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Hay un estrés doble (un dos por tres) aparejado al placer de recibir libros de regalo. Primer estrés sobrevenido: ¿y el tiempo para leerlos dónde lo regalan? Segundo estrés: y aunque los lea, ¿todas estas maravillas serán pasto del olvido, como he olvidado tantas otras? El vértigo de la página en blanco a posteriori es el peor. Mi hermano Jaime confiesa que se conformaría con acordarse no ya de lo que ha leído sino, al menos, de lo que ha escrito. Calcula (a ojo de buen cubero) que si lo recordase —con citas y referencias incluidas, claro— ya tendría una cultura envidiable. Concuerdo. Pero olvidamos hasta lo recordado.

Durante mis oposiciones, en vez de estudiar Derecho Procesal, subrayé meticulosamente con estridentes fluorescentes varios manuales (cuatro o cinco) de mnemotecnia. Los he olvidado. Es una ironía análoga a la de los libros de autoayuda. Sin embargo, con el tiempo he ido buscándome algunos trucos artesanales para no perder del todo lo que leo. Los ofreceré en la forma mnemotécnica (ay) de doce campanadas, ahora que acaba el año y nos hacemos los mejores propósitos.

  1. No esquíe por las líneas. A veces nos ponemos a pensar en otra cosa tras el vuelo de una sugerencia que nos ha levantado el texto… mientras seguimos deslizando nuestros ojos en suave eslalon por la nieve de la página. Yo he leído así —dejándome caer por la pendiente— más de veinte minutos seguidos. Sin atención, la memoria no tiene ni por dónde empezar.
  2. Subraye los libros. Don Álvaro d’Ors (mi oráculo) decía que el subrayado sólo tenía excusa en los libros de estudio. En ese caso: estudie todos los libros. Esa disposición importa. Por supuesto, estoy de acuerdo con Iñaki Uriarte: «Con qué ingenuidad subrayamos. Como si a través del tubito del bolígrafo, la mano, el brazo y el hombro, las palabras y las líneas fueran succionadas hasta el cerebro y se quedaran allí ordenadas en sus correspondientes compartimentos. Y con qué inocencia lo sigo haciendo a estas alturas de mi vida». Lo importante del subrayado viene después, aún después y mucho después de la inocencia.
  3. Después. Cuando acabo un libro, vuelvo a leer lo subrayado y recibo, como una hierofanía, una visión de conjunto que no había tenido en medio del bosque.
  4. Aún después. Con el subrayado se hacen las fichas. Con el tiempo, resultarán utilísimas. Recogen dos o tres ideas generales y un puñado de frases indispensables, no más. Las entregas de El barbero del rey de Suecia son, en verdad, fichas. Como si fuesen muestras de ADN, han de permitirnos reconstruir después la obra completa. El trabajo de hacerlas exige una tercera lectura muy interesante, porque cuando tienes que teclear la frase que tanto te gustó leída y que subrayaste con tantísimo ímpetu, um, um, te lo piensas dos veces. La pereza acendra el juicio crítico.
  5. Mucho después. A menudo necesito urgentemente refrescar un título. La ficha acostumbra a cumplir su misión, pero a veces no, y he de volver al volumen. Entonces los subrayados resucitan. Gracias a ellos se establece un diálogo inquietante entre el lector que fui y el lector que soy. A veces gano yo, a veces él. Cuando lo hace, me recrimina que haya podido olvidar aquello que me escogió con tanto cariño. El amor propio herido tiene espléndidos efectos mnemotécnicos. La mala memoria es una herramienta indispensable para la buena: Omnia in bonum.
  6. Las fichas se hacen por libro y autor, pero aconsejo tener algunos ficheros temáticos abiertos de asuntos sobre los que uno mantenga un interés vivísimo.
  7. Y una tercera entrada. Vaya a su agenda y programe una cita periódica anual con la frase que le haya interpelado más personalmente. Escoja, si puede ser, una fecha que guarde relación con el asunto. En el día de mi cumpleaños programé esta observación de Mario Quintana: «Idades só há duas: ou se está vivo ou morto. Neste último caso é idade demais, pois foi-nos prometida a Eternidade» («Edades sólo hay dos: o se está vivo o se está muerto. En este último caso, la edad está de más, porque nos fue prometida la Eternidad»). Bueno, y ese día también —van siendo muchos años— tengo programado este aforismo de Nicolás Gómez Dávila: «Los años no entorpecen sino a la inteligencia que dimite», con este escolio mío a continuación: «No lo copio aquí como consuelo, sino como advertencia». Para mi aniversario de boda me salta el poema «Tres deseos» de Amalia Bautista:

