun así, conservó su poder hasta el día de su muerte, en el año 1140, y se ha mantenido desde entonces un halo de fascinación y misterio en torno a su figura, acentuado tal vez por desconocerse dónde está enterrado.