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Donoso Cortés, uno de los nuestros

Juan Donoso Cortés, retratado por Federico de Madrazo y Kuntz en 1849.

«Unirse, no para estar juntos, sino para hacer algo juntos». La frase la dijo Pablo Casado en el XIX Congreso del PP, donde fue aclamado presidente. La frase no es suya -Casado nunca dijo que lo fuera-, sino de uno de nuestros más preclaros próceres: Juan Donoso Cortés.

Lo de prócer, lo reconocemos, es muy decimonónico. Pero es que nuestro personaje, nuestro prócer, resume como pocos una de las principales tensiones del siglo aquel, la tensión entre liberalismo y tradición. Porque Donoso empezó de lo primero y terminó de lo segundo.

Lo de «decimonónico» le encaja también a Donoso por algo más prosaico y biológico como nacer y morir en el siglo XIX: Valle de la Serena (Badajoz), 1809 – París (Francia), 1853. Hijo de una familia de ricos hacendados, sus padres pudieron procurarle una de esas formaciones que ríete tú de la generación mejor preparada de la Historia. La primeras letras y la gramática Donoso las aprendió en Don Benito; Filosofía entre Salamanca y Cáceres; y Derecho en Sevilla. Todo con excelentes calificaciones.

En la capital del Guadalquivir se aficionó Donoso a escribir poesía. Pero qué iba a hacerle él, si todos los jóvenes lo hacían y por esos tiempos un tren -un tren expreso, claro- recorría Europa: el romanticismo.

Ascenso en Madrid tras un primer repliegue táctico

Y así, con sus títulos enmarcados dentro de una maleta que desbordaba cartas de recomendación (¿hemos dicho ya que la suya era una familia influyente?) y versos y más versos, se presentó el joven Donoso en Madrid, dispuesto a triunfar en la política y en los cafés, como parecía ser su destino. Sin embargo, la gloria no era una dama tan al alcance como había imaginado, sino mucho más esquiva, que le mandó de vuelta a Don Benito, con las orejas gachas.

Don Benito no fue una retirada definitiva, sino más bien un repliegue táctico. Allí ayudó a su padre en el bufete, siguió leyendo y estudiando -nunca dejaría de hacerlo- y le pediría a don José García Carrasco, la mano de su hija Teresa, con la que se casaría (Teresa fallecería pronto y José no se volvería a casar). La filiación política de su suegro, un reputado liberal de los del exilio interior, nos da una pista de por donde acampaba entonces Donoso. Ideológicamente, entiéndase, que geográfica y temporalmente hay que situarlo hacia 1832 de nuevo en Madrid.

En esta segunda ocasión, la Villa y Corte no le opuso la más mínima resistencia. Un brillante informe sobre el lío sucesorio que tanta guerra daría -y no es, no, una licencia literaria- llegaría hasta la mesa del monarca, Fernando VII. El dictamen llevaba la firma de Donoso Cortés, que así se ganó un puesto en el Gobierno de Cea Bermúdez. El cargo no era de relumbrón -oficial de la Secretaría de Gracia y Justicia- pero supuso el primer peldaño de su irresistible ascensión.

Defender el trono, consolidar la libertad y sofocar la anarquía

María Cristina de Borbón, en una litografía de Luis Carlos Legrand.

Ascensión política, que no literaria, pues a las musas las puso de patitas en la calle (se ve que no corrían buenos tiempos para la lírica) y consagró su pluma y su talento al empeño de difundir en los periódicos el ideario liberal moderado. Ayer como hoy, los partidos contaban con sus propios órganos de expresión, aparatos de agitación y propaganda, terminales mediáticas si se prefiere, con la diferencia de que entonces no trataban absurdamente de ocultarlo. Y sin embargo…

Sin embargo, no podemos despachar a Donoso diciendo de él que era un periodista de carnet o, peor todavía, de camiseta, esto es, un exaltado para quien la realidad tuviera que amoldarse a sus esquemas mentales y no al revés. De lo contrario, la matanza de frailes que tuvo lugar el 17 de julio de 1834 no le hubiera conmovido como le conmovió, hasta el punto de consagrar su vida a un triple empeño: defender el trono, consolidar la libertad y sofocar la anarquía.

Respecto a lo primero, desde un principio dejó claro su monarquismo prestándole una lealtad fuera de toda sospecha a María Cristina, reina madre y, durante un tiempo, regente. Tanto es así, que es Donoso quien va a esperarla a Marsella el 18 de octubre de 1840, desde donde redacta en su nombre un manifiesto de despedida a los españoles. La pregunta es cómo logró salir nuestro hombre de España sin levantar sospechas: pidiendo permiso en Gracia y Justicia para -atentos a la expresión de la época- «pasar a tomar los baños a Francia». ¿No es todo deliciosamente decimonónico?

A París con la reina madre

De Marsella, Donoso Cortés acompañó a la reina madre hasta París, donde le nombran miembro del Consejo de Tutela de Isabel -la reina niña- y de su hermana Luisa Fernanda. En calidad de tal, le envían a Madrid a negociar el asunto de la tutela con el entonces regente, Espartero. Confiaba la corte en el exilio en los buenos oficios diplomáticos de Donoso, quien pocos años atrás, en 1835, había sido comisionado desde Madrid para convencer, con éxito, a Extremadura de que prestara obediencia a la reina y al Gobierno central. Pero con don Baldomero no hubo manera de entenderse.

