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Un autor de cuyo nombre no puedo (o no quiero) acordarme dijo alguna vez que no conviene regresar a los sitios donde fuimos felices. En definitiva, como escribió Lord Byron: “el recuerdo de una dicha pasada es triste, mientras que el recuerdo de un pesar sigue siendo pesaroso”. Sobran los ejemplos de estos sinsabores: un restaurante cuyos platos ya no son lo que eran, un antiguo amor cuya apariencia sufrió los reveses de la vida o un cine demolido y reemplazado por una sala de juegos. Sin embargo, como el buen vino, algunas cosas mejoran con el tiempo.

¿Y a qué vienen estos devaneos mentales? En la inmensa mayoría de Hispanoamérica existe una serie de televisión que no perdió vigor con el paso de los años. Tan pronto un programa televisivo fracasa, las aventuras de cierto personaje épico ocupan las pantallas para regocijo de las audiencias, sin importar la edad. Sus valores, enseñanzas, secuencias de acción y moralejas son, puede decirse, imperecederas. Hablamos de El Zorro.

La historia de El Zorro es también la improbable historia de Johnston McCulley, un prolífico escritor de pulp nacido en Illinois a finales del siglo XIX. Al igual que Emilio Salgari (profundo desconocedor del Sudeste Asiático) con sus novelas de Sandokán situadas en Malasia e Indonesia o el general Lew Wallace (quien nunca pisó Tierra Santa) con su Ben-Hur que transcurre en esos suburbios del Imperio Romano, McCulley pergeñó la historia de un personaje novohispano totalmente alejado de su propia idiosincrasia: una muestra más de que la imaginación vence a la distancia.

Y el personaje funcionó. Pensado como el protagonista de un serial publicado en la revista All-Story Weekly, El Zorro hizo fortuna y se convirtió en una novela, La maldición de Capistrano (The Curse of Capistrano) publicada en 1919. El resto es ya leyenda.

Pero a todo esto… ¿Quién es El Zorro?

Una descripción acabada y multidisciplinaria de lo que El Zorro implicó como personaje de ficción excedería por mucho el espacio de estas páginas. A modo de resumen, podríamos decir que, probablemente, el arquetipo zorruno se haya consolidado mediante la exitosísima serie de televisión de la que hablamos al principio. Con una majestuosa producción para la época, Walt Disney Productions inmortalizó al encapotado justiciero en setenta y ocho capítulos que se extendieron entre los años 1957 y 1959, sumados a cuatro episodios especiales. El reparto principal estuvo compuesto por sólidos intérpretes del mundo de la TV y el cine: Guy Williams (Don Diego de la Vega, el alter ego de El Zorro), George J. Lewis (su padre, Don Alejandro), Henry Calvin (como el magistral sargento Demetrio López García) y el mimo Gene Sheldon como Bernardo, fiel ayudante sordomudo (en realidad, como veremos, solamente mudo) de nuestro héroe. Ahora, vamos a la trama.

La premisa es simple: en la entonces apacible y bucólica localidad de Los Ángeles, parte del Virreinato de Nueva España (por poco tiempo, ya que los hechos suceden en 1820), los ciudadanos padecen el yugo de diversos villanos que, alejados geográficamente de la metrópoli, aprovechan la situación para maltratar y explotar a los sufridos criollos. Tres estamentos representan a los malvados: el ejército (a través del capitán Enrique Sánchez Monasterio, encarnado por Britt Lomond); la judicatura (el magistrado Carlos Galindo, interpretado por Vinton Hayworth) y, finalmente, las sociedades secretas revolucionarias (en este caso, la encabezada por Él Águila, misterioso villano personificado por Charles Korvin).

