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En la historia militar española, hay relatos que brillan con luz propia, entrelazando hazañas y leyendas. Uno de esos es el de Sancho de Londoño, cuyo nombre evoca la imagen de un maestre de campo con una vida tan épica como las batallas que libró bajo las banderas de los Habsburgo, convirtiendo su nombre en sinónimo de valor y estrategia militar.

Primeros Años: El Destino del «león de Hormilla»

Nacido alrededor de 1515 en el seno de la nobleza castellana, Sancho de Londoño emergió de las tierras riojanas de Hormilla, en el corazón de España. Cuna de guerreros y coto de sangre azul, su linaje se remontaba a un entramado de hidalguía y servicio a la Corona. Era el primogénito de Antonio de Londoño, señor de Hormilla, y de Ana Martínez de Ariz, de Nájera.

Su educación, iniciada en la prestigiosa universidad de Alcalá de Henares, le otorgó el dominio del latín y las matemáticas, así como el gusto por los libros que supo coleccionar muy bien llegando a tener una biblioteca de la que presumía en sus escritos. Su formación, sin duda, pulió su ingenio, y aunque su camino pudo haberse vestido con el manto eclesiástico, fue la espada la que sedujo su alma. Se decía que su pluma se deslizaba entre versos y tratados con la misma destreza con que su espada se batía en duelo. Sus composiciones poéticas, aún inéditas y custodiadas en la Biblioteca Nacional de España, hablan de un guerrero que también era un hombre de letras.

Como él mismo escribió: «Yo profesé, como sabéis, la espada, mas nunca aborrescí la pluma que no le diese alguna trasnochada». La dualidad de su ser, marcada por el filo y la tinta, preludiaba la leyenda que estaba por escribirse con sangre y honor.

De Piquero a Leyenda

Su servicio comenzó en 1542 como piquero en Pamplona, bajo las órdenes del duque de Alba. Desde allí, su espada lo llevó a Alemania y más tarde a Metz, donde se unió al ejército de Carlos V en su marcha hacia París. Londoño participó en la campaña del Danubio y, aunque los detalles son difusos, es probable que su figura emergiera en la batalla de Mühlberg en 1547 combatiendo contra las fuerzas de la Liga Esmalcada. Su ascenso fue meteórico, y pronto fue nombrado teniente de caballos ligeros y más tarde capitán de infantería.

Su brillante hoja de servicios nos relata cómo, desde su primera comisión, no perdió ni un palmo de tierra bajo su mando, afirmando que siempre se ganaron plazas fuertes «con poquísima efusión de sangre de amigos y mucha de enemigos». La fortuna parecía sonreírle, pues jamás fue herido en ninguna de las batallas que libró.

En 1552, Londoño se encontraba entre los soldados que sitiaron sin éxito Metz. Como capitán de infantería, su liderazgo se puso a prueba en las murallas de una ciudad que resistía con uñas y dientes la embestida imperial. El siguiente año, el asedio de Montalcino en Italia demandó nuevamente su experiencia, y en 1554, su devoción y servicio al emperador se vieron recompensados con la concesión del hábito de la orden de Santiago, una de las distinciones más prestigiosas que un caballero podía obtener.

La primavera de 1554 año encontró a Sancho de vuelta en Hormilla, tratando de retomar el legado de su padre, pero su descanso en la patria sería breve. En 1555, el llamado de la guerra lo llevó a los Países Bajos españoles, nuevamente bajo la tutela del Gran duque de Alba, su protector y figura clave en la política militar de la época. Al año siguiente, el destino lo arrastró a las costas de Nápoles, esta vez, como capitán de la guardia del duque, Londoño participó en la invasión de los Estados Pontificios, una campaña ambiciosa que buscaba expandir la influencia imperial en la península itálica.

Maestre de Campo y Diplomático

Su carrera lo llevó, en 1558, a ser Maestre de Campo del Tercio Viejo de Lombardía (acuartelado en Milán), título que, en los ejércitos de la España del siglo XVI, era mucho más que un rango; era el reconocimiento de un liderazgo probado, de una competencia militar inigualable y de una devoción férrea a la corona, ya por entonces con Felipe II, y la patria. Quedando a las órdenes del duque de Sessa y luego de Gabriel de la Cueva.