Por un lado, las Cortes y el Gobierno no reconocían la tutela de María Cristina, y por el otro, esta se negaba a ceder los derechos que, a su entender, le correspondían como madre. Pero nada es para siempre, ni siquiera la regencia de Espartero, quien cae con todo su equipo en 1843, circunstancia que aprovechan Donoso para regresar a España, donde publica sus celebérrimas ‘Cartas de París’, en las que se nota, cada vez con más fuerza, su viraje al tradicionalismo.

Diputado cunero por Badajoz, en esta nueva etapa Donoso se caracteriza por una infatigable actividad parlamentaria, interviniendo en todas las «cuestiones candentes» -se decía así entonces-, siempre a favor de la causa isabelina. De esta forma, defiende la propuesta de que Isabel II, de 13 años de edad, sea proclamada reina, lo que tendrá lugar el 8 de noviembre de 1843. Monárquico de la institución, pero también de la persona, Donoso no se olvida de la reina madre, allá en París, adonde viaja para negociar su vuelta; para cargarse de argumentos en la negociación, escribe una ‘Historia de la regencia de María Cristina’.

Un testimonio andante de fe cristiana

El General Espartero, retratado por Antonio María Esquivel en 1841.

Ojo, que cualquier parecido de Donoso Cortés con un cortesano al uso era pura coincidencia. Lo demostró cuando se opuso al matrimonio entre Isabel II y el conde Trápani, por considerar la unión «del todo imposible» (si bien pocos años antes se había mostrado favorable). Su independencia de criterio pudo quizás alejarle del círculo de influencia de la reina, más no expulsarlo del todo. La prueba es que a títulos anteriores como el de gentilhombre de Cámara y secretario particular de Isabel II, añadió otro -«para sí y sus descendientes»- en 1846: el marquesado de Valdegamas con Grandeza de España.

Los seis últimos años de Donoso -de 1847 a 1853, que muere en París de una afección cardiaca- son quizás los más fecundos de una ya de por sí fecunda biografía. Como diplomático, despacha habitualmente con personajes de la talla de Metternich, Napoleón III o Pío IX, que quedan fascinados con nuestro compatriota. Por esas mismas fechas, en 1848, publica dos tomos con sus obras escogidas, el Ateneo de Madrid le elige presidente de su sección de Ciencias Morales y Políticas y a su nombramiento como académico de la Española acude el todo Madrid, Narváez incluido.

Su discurso de ingreso, por cierto, tuvo como tema la Biblia, ahí es nada. Pero es que Donoso ya había tomado la decisión de hacer de su vida -pública y privada- un testimonio andante de fe cristiana. Ahí su discurso sobre Europa, de 1850, cuando propone como remedio al socialismo y la revolución la única doctrina que los contradice absolutamente: el catolicismo.

La batalla de las ideas

De ese mismo año, 1850, es otro de sus célebres parlamentos, el discurso sobre la situación de España, en el que rompe definitivamente con los que habían sido hasta entonces sus compañeros de viaje, los liberales moderados, por considerar que el Gobierno de Narváez anteponía los intereses materiales de la nación a los espirituales.

Que Donoso hacía tiempo ya no estaba en el cabildeo de alas cortas lo demuestra la respuesta que, poco tiempo después, dio a los que fueron a verle con una propuesta para encabezar él un nuevo Gobierno: «Soy harto rígido, harto absoluto y dogmático para convenir yo a nadie y para que nadie me convenga a mí».

Él en lo que estaba era en la batalla de las ideas, batiéndose el cobre por la ortodoxia católica, enfrentado a liberales y socialistas. Ahí su Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, de 1851, más y mejor comentado en los salones de París que en la propia España (¿cómo era eso de que nadie es profeta en su tierra?).

Estilo de vida ascético

No en vano lo anterior, Napoleón III vio en Donoso al perfecto teórico de la contrarrevolución. Lo que no ha de hacernos pensar en Donoso como un soberbio intelectual encerrado en su torre de marfil, sino que su conversión al catolicismo lo fue de pensamiento, pero también de obra, como prueban su estilo ascético de vida y, más importante todavía, sus ayudas a los necesitados.

Dejamos para el final, y con dudas hasta el último minuto de si reseñarlo o no, su discurso de 1848 en defensa del Gobierno de Narváez, cuando los progresistas cargaron contra él por la mano dura con que sofocó los muchos motines que incendiaron España, a imagen y semejanza del resto de Europa. Y dijo Donoso: «Cuando la legalidad basta para salvar a la sociedad, la legalidad; cuando no basta, la dictadura».

Dudamos si reseñar el discurso o no, no sea que alguien haga una lectura anacrónica, retroactiva y rigorista de la Ley de Memoria Histórica y el Ayuntamiento de Madrid le retire a la calle a Donoso Cortés. Si eso sucede, lo que no sería de extrañar, de nada serviría explicar a quien corresponda que, por el solo hecho de ser español, Donoso es uno de los nuestros, de todos nosotros, sin distinción de nacimiento, raza, sexo, religión u opinión. Como también lo es cualquier otro español de signo contrario al suyo.

Siempre nos quedará, eso sí, su vida y su obra y, a modo de homenaje, sita en la calle en cuestión, la vieja hamburguesería de barrio que lleva décadas sobrealimentando a universitarios de toda España: Don Oso.