Ver el alba contigo,

ver contigo la noche

y ver de nuevo el alba

en la luz de tus ojos.

Además de encontrártelos todos los años en la agenda, cada vez que vas a apuntar algo en esos días, los revisitas. Eso los mantiene vivos y coleando. Es un método 2.0 de ir haciéndote tu propio commonplace book.

  1. Leer unos cuantos libros a la vez ayuda. Se establece enseguida entre ellos una inesperada charleta, como de ascensor, que te fuerza a estar atento a quién sostiene cada argumento, cómo y por qué. Por las noches, recuerdas cualquier idea que leíste esa mañana, pero no a su autor, y eso te sirve para pedirle a la memoria que se ponga a trabajar. Porque a la memoria, por naturaleza, le encanta procrastinar. Estas tertulias casuales son, además, un ensayo de lo importante. Nada se recuerda mejor que lo que participa en la gran conversación de la cultura occidental, aportando aunque sea una pizca de luz, una voz o una sed propia al inmenso diálogo socrático ininterrumpido. Lo que se incorpora al mapa del sentido se pierde mucho menos.
  2. No todo es tan técnico. Ame apasionadamente a algunos autores. El amor es la primera fuerza también de la memoria. Recordar viene de corazón, como nos recuerdan cientos de citas —que no recuerdo—. Con los autores que apreciamos de verdad (gentlemen & friends) no tenemos que esforzarnos en memorizarlos. Tampoco con quienes nos emocionaron, nos hicieron reír, nos iluminaron o nos hirieron:

A todos nos han cantado

en una noche de juerga

coplas que nos han matado

… cantó Manuel Machado, matándome. No lea nunca con una coraza sobre el corazón.

  1. Crucemos al lado oscuro. Urge poner a trabajar para nosotros a los pecados capitales, incluida, ji, ji, la pereza. La envidia, en concreto, goza de una virtud indiscutible: es incansable. Nos enseña qué y a quién admirar, Dios se lo pague. Y de propina regala un suplemento de memoria. Cuando alguien cita bien y con oportunidad algo que tú te tendrías que saber, ese puntito de resquemor, además de para admirar al memorioso, te marca a fuego la anécdota, los versos o el dato.
  2. Este afán de recordar no es un ejercicio pedante. De serlo, no merecería la pena. Sucede que sólo es nuestro lo que recordamos. Poseerlo levanta un ámbito de libertad, como cuentan agradecidos quienes han estado en la cárcel o en los campos de concentración y llevaban de matute en la memoria toda una biblioteca de textos sublimes. El título de propiedad lo proclama el preclaro Séneca: «Quam verum est meum est». Y quien dice que es nuestro lo verdadero dice también que lo es lo bello y lo bueno. Ejerzamos la transversalidad de los transcendentales y la usucapión adquisitiva de la lectura intensa. Siendo nuestros serán más fáciles de memorizar, porque somos así —qué remedio— de interesados. La memoria es un Registro de la Propiedad.
  3. Los transcendentales no sólo son horizontales. Hay una cita de Santo Tomás de Aquino aún superior a la de Séneca, que ya es decir: «Omne verum a quocumque dicatur, a Spiritu Sancto est». [S Theologiae I-II q. 109. a 1, ad 1], o sea, «Todo lo que es verdadero, no importa quién lo diga, viene del Espíritu Santo». El Aquinate estudiaba de rodillas; malo sería que nosotros no memoricemos con veneración.