Entre 1559 y 1564, gobernó el presidio de Asti, en el Piamonte, un punto estratégico de gran importancia para el imperio. Sin embargo, los desacuerdos con el duque del Alburquerque, su sucesor, lo llevaron a solicitar el retiro, una petición que no le fue concedida.

Las compañías bajo el mando de Don Sancho de Londoño destacaban como una tropa de élite dentro de la estructura militar de la época, una distinción que las ponía en alto relieve frente a otros tercios. Este prestigio y reconocimiento no surgían de la nada; estaban cimentados en la composición misma del tercio, que aglutinaba una notable cantidad de nobles ansiosos por demostrar su valentía y habilidad en combate como capitanes. Esta concentración de nobleza y «gente de lustre», como afirmaba Don Sancho, no sólo aportaba un cierto «caché» social a la unidad, sino que también garantizaba un nivel de entrenamiento, disciplina y experiencia en batalla que superaba al del soldado promedio.

Estos hombres magníficos, como los describe Don Sancho, eran instruidos en el arte de la guerra bajo capitanes muy motivados y experimentados, lo cual les confería una capacidad táctica y estratégica superior. La reputación de la tropa se extendía más allá de las palabras de su líder, al grado de que sus servicios fueron requeridos para misiones de vital importancia para el imperio español, como lo fueron el socorro de Orán el 10 de junio de 1563 y la posterior conquista del Peñón de Vélez de la Gomera el 6 de septiembre de 1564. Estas acciones no sólo necesitaban de fuerzas capacitadas, sino de soldados que pudieran operar efectivamente bajo condiciones extremas y enfrentar desafíos de gran magnitud como demostrarán más tarde en Malta.

El propio Don Sancho se convertía así en un emblema de este grupo de élite, un soldado «con fortuna», que se mantenía invicto y sin heridas en batalla, combinando a la perfección el arte de la guerra con el conocimiento académico, tal como Cervantes idealizaba en el Quijote:

 

 Alcanzar alguno a ser eminente en letras le cuesta tiempo, vigilias, hambre, desnudez, váguidos de cabeza, indigestiones de estómago y otras cosas a estas adherentes, que en parte ya las tengo referidas;

mas llegar uno por sus términos a ser buen soldado le cuesta todo lo que al estudiante, en tanto mayor grado, que no tiene comparación, porque a cada paso está a pique de perder la vida

( Don Quijote , capítulo XXXVIII, I parte)

En 1564 y 1565, la carrera de Londoño tomó un giro hacia la diplomacia. Su misión en Suiza con los grisones tenía un objetivo crucial: asegurar El Camino Español, esa famosa ruta que unía Italia con Alemania y los Países Bajos. Sin embargo, la política era otra guerra y no siempre una victoria aseguraba el éxito. Los grisones, con la independencia férrea de los pueblos de montaña, prefirieron pactar con Francia, dejando a Londoño con el sabor de una amarga derrota, algo que nunca había saboreado en los campos de batalla.

El Asedio de Malta y las Últimas Campañas: Defensa y Legado

A principios de 1565, Londoño retornó a Asti, donde la serenidad de los días de guarnición se vería pronto interrumpida por una llamada urgente: la isla de Malta, baluarte de los Caballeros Hospitalarios, estaba bajo el acoso del poder otomano. A finales de mayo, se le ordenó prepararse para acudir en socorro de la sitiada isla. En junio de ese mismo año, Londoño, al lado de Gonzalo de Bracamonte, se embarcó en la arriesgada empresa de auxiliar a Malta, enfrentándose a la formidable flota turca.

En marzo de 1566, estaba de regreso en la península, concretamente en Barcelona, donde se entregó a la labor de organizar el embarque de diez compañías compuestas por soldados bisoños, aún verdes en el arte de la guerra. No mucho después, Londoño regresó a Malta para sumarse de nuevo a la defensa de la plaza, que se había convertido en un símbolo de la resistencia cristiana en el Mediterráneo. En octubre de ese año, llegó a Génova acompañado por su capitán, Francisco de Valdés, cerrando así un capítulo más en su vida de compromisos bélicos.

