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Dios de repente: la fulminante conversión de dos intelectuales del siglo XX

El escritor André Frossard, retratado en Lyon en 1987. | Marcos Quiñones

Cuando el 8 de julio de 1935 André Frossard franqueó la puerta de una capilla de la calle Ulm (París),creía que la religión era una superstición propia de épocas pasadas. Sólo entró para buscar a un amigo con el que había quedado para almorzar. Salió cinco minutos después convertido al catolicismo, abrazado a una fe que le acompañaría durante los 60 años que le quedaban por vivir.

¿Qué pasó durante esos cinco minutos? Hemos de reconocer que nada. Entró y escuchó a unas señoras, quizás monjas–se dijo–, recitando algo. Repasó el entorno para ver dónde se había metido su amigo, y entonces… ¿qué? Nada; al menos nada que se pueda describir. Frossard lo compara con un paseante que al doblar una esquina, en lugar de encontrar la consabida calle, tropezara con un mar infinito cuyas olas rompieran contra las fachadas de los edificios. Ahora bien, eso no es más que una imagen.

Lo que en realidad pasó fue que, de un momento a otro, y vaya usted a saber por qué, Dios evidenció su existencia a un joven que fortuitamente había entrado en una capilla. En un pestañeo y sin motivo aparente, el incrédulo se siente resquebrajado y exclama: «Él es la realidad, Él es la verdad». Un flechazo a lo divino, un fogonazo de certeza, un relámpago por el que Frossard recibe la confirmación de que Dios existe, y que además es Cristo, y que –el colmo ya– le ama con un amor inefable.

La Gracia

¿Cómo fue? ¿Cómo supo de golpe y porrazo todo aquello? Frossard mismo no acierta a concretarlo y lo justifica en su libro ‘Dios existe: yo me lo encontré’ con otra imagen: «El pintor a quien fuera dado entrever colores desconocidos, ¿con qué los pintaría?». El lenguaje naufraga al intentar trasladar una experiencia que es meridiana para quien la sufre pero imposible de trasmitir al resto. Aquí no funcionan los mecanismos del milagro por el que, al acontecer lo inexplicable, se deja entrever la mano de Dios. No, en este caso no sucede nada, nada prodigioso más allá de que a un sujeto concreto Dios mismo le confirma su existencia; y una vez confirmada, ésta se derrama con prodigalidad y lo ilumina todo con una luz más cierta que la del mediodía, que escribió el de Fontiveros.

Frossard con su libro ‘Dios existe’.

El padre de André Frossard, uno de los fundadores del Partido Comunista francés, creyó que a su hijo lo habían «hechizado» –imaginen cómo llegó a casa, diciendo qué desatinos–, así que lo llevó al médico. El facultativo, del que se apostilla que era ateo y buen socialista, no tardó en dar un diagnóstico: era la Gracia, dijo, una especie de alucinación religiosa por la que, sin embargo, no había que preocuparse, pues a lo sumo duraría un par de años. Erró a medias: en efecto, era la Gracia, pero duró, como ya saben, 60 años, es decir, lo mismo que duró el propio Frossard, al que aún le dio tiempo de ser editorialista del Paris-Match, escribir una columna diaria en Le Figaro e ingresar en la Academia Francesa en 1987.

En resumen: Dios, que por lo general se muestra discreto –podríamos decir escondido, esquivo, camuflado– en este mundo, se inclina hacia alguien y le da a conocer lo que para el resto es materia de fe. Y esta revelación no es la consecuencia de un proceso ascético, sino un rayo que fulmina de forma gratuita e inmotivada, en este caso, a un joven ateo de extrema izquierda para el que la religión era un cuento fantástico. Pues bien, Dios le pone en la boca una certeza que los demás no cataremos hasta después de la muerte:

«Se darán cuenta, con el mismo asombro que yo experimenté el día de mi conversión –y que todavía me dura– […] que eran fundadas todas las esperanzas cristianas, incluso las más locas, que todavía no lo serán bastante para dar una justa idea de la prodigalidad divina. […] ¿Cómo puede ser eso? Yo no lo sé, lo ignoro por completo, pero sé que lo que digo es verdad«. (Frossard, Preguntas sobre Dios, 188).

«Era otro, el de hace 1.000 años»

Los especialistas llaman a este tipo de conversión «paulina» por el parentesco con lo acaecido a Pablo de Tarso. Según narran los Hechos de los Apóstoles, camino de Damasco, adonde se dirigía para luchar contra la secta cristina, Pablo es derribado por una luz que le deja ciego. «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?». El perseguidor se convierte, recibe el bautismo e inicia una tarea de apostolado y estructuración teológica cuyas consecuencias el lector conoce.

Tal y como Cristo explicó a Nicodemo, Pablo nació por segunda vez sin volver al vientre de su madre. Porque la conversión implica un cambio, una sacudida brutal que primero es destructiva y, acto seguido, creadora.Por su parte, Paul Claudel, poeta y también converso súbito, habló de un «hombre al que se le arrancara la piel para trasplantarla un cuerpo extraño». Pero si quisiéramos abandonar el ámbito metafórico –tan digno siempre de sospecha–, tenemos el caso de Manuel García Morente, destacado filósofo español, quien, tras sufrir una conversión semejante, tuvo incluso que mirarse al espejo para comprobar que seguía siendo el mismo: «Aquel del espejo era otro, el de ayer, el de hace 1.000 años«.

