Recuerdo perfectamente el día en que empecé a desconfiar del consejo de los expertos. Yo tenía veintiún años y ese verano estaba haciendo un interrail por Europa con unos amigos. El azar nos acabó llevando a un pueblo italiano a los pies del lago Como. Casas espectaculares, coches deportivos y gente guapa viviendo la Dolce Vita. No tenía pinta de que por ahí pudiéramos encontrar un albergue de mochileros. Decidimos rascarnos un poco el bolsillo y buscar alguna pensión para pasar la noche. Un tipo observaba nuestras deliberaciones. Se acercó y nos ofreció ayuda chapurreando algo de inglés. Era un joven musculado y con nariz prominente. Le explicamos nuestra situación y nos aseguró que conocía un pequeño hotel con encanto que sería perfecto para nosotros. Él se ofreció a acompañarnos. La tarde empezaba a declinar y pronto estaría oscuro. No parecía que tuviéramos una alternativa mejor, así que aceptamos su ofrecimiento. Llevábamos dos semanas compartiendo barracones con erasmus con ínfulas de Kerouac, hedonistas errantes y eurovagabundos de diverso pelaje. Una noche sin ronquidos anónimos podría sentarnos bien.
Por el camino pasamos por delante de algunos hostales que no tenían mala pinta y que podían estar dentro de nuestro presupuesto. Pero no quisimos decepcionar a nuestro nuevo amigo. Seguro que el hotelito que él conocía iba a ser mucho mejor. Después de veinte minutos caminando empezamos a tener la mosca detrás de la oreja. Ese hotel estaba demasiado lejos para que alguien se ofreciera a llevarnos desinteresadamente. Llegamos al destino cuando hacía ya rato que se habían encendido las farolas. Descubrimos el pastel nada más entrar en la recepción. Al otro lado del mostrador había otro joven con nariz prominente y un parecido más que razonable con nuestro amable cicerone. Nuestro rescatador nos había traído al negocio de su familia. Como no podía ser de otra manera, el hotelito con encanto acabó siendo un tugurio terriblemente caro y lleno de cochambre.
Esa noche aprendimos una lección. En el resto del interrail tomamos nosotros mismos todas las decisiones. Buenas y malas. Algunos días descubrimos rincones maravillosos de Europa. Otros acabamos perdidos o frustrados. Pero nunca volvimos a delegar en nadie las riendas de nuestro viaje.
Algunos años más tarde leí El malestar de la globalización (Globalization and Its Discontents, 2003), de Joseph Stiglitz. Al pasar sus páginas descubrí que los grandes expertos de la economía internacional pueden tener las mismas carencias (o, peor, los mismos intereses ocultos) que los embaucadores de turistas.
Su experiencia como jefe del Banco Mundial
El libro se basa en la experiencia personal de Stiglitz como economista jefe del Banco Mundial. Stiglitz tuvo un asiento en el palco para los grandes eventos económicos de la última década del siglo XX y los inicios del nuevo milenio. Vivió en primera fila la crisis asiática, la conversión de las economías exsoviéticas y la administración de distintos programas de desarrollo en todo el mundo.
Stiglitz vio actuar de cerca a sus colegas del FMI y otras instituciones internacionales. La intervención de estos expertos (a veces torpe o irreflexiva y otras veces enigmática) le llevó al desengaño. El FMI es el organismo responsable de la solvencia y la estabilidad financiera internacional. Sin embargo, en algunos momentos, Stiglitz incluso llegó a creer que esta institución actuaba en contra los intereses de los países en vías de desarrollo movidos por conflictos de interés.
Stiglitz culpabiliza al FMI de algunas de las crisis económicas, regionales o nacionales, habidas en las últimas décadas. En unos casos por haberlas provocado. En otros por haberlas gestionado de forma negligente. La crítica contra el FMI y sus satélites es una carga de profundidad. “No se trata sólo de que fueran sus políticas las que condujeron a la crisis, sino también que las impulsaron a sabiendas de que había escasas pruebas de que dichas políticas fomentaran el crecimiento, y abundantes pruebas de que imponían graves riesgos a los países en desarrollo”.
