Natalia Sanmartin Fenollera es una novelista aparte. Ahora que hasta el último banquero, ama de casa, portero de discoteca, tertuliano o lo que sea guarda una novela en un cajón (y se empeña, encima, en que te la leas), ella en cambio no. Ella, Natalia, publicó su novela –El despertar de la señorita Prim– hace cinco años, y si no te encuentras entre los que la han leído ya, tienes bastantes probabilidades de hacerlo, tarde o temprano.
Prim, como la llama su autora, se ha publicado en incontables países y traducido a un montón de idiomas. No importa el número, pues de precisarlo, nos veríamos obligados a actualizar la cifra cada cierto tiempo; cada cierto poco tiempo.
Por resumir: a Natalia Sanmartin Fenollera, en los círculos literarios, se la espera, pero no está. Es más, las pocas veces que se prodiga en público, evita lo que puede hablar de su libro (no es como el gacetillero aquel de leche agria, tan aburrido que solo escribía de sí mismo, ¿cómo se llamaba?…). Porque Natalia nunca soñó con ser novelista ni mucho menos con el éxito. Ella lo que quería era lanzar una serie de ideas, y como no se veía capaz de un ensayo -se mira a sí misma con ojos insuficientes-, decidió encarnarlas en una historia, con su presentación, su nudo y su desenlace; la historia de un pequeño pueblo cuyos habitantes están en guerra con la modernidad.
¿Que qué ideas son esas? Las mismas que, a lo largo de los siglos, han pasado de padres a hijos a través de los viejos romances, los cuentos de hadas, las sagas escandinavas, los folletines románticos, los polvorientos libros ilustrados o las parábolas del Evangelio. O lo que es lo mismo: los títulos y autores de los que habla Natalia en sus contadas intervenciones públicas, y con mucha más pasión que si tuviera que hacerlo de sí misma y su propio libro. Títulos y autores de sobra conocidos por todos, siquiera sea de oído, salvo quizás uno: John Senior.
La verdad existía y era posible encontrarla
Que Senior ocupe el escalafón más bajo del índice de popularidad cuyos primeros puestos los copan Homero, San Agustín, Jane Austen, los Inklings, Chesterton et al., no significa que su influencia en El despertar de las señorita Prim haya sido menor. De hecho, El Hombre del Sillón, el protagonista de la novela de Sanmartin, se convierte al catolicismo tras asistir a un curso de Humanidades impartido en la Universidad de Kansas.
El detalle quizás pase desapercibido para los cientos de miles de lectores de Prim en todo el mundo, pero no así para el abad benedictino del monasterio de Nuestra Señora de la Anunciación, en Clear Creek, Oklahoma, quien no debió de dar crédito cuando leyó la novela. Porque él, como El Hombre del Sillón, también abrazó la fe católica tras cursar, allá por la década de los 70, un programa de Humanidades en la Universidad de Kansas, en concreto, el Programa Pearson, impartido por los profesores Dennis Quinn, Frank Nelick y -efectivamente, lo han adivinado- John Senior.
El programa, en apariencia, no se diferenciaba de otros basados en la lectura y discusión de los grandes libros. Y, sin embargo, hasta 200 alumnos del Pearson solicitarían, al finalizarlo, su incorporación a la Iglesia de Roma, llegando algunos a tomar los hábitos. ¿Qué sucedía en las clases de Quinn, Nelick y Senior que no sucedía, sin embargo, en otras universidades, algunas nominalmente católicas? Quizás que en estas se había renunciado al hallazgo de la verdad, conformándose con su búsqueda, mientras que la enseñanza número uno del Programa Pearson era que la verdad existía y era posible encontrarla.
Un héroe de epopeya con los ropajes de un profesor
Ahora bien, que nadie piense que lo de Senior, Nelick y Quinn fue un camino de rosas. Tuvo, si eso, más de viaje a Ítaca, plagado de peligros, con mapas señalando dónde habitaban los dragones. Recuérdese que corría la década de los 70. Solo unos años atrás, los estudiantes de París buscaban la playa debajo de los adoquines (descalabrando con los mismos a cuantos antidisturbios se ponían a tiro) y en los campus de los Estados Unidos las chicas quemaban sujetadores y los chicos escuchaban música de Mick Jagger y hablaban mal de su país. Cualquiera pretendía que leyeran la Ilíada y, encima, la entendieran. Senior, desde luego, no.