Luego de años de tiranía y sojuzgamiento, la aparición de El Zorro provoca un cambio en el statu quo y reivindica a los habitantes de Los Ángeles, pero.. ¿quién es realmente El Zorro? Ni más ni menos que Don Diego de la Vega, hijo de uno de los prohombres de la sociedad angelina (Don Alejandro de la Vega). Diego, joven donjuán de vida disipada, regresa de España, donde cursó sus estudios universitarios y (secretamente) se inició en las aristocráticas artes de la esgrima y la equitación. A lomos de su fiel caballo negro Tornado (aunque también cabalgaría a Fantasma, equino completamente blanco), se dedica a proteger a los desvalidos y reivindicar a los marginados. Cuenta para ello con la ayuda de Bernardo, su leal escudero que, fingiendo sordomudez (solamente es mudo), puede enterarse fácilmente de lo que se cuece en la ciudad. El resto de la sociedad angelina (Don Alejandro incluido) ignoran patentemente la verdadera identidad de El Zorro y existe una división social plena entre quienes lo apoyan como vindicador de los desheredados de la Tierra y quienes lo tildan de vil bandolero.

Un héroe romántico

Como en toda ficción que se precie, Don Diego de la Vega podría ser fácilmente identificado como El Zorro (y, a lo largo de la serie, esta hipótesis se maneja en reiteradas ocasiones), pero nadie parece reparar en que, como sucede con Clark Kent (Superman), Peter Parker (Spiderman), Bruce Wayne (Batman) o el Príncipe Adam (He-Man), los rasgos, actitudes e incluso la voz del superhéroe son idénticos a los de su improbable alter ego. En definitiva: El Zorro, eximio espadachín, ácido orador y formidable peleador, se adueña del corazón de Los Ángeles (y, todo sea dicho, del de sus ciudadanas). Como en toda producción de Disney, las muertes son esporádicas y nada violentas: El Zorro castiga, diezma, humilla o inhabilita moralmente al malvado, pero no lo mata. Y un detalle interesante para los sociólogos aficionados: El Zorro, como Batman, no intenta cambiar el sistema, sino mejorar las condiciones de los castigados por la opresión. Estaríamos ante, puede decirse, un héroe oligarca y reformista… ¿Quizá un Gatopardo con capa y espada?

La repercusión de la serie (en una época de idilio hollywoodense con el mundo hispano) difícilmente pueda ser exagerada: apariciones públicas, consagración para sus intérpretes e, incluso, giras intercontinentales; el propio Guy Williams terminó sus días en Argentina, donde falleció en 1989 luego de haberse enamorado del país de Gardel (y, como El Zorro, de sus mujeres). Como muestra de tanta pasión, baste con decir que las escuelas de Los Ángeles tuvieron que tomar medidas ante la constante aparición de “zetas” grabadas en sus paredes por jóvenes émulos del héroe. Hollywood, que huele el éxito, intentaría extenderlo en los años ’90 mediante una digna remake protagonizada por el canadiense Duncan Regehr. Filmada íntegramente en Madrid, contó con la presencia de una leyenda de Hollywood como Efrem Zimbalist, Jr. y la curiosa participación de un púber Juan Diego Botto (bajo el nombre de “Felipe”) en una joven versión del ayudante de El Zorro.

El legado cultural del justiciero de la capa negra y la Z blanca es inconmensurable. Su historia se replicó en infinidad de manifestaciones artísticas: cómics, cine, televisión, radio, teatro… La lista de los actores que lo interpretaron haría las delicias de cualquier amante del cine: Douglas Fairbanks en La marca del Zorro (1920) y Don Q, el hijo del Zorro (1925); Tyrone Power (El signo del Zorro, 1940); Frank Langella (La marca del Zorro, 1974); Alain Delon (El Zorro, 1975); George Hamilton (Estos zorros locos, locos, locos, 1981); Anthony Hopkins (La máscara del Zorro, 1998) y conspicuos españoles como Antonio Banderas (en tándem con Anthony Hopkins) y José Suárez (La montaña sin ley, 1953), entre tantos otros.

No sabemos si, en pleno siglo XXI, El Zorro defendería el statu quo. Ignoramos si protegería a las grandes empresas o a los magnates financieros: sin embargo, nos gustaría ilusionarnos con un héroe previsible y verosímil. Confiemos, pese a atravesar épocas de PlayStation y Xbox, youtubers e influencers. En algún rincón del planeta, todavía hay niños que, espada en mano y capa negra al viento, pretenden poner una pizca de Justicia en un mundo infame.