El autor no es un antisistema furibundo ni un marxista criogenizado. Joseph Stiglitz es uno de los golden boys de la élite académica. Se doctoró en economía en el M.I.T. y a los 26 años era ya catedrático en Yale. Desde entonces ha impartido clases en las universidades de Princenton, Oxford, Cambridge, Stanford y Columbia. Sus investigaciones sobre el comportamiento de los mercados le proporcionaron un prestigio internacional. Llegó por mérito propio a la presidencia del Consejo de Asesores Económicos del Presidente de EE.UU. en los años de Clinton. Y de ahí saltó al puesto de economista jefe del Banco Mundial en 1997. Unos años después recibió el premio Nobel de Economía por sus trabajos sobre el efecto de la información en los mercados.
Una estrella del rock del capitalismo
Digámoslo claro: Stiglitz es una estrella del rock del capitalismo. Varias generaciones de todo el mundo han estudiado con sus manuales de economía. Por eso, su crítica a los métodos de trabajo del Fondo Monetario Internacional tuvo tanta relevancia.
Stiglitz estuvo metido de lleno en la cocina de la economía mundial y afirma que pocas veces vio debates de calado sobre las medidas que debían adoptarse en cada crisis. Afirma que dentro de la administración Clinton había un debate político vivo. A veces él ganaba la batalla y otras veces la perdía. No siempre se hacía lo que él recomendaba, pero la decisión que se adoptaba estaba bien fundada y era el resultado del trabajo de un grupo dedicado y cualificado. Sin embargo, en la arena internacional la realidad era muy distinta. “Rara vez vi pronósticos sobre lo que las políticas harían con la pobreza. Rara vez vi discusiones y análisis reflexivos sobre las consecuencias de las políticas alternativas. Había una sola receta. No se buscaron opiniones alternativas. Se desalentó la discusión abierta y franca, no había lugar para ella. La prescripción de políticas venía impuesta por la ideología y se esperaba que los países siguieran las directrices del FMI sin debate”.
En resumen, los tecnócratas no son tan listos ni tan fiables como nos quieren hacer creer. Sus métodos de trabajo están lejos de ser minuciosos y contrastados. El trabajo del FMI era “sencillo”. Se limitaba a aplicar una serie de dogmas. En cada crisis que estallara en cualquier parte del mundo aplicaban el mismo manual de la ortodoxia. Daba igual que fuera una antigua república soviética, una dictadura africana o una economía emergente asiática. Stiglitz afirma que el FMI se limitaba a prescribir café para todos, una limitada gama de soluciones estándar que (con cierta dosis de dolor) debían solucionar cualquier tipo de crisis. A esa versión del capitalismo la denomina fundamentalismo de mercado. Lo peor de todo es que, según el recuento de nuestro economista, los remedios del FMI acumularon más fracasos que éxitos.
No obstante, no es libro para aficionados a las teorías de la conspiración. El propio autor advierte que el lector “no encontrará pruebas contundentes de una terrible conspiración de Wall Street y el FMI para apoderarse del mundo. No creo que exista tal conspiración. La verdad es más sutil. A menudo es un tono de voz, una reunión a puerta cerrada o un memorando que determina el resultado de las discusiones”.
En Malestar, Stiglitz explica que la globalización puede ser un éxito o un fracaso, dependiendo de su gestión. En su opinión, la transición a una economía de mercado y estable puede tener éxito cuando la gestiona un gobierno nacional teniendo en cuenta las características particulares de cada país. Pero suele ser un fracaso cuando las medidas estructurales de ajuste son administradas por instituciones internacionales como el FMI. Como puede verse, Stiglitz no está en contra de la globalización como tal, sino del actual modelo de globalización.
