Para cualquier entendido en asuntos europeos siempre es una sorpresa ver a “Bruselas” entre las noticias más leídas y comentadas. Cuando ocurre, la “hazaña” se contempla con aire sospechoso: o se trata de un asunto trascendental, o estamos ante una monumental metedura de pata de esta Unión que nos tiene acostumbrados a dar una de cal y otra de arena.
Así fue hace unos días, cuando un periódico italiano filtró un documento que batió récords de mofa, indignación y consternación en varios países europeos y que corrió como la pólvora por periódicos, televisiones y redes. Hablamos de un documento interno promovido por la muy virtuosa comisaria de Igualdad, la maltesa Helena Dalli, que definía las pautas de “comunicación inclusiva” a la que tenían que someterse todos los funcionarios de la Comisión. Una delirante lista de ejemplos, a cada cual más grotesco y cursi, que “desaconsejaban” a los eurócratas iniciar un discurso con el muy patriarcal “señoras y señores”, o les recomendaba dirigirse a los “ciudadanos” para no excluir a apátridas e inmigrantes ilegales. También recomendaban decantarse por un neutro y modoso “periodo de vacaciones” para así evitar el muy ofensivo “Navidad”.
Wokismo en estado puro
Es solo un “best of” de las mejores perlas que abundan en este documento. Invito a los lectores a leerlo entero y hasta a conservar un ejemplar de este monumento de wokismo químicamente puro para cuando vuelvan tiempos más cuerdos. Y si hablo en pasado de estas líneas es porque, ante la polvareda, la Comisión Europea ha despertado de su letargo y, en un arrebato de sentido común, las ha retirado ipso facto. Rectificar es de sabios, sobre todo ante semejante metedura de pata.
Salvo que no lo era. El documento fue un acto deliberado, un asalto de maximalismo woke en grado de tentativa, con nocturnidad y alevosía; un intento descarado de fagocitar 35.000 funcionarios para convertirlos en portavoces involuntarios de una ideología sectaria. A la comisaria de Igualdad la han pillado con las manos en la masa cometiendo un delito de apropiación indebida de una función pública que pertenece a todos y cuya principal virtud debería ser la neutralidad. Quizás Dalli ha bajado la guardia acostumbrada a la inmunidad de la que goza el clero políticamente correcto, quizás se ha confiado ante la pasividad con la que solemos tragarnos despropósitos de todos los tamaños y colores. Solo ruego a la versión europea de Irene Montero que admita que nada de esto fue un error. En su foro interior, todavía estará rumiando contra las fuerzas reaccionarias y oscurantistas que unen su rancio sentido común contra el imparable progreso y las fuerzas luminosas de la desconstrucción purificadora.
Palabras diseñadas para silenciar
Quizás el mayor error de Dalli haya sido táctico, puso la quinta y la sexta cuando podría haber circulado tranquilamente a velocidad de crucero por las aguas tranquilas del conformismo social. Esa lluvia fina que moja y cala leyes y, sobre todo, hábitos, comportamientos y hasta lo más espontáneo: nuestras palabras.
Hay que ir realmente sobrado para hacer descarrilar un plan que se lleva a cabo con implacable suavidad desde hace años. A la sombra de nuestras pantallas, que aniquilan (entre otras muchas otras cosas) nuestra memoria y nuestra perspectiva cronológica, vamos asumiendo palabras pensadas para convencer y diseñadas para silenciar. Vocablos cuya banalización es en sí una victoria ideológica, expresiones que obligan a jugar bajo determinadas reglas del juego. Y no me refiero solo a las enormidades rococó de nuestra amiga Dalli o al estrambótico “niñes” de su alter ego de Galapagar, sino a los trazos finos, impresionistas, que acaban impregnando nuestro vocabulario hasta amoldarlo sotto voce a una ideología determinada. Como muestra, tres ejemplos.
¿Por qué plegarse al uso de las “fobias” de todo tipo? ¿Por qué aceptar la “psiquiatrización” del lenguaje, a sabiendas de que este sufijo tan socorrido se suele utilizar para silenciar el debate y descalificar sin derecho de réplica? Dar la batalla de las ideas expresándose mediante el uso de “fobias” es marcarse un gol en propia puerta en la cancha del identity politics, un juego en la que el otro equipo define las reglas y también es el árbitro. Hoy en día, las “fobias” no son tanto la conceptualización de un rechazo reprobable hacia un colectivo sino la primera etapa para que una minoría se singularice y haga de sus diferencias un argumento de reivindicación.
También es revelador declamar sin carrerilla las variaciones del acrónimo LGBTI, que es en sí todo un manifiesto político y una concesión ideológica. La inflación de signos que le afecta es la prueba del algodón de cómo el lenguaje cesa de reflejar la realidad para convertirse en el espejo de una ideología. El otrora sobrio “gays y lesbianas” ha mutado en una esotérica sopa de letras y en un monumento de narcisismo sexual. Un arte de la lingüística militante que la Gobernadora General de Canadá llevó recientemente a su máxima expresión adornando su discurso de política general (Speech from the Throne) con un inigualable “2SLGBTQQIA+” que no repetiré dos veces. Descifrar este jeroglífico posmoderno está al alcance de pocos, pero repetirlo como un mantra sin entenderlo está al alcance de demasiados.
Finalmente, fijémonos en el uso cicatero de la palabra “diversidad”, una palabra que resuena como un canto a la bondad y al pluralismo cuando en realidad es un vector de atomización social y una pulsión nefasta para encasillar a las personas en función de su sexo, raza, tamaño o preferencia sexual. Y reducirlas a esa etiqueta. ¿Qué queda de la “colorblindness” de Martin Luther King? ¿O del mítico discurso de Haile Gebre Selassie (al que Bob Marley puso música) que llamaba a dar la misma importancia al color de la piel que al color de los ojos? Sin mencionar que la “diversidad” también se ha convertido en un bozal para aniquilar la más preciada de las diversidades: el pluralismo de ideas. Invocar lo diverso para imponer un pensamiento único, en éstas estamos.
Reconquistar la lengua
Señoras y señores (expresión que la Comisaria Dalli ha convertido en un grito de libertad), llueve sobre mojado. La manipulación del lenguaje es tan vieja como el poder y es un “arte” que los totalitarismos del siglo XX llevaron a su máxima expresión. A Orwell y a su celebérrimo “Politics and the English language” me remito. La Historia nos enseña que la manipulación del lenguaje es la antesala del totalitarismo y uno de sus aliados más fieles. Quizá estemos precisamente en este momento en el que todavía se puede corregir el tiro. No se trata de defenderse creando de la nada una jerga igual de despótica y artificial. Pero sí se trata de reconquistar el idioma deshaciéndose del poso ideológico con el que lo han manchado, y así confrontar al clero woke con lo que más temen, con el antídoto a sus delirios de iluminados: la realidad.