El propio García Morente relata su conversión en una carta que sería publicada tras su muerte con el título de ‘El «Hecho» Extraordinario’. Al igual que Frossard, el filósofo español estaba alejado de cualquier creencia y acabaría, de forma imprevista, convertido al catolicismo por una experiencia análoga. También ocurrió en París, donde había llegado huyendo de la Guerra Civil española. Seis meses después de su partida, en la madrugada del 30 de abril de 1937, García Morente, como alguien al que hubiesen arrojado desde un avión, cayó en el seno de la Iglesia.

A Dios se le puede amar

Manuel García Morente.

Desde su llegada a París, la obsesión del filósofo fue lograr que sus hijas –era viudo–pudieran salir de España para reunirse con él; no obstante, uno tras otro, sus intentos eran meticulosamente desbaratados. La impotencia empezó a hacer mella en su ánimo y le surgió la idea, «extrañísima en mí, que no era creyente», de que Dios le estaba castigando por haber abandonado a los suyos para salvar el cuello. Por supuesto, al instante descartó la idea por pueril y supersticiosa. Con todo, una intuición, pequeña pero contumaz, se resistió a abandonarlo: «Dijérase que algún poder incógnito, dueño absoluto del acontecer humano, arreglaba sin mí todo lo mío».

Como filósofo reputado que era, intentó pensarlo fríamente. De un lado la razón, que o bien se resistía a cualquier tipo de disposición divina, o bien la adjudicaba a un demiurgo lejano, borroso, casi maquinal; del otro lado la intuición, que una y otra vez le hacía caer en la idea de un Dios que se inclinaba hacia el ser humano. Y el debate fue duro, porque que Dios exista, todavía, pero que no tenga otra cosa que hacer que intervenir en los tejemanejes del hombre… El agotamiento llegó antes que las conclusiones y para distraerse encendió la radio: sonaba ‘La infancia de Jesús’ de Hector Berlioz.

En su mente empezaron a desfilar, en sintonía con la pieza, imágenes de la infancia de Cristo y de su vida pública. Finalmente, al evocar la Pasión, vio que los brazos del Crucificado se extendían y extendían hasta abarcar amorosamente a una muchedumbre. Y todas esas mujeres, hombres y niños empezaron a ascender por el madero, que también crecía y crecía para perderse sobre las nubes, sobre el cielo, hasta desembocar en una luz inenarrable y salvífica. Y García Morente sintió que se quedaba atrás, excluido de aquella multitud redimida. Y entonces comprendió y abrazó lo que antes su pensamiento rehusaba, un hecho escandaloso: «A ningún antiguo, ni siquiera a los judíos, pudo ocurrírsele nunca que a Dios se le pueda amar«. El demiurgo filosófico y abstracto quedó entonces abolido por el Dios que, por amor a su criatura, se había hecho hombre y había sufrido lo indecible por él.

La certeza activa

En su carta, García Morente sostiene que aquellas visiones fueron suscitadas por la música de Berlioz; pero, sea como fuere, lo cierto es que cristalizaron su conversión al catolicismo. «Es verdaderamente extraordinario e incomprensible –admite– cómo una transformación tan profunda pueda verificarse en tan poco tiempo». Antes de quedar dormido, intentó rezar el Padrenuestro, pero comprobó, con un punto de escándalo, que no podía: no lo recordaba.

Despertó poco después, como se dice en estas tierras, con el corazón encogido, con el presentimiento de que algo estaba a punto de suceder, algo terrible y maravilloso. Se levanta, abre las ventanas para dejar entrar el aire y, al volverse, «allí estaba Él». No se explica de qué manera, pero, sin sombra de duda, está ahí; «sin ver, ni oír, ni oler, ni gustar, ni tocar nada, le percibía con absoluta e indubitable evidencia». Siente la mirada de Dios sobre él, y no de forma metafórica, ni siquiera como presupuesto teológico –Dios está en todas partes, etcétera–; lo siente junto a él, allí, presente, mirándolo durante… tampoco lo sabe, aunque lo mismo sería que hubiera durado un segundo que un milenio.

Es, como en el caso de Frossard, la certeza activa, la que el hombre no encuentra ni a través del pensamiento ni de los sentidos, sino que está allí, autónoma, dejándose «ver» por propia iniciativa; como si la Verdad no fuera algo, sino Alguien que, de vez en cuando, sin saberse por qué, abandona la discreción y abofetea a un hijo de vecino para que despierte. Es una experiencia mística, sólo que, en el caso concreto de García Morente, en alguien que ni siquiera sabía recitar el Padrenuestro. Parece como si, a veces, Dios se congratulara en este tipo de iniciativas que no consulta con nadie, ni siquiera con los teólogos.