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El concepto de antimodernos ha demostrado su ambigüedad y hasta su labilidad historiográfica. Definidos en Los antimodernos (2005) como «los modernos en libertad», en su posfacio a la edición de 2016 Antoine Compagnon se sentía obligado a advertir que aquellos «apóstatas de la modernidad», como ahora los calificaba, deberían verse de nuevo sin salida: «sin modernidad triunfal, nada de antimoderno viable, nada de ambivalencia, nada de juego. El momento posmoderno es también, de modo necesario e irritante, un momento post-antimoderno». En una década habían aparecido los populismos para ensombrecer la confianza ilustrada en unos análisis que se habían hecho la ilusión de ser meramente arqueológicos.

Pero ¿no es acaso el antimoderno el signo conflictivo y actualísimo del proyecto irresoluble de la modernidad misma, que se resiste a desaparecer? ¿No está marcada por el oxímoron su escritura que, sin renunciar a nada, reivindica subversivamente lo abolido y lo subvertido? Simultáneamente reaccionario y revolucionario, clásico y vanguardista, el antimoderno cuestiona a conciencia, fascinado y fatigado, los dogmas que rigen su realidad social, política y cultural. En un momento post-antimoderno, ¿es posible todavía enarbolar –mon penache– una enseña anti(pos)moderna?

Enrique García-Maiquez en busca de la escritura plena

Conservador, tradicionalista y reaccionario, tres en uno solo, indisoluble y ortodoxo, Enrique García-Máiquez desafía con su obra las definiciones. Desde la nobleza de espíritu que no se ha cansado de predicar, juega sin ambivalencia la seriedad moral de una escritura que aspira a ser plena más que total. Sin destruir nada ni buscando apropiarse de todo, anhela colmar la creación, devolviéndole, mediante una mirada agradecida, la palabra justa y debida.

De inteligencia conservadora, de corazón tradicionalista y reaccionario en cuanto a su deseo, monógamo más allá de la muerte y anchurosamente familiar, Máiquez practica por igual, con una intensidad y una regularidad férreas, el columnismo, la poesía y el diarismo, como lo demuestra, en el espacio de apenas un puñado de años, la aparición en libro de los aforismos de El vaso medio lleno (2020), la colección de columnas El burro flautista (2021) o la poesía completa (y algo más) Verbigracia, que incluía con unas semanas de diferencia la plaquette Inclinación de mi estrella (2022).

Casi como un desmentido a la tesis republicana de Compagnon, que sostenía que los antimodernos serían favorables a un poder espiritual laico, su recientísimo volumen Gracia de Cristo (2023) renueva la corriente literaria de los géneros espirituales que, desde el humanismo de Tomás Moro a los experimentos posconciliares de José María Cabodevilla, han llenado algunas de las páginas más exquisitas de la literatura europea. Laico, secular, la suya es una obra que afirma el compromiso de una indisociable legitimidad estética y política.

Me parece que Compagnon aceptaría incluirlo entre los representantes de esa doctrina que es «la más seductora intelectualmente, inventiva y verdaderamente equívoca, es decir, la única contrarrevolucionaria y antimoderna, idealmente republicana e históricamente legitimista». Lo único que debería dejarse bien claro es que todos esos calificativos deberían aplicársele aunando a Roger Scruton con Jaume Balmes o a fray Luis de León con Nicolás Gómez Dávila, por ejemplo. Y que equívoco, en su caso y en sentido puramente español, supone la búsqueda de la verdad en el fragor de las batallas de nuestro idioma.

En un nivel inmediato, casi físico, cualquiera de sus lectores, aun sin saber los nombres técnicos de las figuras fónicas que fatiga sin fin, con fruición reconocería la saturación de calambures, dilogías o tmesis que pican, como el viento de Poniente sobre el clarísimo horizonte de la bahía gaditana, su literatura.

Pero esa tensión de la lengua tras la palabra exacta emerge de las raíces de la vocación creadora de García-Máiquez. En busca de esa escritura plena deben considerarse también parte de la literatura sus columnas, sus entradas de blog, sus ensayos, y hasta sus conferencias. Cada género, cada tema, cada modalidad de las que se hace cargo parecen ocupar un lugar, aun sometidas a prueba, en su obra. Al fin y al cabo, la teología antigua distinguía, desde lo más alto a lo más humilde, órdenes y jerarquías en todo el universo que, como instrumentos del gobierno divino, manifestaban su gloria.