El destino de Londoño y su Tercio de Lombardía estaba fatalmente ligado a los Países Bajos, donde los ecos de la guerra de Flandes empezaban a resonar. En junio de 1567, partió hacia aquellos territorios, de nuevo junto al duque de Alba, quien ya dirigía las fuerzas españolas en los albores del conflicto. Londoño se distinguió en la batalla de Nimega y, más tarde, fue destinado a Lier, un escenario que pondría a prueba su experiencia militar y su salud ya mermada.

A petición del duque de Alba, escribió en tres meses un tratado militar que concluyó en Lier el 8 de abril de 1568; fue titulado «Discurso sobre la forma de reducir la disciplina militar al mejor y antiguo estado». Por aquellas fechas la enfermedad había comenzado a mermar sus fuerzas, pero Londoño no se apartó del deber combatiendo en la batalla de Dalheim, tras la cual manifestó por escrito su frustración al no poder actuar como deseaba, ni a pie ni a caballo, en una comunicación dirigida a Alba y Alburquerque.

A pesar de esta adversidad, un cuerpo de soldados de élite liderado por el propio Londoño, logró un éxito rotundo. Londoño y sus hombres, superados en número, tomaron las trincheras en menos de media hora y dejaron solo unos pocos supervivientes. Estos supervivientes se refugiaron en Dahlheim con su capitán y, al final, también fueron capturados. Los españoles sufrieron la pérdida de 20 hombres, mientras que los rebeldes perdieron 3.000. Pero la campaña del Maestre don Sancho, contra los rebeldes, no terminó ahí. En octubre, muy debilitado por los dolores, lideró a sus tropas contra las fuerzas de Guillermo de Orange en las orillas del río Mosa, demostrando una vez más su portentoso espíritu guerrero.

El Último Aliento

En la navidad de 1568, la ciudad de Amberes fue testigo del empeoramiento de su salud. Los meses de enfermedad habían mermado la fortaleza que una vez lo caracterizó en los campos de batalla. A finales de mayo de 1569, Londoño encontró su fin lejos de su España natal, no en la gloria del combate que tanto había anhelado, sino vencido por las dolencias y las fiebres, muy posiblemente, provocadas por un cuadro articular infectivo, que no tuvo cura, en parte, por el mal clima de Flandes.

Aun así, tuvo fuerzas para dictar su última voluntad en la localidad de Lier, no sin antes quejarse por la ausencia de sol en el mismo escrito, asegurándose de que su hermana y su alférez fueran los beneficiarios de su herencia.

Su fallecimiento, presumiblemente en el pueblo de Amby (hoy un barrio de Masstricht) marcó el fin de una era para aquellos que veían en él la encarnación del ideal militar de su tiempo, algo que él mismo no consideraba, pues en sus escritos calificaba su vida de fracaso, «un desengaño», ya que no pudo restaurar su patrimonio «con el coselete y con la pica». Pero no tenía razón, basta una mirada rápida a sus gestas y escritos para admirar la vida de un soldado que siempre cumplió con la Corona y que dejó tratados de gran importancia que las generaciones posteriores admirarán, y con ello recordarán su vida.

El Arte Militar y la Pluma: Su legado

Sancho de Londoño no sólo fue un oficial excepcional; también fue un pensador y escritor cuyas obras son reflejo de un hombre cultivado y con profunda sabiduría. Su «Libro del arte militar», escrito hacia 1564 y publicado póstumamente en 1596, y su «Discurso de la forma de reducir la disciplina a mejor y antiguo estado», son los dos mejores testamentos de su visión y comprensión de la guerra.

En estos textos, revela su filosofía de liderazgo y esboza un manual de táctica, influenciado por las enseñanzas del duque de Alba. Incluso se le atribuye ser el interlocutor en el «Diálogo Militar» publicado por Francisco Valdés, donde se destila la esencia de esa escuela militar que el Gran Duque había forjado.

Como reza un proverbio de la época, «Nada muere si se recuerda», y así, la memoria de este caballero sigue viva en la historia, narrando la saga de un hombre que luchó con honor en la compleja Europa del siglo XVI.

 

 

Créditos (Imagen de cabecera): Jordi Bru