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“¡Que nos lo llevan! ¡Que nos lo llevan!” El grito del cerrajero José Blas Molina resonó en las calles de Madrid. El pueblo veía confirmadas sus sospechas sobre las intenciones de los soldados franceses: querían raptar al infante Francisco de Paula. La reacción fue inmediata. La señal de alarma actuó como detonante y la multitud de madrileños que se agolpaba frente al Palacio Real inició el asalto.

La revuelta de los madrileños fue espontánea, pero el descontento venía gestándose desde el momento en que las tropas francesas pisaron el suelo español. El rey Carlos IV acababa de ser forzado a abdicar a favor de su hijo, Fernando VII. Ambos fueron obligados a acudir a Bayona para reunirse con Napoleón, donde se iba a producir el hecho histórico conocido como las abdicaciones de Bayona, que dejaría el trono de España en manos del hermano del emperador, José Bonaparte.

El Levantamiento del Dos de Mayo es el nombre que se ha dado a la jornada de 1808 en la que el pueblo de Madrid se rebeló contra la ocupación de las tropas napoleónicas. La entrada de las tropas del Imperio en nuestro territorio se hizo de forma legal, al amparo del Tratado de Fontainebleau. El ejército francés se encontraba en Madrid porque las autoridades españolas les habían permitido el paso de camino a Lisboa. Gran parte de las élites de la época estaban entregadas a las ideas ilustradas procedentes de Francia y veían en Napoleón una especie de salvador para acabar con el tradicionalismo en Europa. El pueblo llano se mantuvo al margen de este proceso y, de hecho, motejó como “afrancesados” a los intelectuales españoles que abrazaban la filosofía de las Luces.

Los franceses no tardaron en vulnerar los límites de este Tratado y ocuparon plazas que no estaban en la ruta hacia Portugal. Las autoridades españolas no reaccionaron como hubiera hecho una nación soberana. Consintieron los desplantes y se amoldaron a las exigencias extranjeras. En esos momentos de incertidumbre política, las élites se cuidaron mucho de no dar un paso en falso ante quien se percibía el nuevo Poder en auge. Muchos cortesanos, comerciantes e intelectuales optaron por hacer méritos ante los ocupantes para poder ascender en el escalafón social.

El pueblo llano se mantuvo en el lado honroso de la Historia. Las clases populares y menestrales veían cómo se pisoteaba su patriotismo. Los jornaleros, los artesanos, los carboneros, los sirvientes y las costureras se echaron a las calles para enfrentarse contra el ejército más poderoso del mundo, armados solo con navajas, palos y escopetas de caza. La Junta de Gobierno designada por Fernando VII se sometió a la autoridad napoleónica y dio instrucciones expresas al ejército de no secundar la insurrección. Sólo unos pocos militares desobedecieron y se sumaron al levantamiento para defender la independencia y la dignidad de su país.

Representación de la muerte de Velarde frente al arco del parque de artillería de Monteleón (Manuel Castellano; Museo de Historia de Madrid).

La resistencia y el valor que mostraron los madrileños de a pie en esas horas de lucha convirtieron su rebelión en una gesta memorable. El levantamiento fue aplastado con mucho esfuerzo y violencia por las tropas imperiales. Sin embargo, la sangre derramada por aquellos héroes cotidianos fue la chispa que inflamó el patriotismo de los españoles y que acabó convirtiéndose en el detonante de la Guerra de la Independencia.

Arturo Pérez Reverte relata con todo lujo de detalle en Un día de cólera (2007) los acontecimientos de la jornada épica del 2 de mayo de 1808. Esta novela empieza con una cita de Ángel Ganivet en “Granada la bella”:

“Los que dieron la cara no fueron en verdad los doctos. Ésos pasaron todo el sarampión napoleónico, y en nombre de las ideas nuevas se hubieran dejado rapar como quintos e imponer el imperial uniforme. Los que salvaron a España fueron los ignorantes, los que no sabían leer ni escribir… El único papel decoroso que España ha representado en la política europea lo ha representado ese pueblo ignorante que un artista tan ignorante y genial como él, Goya, simbolizó en aquel hombre o fiera que, con los brazos abiertos, el pecho salido, desafiando con los ojos, ruge delante de las balas que lo asedian”.

Y añade Pérez Reverte en sus notas al final de la novela:

“Basta echar un vistazo a la detallada relación de 409 muertos y 160 heridos españoles (…) para comprobar quiénes se batieron realmente en las calles de Madrid: chisperos, manolas -resulta estremecedor el número de mujeres que lucharon y murieron ese día-, rufianes, mozos de mesón, albañiles, presidiarios, carpinteros, mendigos, niños, modestos comerciantes y pueblo llano, humilde”.

Otra mirada sobre el dos de mayo

En efecto, a pesar de que en las conmemoraciones oficiales y los noticieros mainstream se juegue al despiste, el Dos de Mayo no fue la resistencia del Estado español frente a la invasión de la Francia napoleónica. Fue la rebelión de las clases populares contra el ocupante tolerado (por afinidad ideológica, miedo o interés) por las élites ilustradas españolas. 