Pronto se dio cuenta nuestro héroe de epopeya revestido con los humildes ropajes de un profesor de los de antaño, de que difícilmente un joven podría leer los grandes clásicos si de niño no había hecho lo propio con títulos como ‘El viento en los sauces’, ‘Oliver Twist’ o ‘Alicia en el País de las Maravillas’. Cuál sería su sorpresa, la de Senior, cuando descubrió que tampoco los habían leído. Y peor todavía: que, ni siquiera tratándose de universitarios, eran capaces de entenderlos. Pero qué quería, si hacía años que la televisión se había enseñoreado de los hogares y en las escuelas a los niños les enseñaban seguridad vial y cómo prevenir enfermedades venéreas. Tocaba, por tanto, y valga la redundancia, comenzar por el comienzo.
Si la experiencia del hombre no se explica desenraizándola de los elementos -agua, tierra, aire y fuego-, muchos de esos pobres niños ricos de suburbios jamás habían vadeado un río, ni construido un castillo en la arena, ni volado una cometa ni encendido una fogata. Por eso, uno de los primeros puntos del Programa Pearson consistía en tumbarse al raso por la noche a contemplar las estrellas. Se trataba de experimentar, quizás por primera vez, la cosa esa del asombro, a lo que también ayudaba aprender a bailar el valls (o la polka), ejercitarse en la caligrafía o memorizar largos poemas. Y luego ya, si eso, la lectura y discusión de los grandes libros.
Y la universidad canceló el programa…
Queda por explicar la conversión al catolicismo de tantísimos estudiantes del Programa Pearson. Bueno, tampoco es ningún acertijo envuelto en un misterio dentro de un enigma. Al fin y al cabo, Quinn, Nelick y Senior eran católicos y, como tales, entendían la universidad como un lugar donde los jóvenes debían acercarse a Aquel del que habían sido alejados; un lugar donde aprender a tomar de lo bueno, lo bello y lo verdadero, como durante siglos hicieron los caballeros en Occidente. De hecho, el Programa Pearson, su planteamiento, contenido y alcance, no era nada original. Cuestión distinta es cómo reaccionó la Universidad de Kansas: mal, por supuesto.
Téngase en cuenta que hablamos de una universidad de titularidad pública en unos tiempos donde el sistema de enseñanza estadounidense había abierto expediente a Dios y donde la libertad de cátedra amparaba que el profesor hablase de religión en clase, siempre que no lo hiciese demasiado en serio. O sea, que el programa dejó de impartirse. Que una cosa era que los jóvenes de la época se quedasen colgados en algún viaje por el cielo con diamantes, allá en Woodstock, y otra muy distinta que se metieran a benedictinos.
Porque eso, tomar los hábitos, es lo que hicieron algunos alumnos del programa, en concreto, y por recomendación de Senior, en la abadía francesa de Fontgombault, donde todavía hoy se cuida con mimo el rito católico y el depósito de la fe, como si fuesen tesoros de esos que se desintegran en los dedos si no se les trata con el debido cuidado.
Un legado lleno de pupilos influidos por su fe en Dios
Otros alumnos se asentaron en Clear Creek, Oklahoma, con la idea de vivir, ellos y los suyos, una vida a escala humana, donde lo pequeño es hermoso, los hombres se emborrachan porque están contentos (y no para estar contentos) y son posibles, aún hoy, estampas familiares de padres e hijos cantando alrededor de un piano o leyendo un libro en voz alta al calor de la chimenea en invierno o al frescor del porche en verano. (Por cierto, años antes, se había fundado en Clear Creek un monasterio, el de Nuestra Señora de la Anunciación, de estricta observancia benedictina, y con numerosas vocaciones hoy.)
¿Y Senior? ¿Qué fue de John Senior? Senior murió en 1999, en Lecompton, Kansas. Dejaba viuda, huérfanos y, como queda relatado, montones de pupilos influidos por su fe en Dios y una dura filosofía de vida como la de los pioneros del Mayflower; pupilos de los que asistieron a sus clases, pero también de los que, sin haberle conocido, sí han leído cosas suyas y oído hablar -mucho y bien- de él.
Es este el caso de Natalia Sanmartin Fenollera, autora de El despertar de la señorita Prim y responsable número uno -ella y su determinada determinación- de la recién edición en España, a cargo de Bibliotheca Homo Legens, de ‘La restauración de la cultura cristiana’, una suerte de testamento vital y espiritual de Senior. Se trata, por resumirlo mucho, de un comentario de 224 páginas a las hermosas palabras del profeta Elías, esas que dicen que Dios no está en el trueno, sino en el susurro de la brisa. O por decirlo a la manera de Senior: «Los grandes cambios de la historia se produjeron en la trastienda mientras el mundo y sus vanidades ocupaban el frente de la escena».