Stiglitz nos cuenta que los economistas del FMI hacen viajes de tres semanas a los países asistidos. Durante este tiempo se alojan en hoteles de cinco estrellas y su misión principal es recopilar datos en el ministerio de economía o en el banco central. No se entrevistan con economistas locales, ni con los agentes sociales ni con los empresarios de la región. Lo razonable sería intentar conocer de primera mano los problemas que se quieren solucionar. Sin embargo, normalmente el Fondo solo tiene un único “representante residente” en cada país asistido y esta figura cuenta con muy pocas competencias y recursos. Al final, descubrimos que los hombres de negro no pisan el terreno como deberían. Los programas del FMI se dictan desde Washington, en base a un análisis de datos muy limitado y mediante la aplicación de unas recetas anticuadas. Ningún empresario diligente invertiría un solo euro en una empresa situada en un país remoto sin haber hecho antes un due diligence exhaustivo y varios viajes para conocer de cerca el negocio en cuestión y a sus responsables. Sin embargo, el Fondo inyecta miles de millones de su presupuesto en base a unas comprobaciones que dejan mucho que desear.
Otra de las cuestiones que más sorprende a Stiglitz es el escaso interés mostrado por el Fondo para minimizar el daño en la población. El economista estrella constata que los programas se elaboraban sin detenerse a considerar los efectos concretos que tendrían en la vida de las personas de los países intervenidos. Stiglitz concede que los gestores del Fondo no querían causar dolor sin más. Pero dentro del FMI simplemente se asumía que cualquier nivel de sufrimiento que se causara era una exigencia inevitable en el camino para convertirse en una economía de mercado exitosa. Y que, de hecho, sus medidas reducirían el dolor que los países tendrían que afrontar a largo plazo. Sin embargo, nadie realizaba un análisis de alternativas para intentar reducir el sufrimiento. Se aplicaba el manual y punto. Los economistas del FMI podían imponer políticas dolorosas desde su hotel de lujo sin tener que ver siquiera la cara de la gente cuyas vidas se van a destruir.
En el fondo, Stiglitz identifica un grave problema de legitimación en la gobernanza económica mundial. Unos altos funcionarios de una organización internacional que no han sido elegidos democráticamente tienen en sus manos el futuro de las naciones. Estos funcionarios (desconocidos por la población) van a tomar decisiones duras y trascendentales para la vida de millones de personas y nunca van a tener que rendir cuentas ante ellos.
El malestar de la globalización fue alabado por unos y duramente criticado por otros. No podía ser de otra manera en un mundo donde existen dos escuelas económicas principales. Pero lo importante no es si se comparten o se cuestionan sus análisis y sus propuestas para reformar la economía y la globalización. Lo importante es que Stiglitz rompe el mito de la tecnocracia desde dentro. En mi opinión, el libro es algo más que un ajuste de cuentas entre cátedras rivales. Su principal atractivo está en las experiencias personales de la estrella del rock. En el relato de los eventos que presenció y en las historias que escuchó entre las bambalinas del teatro de sombras de la gobernanza. Al cerrar el libro nos embarga la inquietud de quien comprende que los hombres de negro están muy lejos de ser rescatadores científicos e infalibles. La prosa de Stiglitz es comedida y elegante, pero el lector se estremece al descubrir que algunos de los programas económicos más relevantes de la historia reciente se trazaron de una forma dogmática, poco rigurosa y muy deshumanizada.
El libro ya tiene unos años. Sin embargo, su crítica no ha quedado desactualizada. De hecho, Stiglitz publicó en 2017 una ampliación: Globalization and Its Discontents Revisited. En ella el economista mantiene sus tesis y afirma que los perdedores de la globalización ya no están solo en los países en vías de desarrollo. También hay millones de ellos en Europa y Estados Unidos.
La lectura de Malestar parece hoy más conveniente que nunca. Mario Draghi acaba de ser nombrado presidente de Italia sin la legitimidad de las urnas. El antiguo director del Banco Central Europeo toma los mandos al frente de un gobierno mitad técnico, mitad político. En momentos de incertidumbre, cuando el tiempo de reacción se acaba y es vital acertar con la decisión, resulta muy tentador ceder el control de la situación a los expertos. Pero no hay que olvidar que esta opción también tiene sus riesgos. Yo sé por experiencia propia que, por renunciar a tomar uno mismo las decisiones del viaje, en Italia uno puede soñar con un hotel con vistas y acabar timado en un tugurio lleno de cochambre.