Dicen que el transhumanismo nos espera a la vuelta de esta esquina. Si no de ésta, de la siguiente. Y si no de la siguiente, pues de la otra.
¿La idea? Erradicar, gracias a la tecnológica, las limitaciones, la enfermedad y, en última instancia, la muerte. La tendencia al caos de nuestro cuerpo, su gusto por el declive, quedaría solucionado.
Aunque no para todos. Ya sea por motivos económicos o ideológicos, seguro quedarán humanos campando por ahí. Hijos del azar o, más primitivos aún, hijos de la Providencia. Gente de otra época, gente como nosotros, sojuzgada por los instintos y las circunstancias; los últimos quizás de este mundo que aún entiendan a Manrique y la belleza herida de los sonetos.
En frente, los transhumanos. Señores de su destino. Diseñarán sus hijos, si es que los tienen. Se mejorarán ellos mismos. Y todos se parecerán porque todos alcanzarán la perfección, tan inhumana. No tendrán verrugas ni contarán con los dedos. Entre los transhumanos no habrá error ni calamidad. Tampoco salvación. Serán como el doctor Manhattan: crípticos, redichos, condescendientes y, sobre todo, infinitamente aburridos.
Es de suponer que se librarán de muchas de las condenas que pesan sobre nosotros, los hombres. Pero, ay, cómo nos envidiarán.
Y a la postre, hagan lo que hagan, ajusten lo que ajusten, morirán igual. Y ése, paradójicamente, será su consuelo.