De su padre heredó unos terrenos y de su madre, la fe en Dios. Semejante legado daría lugar a uno de los más asombrosos monumentos de los últimos tiempos, todavía en construcción más de medio siglo después de haberse colocado la primera piedra.
Turistas de todo el mundo llegan cada día a Mejorada del Campo, un pueblo de Madrid, para comprobar con sus ojos lo que, de contárselo otros, no creerían: una catedral levantada por un labriego hoy nonagenario. La historia de Justo Gallego -así se llama nuestro protagonista- es la de la constancia de un ideal.
Cuando nadie hablaba de reciclar, él empleaba las piezas que rechazaban hasta los chatarreros, las cuales iba colocando a la buena de Dios, nunca mejor dicho, pues su incapacidad para dibujar un plano, la ha suplido con una fe que, si no mueve montañas, sí levanta catedrales.
Porque don Justo no se puso manos a la obra hace cincuenta años para ingresar en el Libro Guinness, sino para dar gloria al Altísimo, como aquellos constructores del Medievo. Es verdad que a lo largo de este tiempo ha concedido entrevistas a medios de todo el mundo, protagonizado el anuncio de una bebida isotónica y posado para una exposición en el Moma de Nueva York. ¿Vanidad de vanidades? No en su caso.
Cada vez que don Justo ha roto su silencio, es por considerarlo beneficioso para la Iglesia católica, de la que se siente hijo fiel, sin llevarse nada para sí ni enorgullecerse. Solo se equivoca en una cosa: cuando sin falsa modestia dice que lo ha hecho no es nada del otro mundo. Si su catedral pertenece a algún sitio, es precisamente a otro mundo.