Y lo que movía a los madrileños de a pie no fue el odio a los franceses, sino el amor a su religión y a su patria. Episodios posteriores lo confirman.  El Trienio Liberal (1820-1823) terminó con el levantamiento realista, apoyado por los Cien Mil Hijos de San Luis. Este ejército francés cruzó los Pirineos y llegó tan ricamente hasta Cádiz. Los mismos españoles que en 1808 se habían alzado en armas contra el ejército invasor de Napoleón (y sus ideas revolucionarias) aplaudieron desde la cuneta a estos nuevos franceses como si fueran el pelotón del Tour.

En Un día de cólera se trasluce el respeto de Pérez Reverte por el coraje y el patriotismo que mostraron los de abajo ante una situación crítica. Sin embargo, para alguien que, además de patriota, tiene mucho de progresista y anticlerical, la Guerra de la Independencia le deja con el corazón partío.

Una historia de España (2019) tiene un pequeño capítulo llamado Días y años de cólera dedicado a este episodio. Y en él Pérez Reverte muestra la contrariedad de quienes creen ser los listos de la clase frente a un vulgo idiotizado por los curas:

“Y ahí es cuando llega el drama para los lúcidos y cultos; para quienes saben que España se levanta contra el enemigo equivocado, porque esos invasores a los que degollamos son el futuro, mientras que las fuerzas que defienden el trono y el altar son, en su mayor parte, la incultura más bestia y el más rancio pasado. Así que calculen la tragedia de los inteligentes: saber que quien trae la modernidad se ha convertido en tu enemigo”.

Y es que, a lo mejor -solo a lo mejor-, no es más “culto” quien lee más libros de moda, sino quien no olvida quién es y de dónde viene. Y que tal vez -solo tal vez- no es más “bestia” quien reza el rosario, sino quien exporta su idea de progreso a punta de bayoneta. Por eso, hay que admitir que, a veces -solo a veces-, la gente más sencilla puede ser la más “lúcida”, porque ve la jugada con más claridad y no se la pegan con el queso de moda.

Y, ya puestos, no estaría mal que estos días, en las celebraciones del Dos de Mayo, los solemnes oficiantes tengan la humildad de reconocer que quienes se creían los listos de la clase estuvieron a punto de tirar a España por el precipicio de la historia y que fueron los supuestos paletos quienes evitaron la tragedia.

¿La historia se repite?

Por desgracia, en la España de hoy podemos encontrar algunos parecidos razonables con la de 1808. La soberanía vuelve a estar en la cuerda floja. Tenemos unos Tratados que permiten a poderes exteriores una injerencia excesiva en nuestra patria. La mayor parte de las leyes que rigen nuestra convivencia tiene ya su origen en lejanos órganos comunitarios. Los sucesivos gobiernos de La Moncloa llevan décadas cediendo competencias a la Unión Europea, una súper-estructura opaca que arrastra un grave déficit democrático. Este proceso sigue alimentándose por una clase política “ilustrada” que no tiene inconveniente en entregar a Bruselas nuestra soberanía en cómodos plazos. Vuelven a ver en quienes dirigen hoy el rumbo de Europa una especie de salvadores para nuestras carencias. El parlamento europeo impone una política agraria que asfixia al campo y aún recordamos cómo el Tribunal Europeo de Derechos Humanos impuso a nuestros jueces la doctrina penitenciaria que debían seguir con los presos de ETA. Estos episodios vergonzantes son solo una muestra de cómo los poderes nacionales cada vez pintan menos. Y crece entre la gente común la convicción de que nuestros políticos volverían a dejarse rapar como quintos si así lo ordenaran Macron o Von der Leyen.

Ursula von der Leyen, presidente de la Comisión Europea

Son muchos los europeos de distintas tendencias políticas que empiezan a pensar que el actual proceso de construcción europea no funciona bien para todos. Sin embargo, los medios de comunicación se resisten a abrir un debate sosegado. Ante la falta de altura de nuestros políticos, es necesario que las clases medias y populares se atrevan a tomar la palabra. Las encuestas revelan tozudamente que alrededor del 65% de los ciudadanos de la Unión considera que su voz no se escucha en Bruselas.

En este contexto, creo que lo que el sentido común recomienda no es pisar el acelerador de la transferencia de competencias, sino iniciar un proceso de reflexión sobre la experiencia acumulada y sobre los valores en los que queremos que se inspire Europa. Paradójicamente, uno de los elementos fundacionales de la Unión Europea era el principio de subsidiariedad, conforme al cual el centro de decisión debía estar lo más cerca posible del ciudadano. No parece que este principio haya salido reforzado en las últimas décadas. Sin embargo, aún estamos a tiempo para revertir el proceso de pérdida de independencia. La soberanía vuelve a estar capturada, hay un plan para llevársela más allá de los Pirineos y nuestras élites políticas y económicas no lo ven (o no lo quieren ver) porque están de nuevo fascinadas por el espíritu del siglo.

Tal vez va siendo hora de que en las calles de nuestros pueblos se vuelva a escuchar el grito del hombre común: “¡Que nos la llevan!, ¡que nos la llevan!”