La proverbial belleza de Blancanieves radica en tres colores: el blanco, el rojo y el negro. En la película de Disney ―compañía criticada tanto desde poniente como desde levante, signo inequívoco de que algo bueno habrá hecho― no se especifica el origen de esta combinación; sin embargo, en las versiones escritas es siempre el pórtico de la historia, ya que el nacimiento de la protagonista se debe a un antojo motivado por la belleza dialógica de estos tres colores, como en una suerte de inseminación estética.
En los hermanos Grimm, por ejemplo, una reina se entrega a sus labores de costura mientras contempla nevar a través de una ventana cuyo marco es de ébano. Distraída, se pincha el dedo y tres gotas de sangre caen sobre la nieve. La combinación le agrada hasta el punto de que, «Poco tiempo después, tuvo una hija que era de piel tan blanca como la nieve, de labios tan rojos como la sangre y de cabellos tan negros como el ébano».

Little Red Riding Hood, a German fairy tale by the Brothers Grimm. Colour lithograph from the book «Deutsches Märchenbuch (German Storybook)», published by J.F. Schreiber, Eßlingen in 1875.
Si bien el rojo que colorea los labios de Blancanieves se debe a la sangre en todos los casos, pues universalmente evocador es lo que nos corre por las venas, los orígenes del blanco y el negro varían según la procedencia del relato. En El cuervo, más concretamente en la versión escrita por Giambattista Basile, el deslumbramiento se produce al reparar en un cuervo cuya sangre se ha vertido sobre una piedra de mármol. Las tres toronjas, también de origen italiano, presenta a un príncipe que se taja un dedo cuando estaba a punto de hendir el cuchillo en un requesón… Entonces «le entró el antojo de encontrar una mujer tan blanca y roja como aquel requesón teñido de sangre». Cambio lógico habida cuenta de que en Italia abundan los requesones y, a diferencia de Alemania, no tanto las nieves.
Pero las divergencias van mucho más allá. En el español La madre envidiosa, los siete enanitos se convierten en siete ladrones, que a la postre resultan ser los siete hermanos de Blancanieves; aunque en este caso no se llama Blancanieves, que es nombre que aquí no se da, sino Mariquita. También varía la cuasiresurrección de la princesa: para Disney hizo falta un beso de amor verdadero; en la tradición que recogen los Grimm bastó un tropiezo de los porteadores del féretro de cristal, ya que la princesa en realidad no estaba muerta, sino malamente atragantada; en la antes citada versión española, por citar un último caso, estaban a punto de enterrar el supuesto cadáver cuando una criada lo despojó de la camisa envenenada, lo que sirvió para que la chiquilla volviera a la vida.
La globalización antes de Ikea
Y lo que vale para Blancanieves vale para todos los llamados, no sin controversia, cuentos tradicionales. Siguiendo las delicadas y variables pisadas de Cenicienta, por ejemplo, podemos retroceder de las butacas de un cine del siglo XX a la Alemania del XIX, de ahí a la corte de Luis XIV, luego al Nápoles barroco y continuar, sin tocar el suelo, hasta el Antiguo Egipto. Así pues, algunos de estos relatos son tan antiguos como la civilización humana e igual de cambiantes. Aunque decir relatos quizá sea mucho decir. Más bien son tramas, motivos, líneas temáticas que se encarnan aquí y allá, como si esas historias hubieran formado una bóveda que un día se desplomó sobre nuestras cabezas y cuyos reconocibles fragmentos se desperdigaron por doquier, mutando y a la vez permaneciendo. En ese sentido, fue enorme la aportación de Vladimir Propp. Con su Morfología del cuento, logró cartografiar los cauces subterráneos de los que se nutren los cuentos tradicionales de todas las culturas. La globalización antes de Ikea.