Así, por ejemplo, Máiquez cultiva el aforismo con una intensidad conceptual casi barroca, sin temer incurrir en la levedad o en la aparente ocurrencia lúdica de la vanguardia. En sus momentos más altos este género, como un sfumato, contiene tanto su prosa, tratando de alcanzar la nitidez del verso, como el verso a punto de desbordar la narratividad de la prosa que atesora. Si con los diarios nuestro autor ha perseguido las claves simbólicas de su itinerario biográfico, y su poesía, tal como ha sido recogida en Verbigracia, puede leerse como el despliegue narrativo de su intimidad lírica, sus aforismos siguen esforzándose por trazar las figuras más claras de su álgebra sentimental.

La velada transparencia de un realismo de vanguardia

Al hablar de la poesía de Julio Martínez Mesanza hace un mes, me refería a la condición secreta que podría atribuirse al escritor antimoderno. Tan presente en diversos medios digitales, a veces con más de una y dos piezas diarias, daría la impresión de que este rasgo no casaría bien con la proyección pública de García-Máiquez. Sin embargo, esa transparencia y ese autobiografismo que colman sus obras son la base de su secreto, hasta el punto de que se vuelve más hondo cuanto más claro. Ya lo había advertido en un poema de su poemario Contra el tiempo (2010), con el escalamiento visual de una poesía en que los espacios en blanco son, casi con pudor místico, el ritmo de sus silencios: “Mi secreto / al contarlo / da paso a otro secreto / y a otro secreto cada vez más hondo. // Siempre queda algo – no sé qué- que no se alcanza. / Es eso lo que soy”.

Los diarios dan testimonio de esa sucesión de estratos que tejen con la escritura de la vida la grafía de su vida. En ellos, como se ha encargado de subrayar en el último volumen publicado hasta la fecha, Un largo etcétera (2016), es tarea del lector leer entre líneas. La trama de su sentido presente se teje guardando la ausencia que el acto de la lectura habrá de cumplir. El autor necesita de sus lectores para que estos acaben encontrando, bajo las anécdotas, los sucesos y los acontecimientos ordinarios, la maravilla de la emoción singular e irrepetible que la poesía de los trabajos y los días es capaz de descubrir secretamente en su secreto.

Como en el pasatiempo de unir con una línea los puntos numerados para descubrir la figura escondida, nuestro autor ofrece una lección de transparencia. No se trata de exhibir, sino de velar, es decir, de poder mirar a través del velo lo que queda más allá de los detalles de la superficie. Una transparencia real contendría un conato de trascendencia. No otro es el itinerario biográfico y escatológico que García-Máiquez nos propone también en Gracia de Cristo, siguiendo uno tras otro los episodios de cada Evangelio: el humor de Jesucristo, como la sustancia humana más depurada de su Gracia divina, es figura santificante de la Salvación.

Tengo para mí, en fin, que el conservadurismo de Máiquez no se limita ni mucho menos a reconocer en los derechos del pasado una positiva aportación, corrigiendo o impulsando, a las exigencias del presente. De él también aprecia su potencial subversivo, alegre, nunca destructivo, de los errores actuales que parece que siempre se repiten. ¿Por qué la sentencia del moralista no puede refulgir adoptando la forma del caligrama o la greguería ramoniana fundirse en el molde del haiku? ¿No es la manera de enriquecer el pasado, de decantarlo, sin necesidad de suprimirlo o superarlo?

La tipografía, la imagen de portada, las citas o el colofón de sus libros expresan también este cuidado -esta cura– de una tradición que no se cansa de investigar, de explorar, de anhelar un mundo pleno, bien hecho. La tradición es escuela y es experiencia. Es obediencia metafísica a la realidad y libertad poética de la imaginación: el verso bien medido de cada acto y la responsabilidad moral de cada línea. Leyendo y/o escribiendo, leescribiendo, García-Máiquez, como autor, no encuentra mejor tributo que pagar por sus lectores que no conformarse con nuestro tiempo.