Este aire de familia, esta similitud demasiado notoria como para ser accidental, requiere una explicación. ¿Por qué en todo tiempo y lugar se han contado, más o menos, las mismas historias? Según la tendencia historicista, la sorprendente diseminación se debería a las migraciones, teniendo su origen en el Cáucaso y la cultura indoeuropea. Según la tendencia antropológica, estas historias son hasta tal punto ubicuas que han de ser consideradas cristalizaciones de la condición humana, emanaciones de nuestro espíritu. Sin duda, la segunda tendencia es mucho más atractiva y, asimismo, concuerda con el parentesco que estos cuentos tradicionales guardan con ciertos rituales y mitos, a su vez tan antiguos como el tiempo y tan extendidos como el espacio. Además, como ellos, los cuentos sirven para culturizar y, sobre todo, para recordar cosas importantísimas que se han olvidado, pero que de algún modo permanecen emboscadas, intuidas en los símbolos.
Y entre los ritos, el de presencia más sostenida en los cuentos tradicionales es el de iniciación, es decir, aquel que recrea el paso a la vida adulta, con todo lo que este umbral tiene de maduración, riqueza y sacrificio. Al menos a mi modo de ver, esto indica que su receptor predilecto siempre fue la infancia. A menudo se dice, sobre todo por la crudeza de las primeras recopilaciones de los Grimm o la ironía en el caso de Perrault, que estos cuentos no estaban dirigidos a los niños en principio. Lo dudo mucho. Los temas, los protagonistas, la tensión dramática en torno al crecimiento, el vivo e instantáneo interés que despiertan en los más pequeños… Todo ello, sin necesidad de entrar en las referencias directas al oyente infantil, que también las hay, me inclinan a pensar que los niños no llegaron a estos cuentos con la fiesta ya comenzada. Otra cosa es que la historia, si es honda y está bien contada, atraiga y deleite independientemente de la edad.
Ahora bien, dado que su destinatario privilegiado son los niños, muchos recelan porque lo consideran un medio ideal para el adoctrinamiento; palabra esta con la que solemos denominar la educación con la que no comulgamos. Podríamos discutir hasta qué punto toda literatura es moral, pero en el caso de los cuentos tradicionales no cabe ninguna duda. Explícita o no, siempre hay una enseñanza. Esto nunca había supuesto un problema, pues se consideraba que los mensajes trasmitidos eran convenientes e ilustradores; no en vano, decía más arriba, hunden sus raíces en la misma condición humana. Hasta ahora. Sea porque nuestra civilización está hastiada de sí misma o porque ha perdido pie; sea porque lo que siempre fue está dejando de serlo, las historias de toda la vida han sido puestas en la picota.
Al igual que los demás frutos de nuestra cultura, los cuentos populares están siendo deconstruidos. Son sospechosos, por ejemplo, de abrillantar el sometimiento de la mujer. El análisis en sí no les hace demasiado daño, venga de donde venga, como demuestra el hecho de que salieran con paso firme, diría que hasta enriquecidos, del imaginativo psicoanálisis al que los sometió Bruno Bettelheim. El verdadero problema surge cuando se prohíben o arrinconan, y, por encima de todo, cuando son sometidos a retoques, inversiones… castraciones más o menos bienintencionadas, pero siempre desastrosas porque suelen arrebatarle vigor y significado, acometida.
Con todo, el tema no está tan claro como pudiera parecer, especialmente por las variaciones que reconocíamos al principio: no hay una versión canónica ni unos gatos con botas con más gatoboteidad que otros. Sin embargo, sí hay un núcleo, un nervio principal que ha de ser respetado, so pena de arruinar el valor que les ha hecho atravesar los siglos. El inconveniente es que ese tuétano, que es toda su riqueza, no está a la vista ni se entiende bien. Funciona, eso está claro, pero nadie sabe muy bien cómo, por eso lo más conveniente es tratarlos con mimo y reverencia, con temor a romperlos. El secreto de los cuentos tradicionales se esconde en nuestra naturaleza, de ahí que esta y aquellos tengan enemigos comunes.