A veces pienso que tuve una infancia más parecida a la de mis padres, con quienes me llevo casi tres décadas, que a la de mi hermano pequeño, doce años menor que yo. Y lo pienso, claro, con un corazón agradecido.
Los niños que crecimos en los noventa lo hicimos en un mundo que se ha desvanecido; un abismo nos separa de las quintas posteriores. Los últimos millenials nos sentimos a veces absolutamente ajenos a la generación zeta y no digamos a la alfa —los nacidos a partir del año 2010—. Un poco como Cortés y sus hombres llegando a un mundo nuevo al arribar a las costas de Cozumel.
El repliegue de una infancia feliz
En mis tiempos —qué mal suena eso— los chavales jugábamos al fútbol, montábamos en bici, echábamos carreras montados en carritos de la compra, nos subíamos a los árboles, nos poníamos hasta arriba de barro. Qué decir de las épicas batallas campales, de bolas de nieve en invierno o de globos de agua en verano. Las niñas, además, saltaban a la comba y hasta la rayuela aún se resistía a morir. Y todos, niños y niñas sin distinción, hacíamos el trasto. Qué decir del inacabable universo de cromos, peonzas, canicas y chapas, que volvían de tanto en tanto al patio del colegio a confirmar la teoría nietzscheana del eterno retorno. No es que estas cosas ya no se den, pero no cabe duda de que están en peligro de extinción.
A estas alturas, todos tienen ya en la cabeza los dos elementos que faltaron —o tuvieron poco peso— en nuestras infancias y que nos separan de los más jóvenes: internet y las consolas. En efecto, los grupos de amigos no quedábamos en la pantalla del videojuego de moda, sino en la plaza. O nos recorríamos los portales del barrio recogiendo a los miembros de la pandilla.
Tampoco es cuestión de demonizar la tecnología, que sin duda tiene sus ventajas. Sin ir más lejos, la cantidad de información de que hoy dispone un adolescente para elaborar cualquier trabajo escolar es infinitamente superior a la que pudiera encontrarse en su día en una enciclopedia. Si bien es cierto que la cantidad no siempre significa calidad, pero ese es otro tema.
Abducidos por las pantallas
Decía que no conviene demonizar, pero tampoco abandonarse a esa peligrosa idea de loar el progreso por el progreso. La tecnología tiene sus riesgos y, si ya los sufrimos los adultos, más aún los niños y adolescentes, que cuentan con menos experiencia y herramientas para sortearlos.
Por ejemplo, en un informe reciente, la Asociación Española de Pediatría ha relacionado el mal uso y el abuso de las pantallas con los trastornos del sueño, la falta de atención y una disminución del rendimiento académico. Pero el exceso de tecnología no afecta solamente a la mens sana, sino también al corpore sano: los pediatras advierten de la conexión entre pantallas y el aumento de la obesidad y el sobrepeso. Vaya, que los doctores confirman lo que los vecinos de a pie ya observamos por nosotros mismos: «Los niños cada vez son más sedentarios».
Pero pongamos cifras a ese abuso tecnológico. Un documento de la Ofcom, un organismo público británico, fechado en 2019 señala los siguientes datos sobre los niños de 12 a 15 años en el Reino Unido. Agárrense. El 83% tiene móvil propio —una cifra que llega al nada despreciable 35% entre los chicos de 8 a 11 años—. Aunque no hace falta cruzar el Canal de la Mancha; ¿o acaso el regalo estrella de la primera comunión no suele ser hoy en día un móvil? El mío, por cierto, fue un reloj que aún debe andar por algún cajón. Pero sigamos con los pobres infantes británicos.
El 50% tiene tablet propia, el 90% ve la televisión una media de 13 horas y media por semana, el 99% permanece online una media de 20 horas y media por semana, el 69% tiene perfil en redes sociales y el 76% juega a videojuegos una media de 13 horas y media por semana.
Perdonen la avalancha de cifras, tan sólo pretendía aportar un toque empírico a lo que todos nosotros ya intuimos. Como decía Rilke, «la verdadera patria del hombre es su infancia». Pongamos cuidado en el tipo de mundo en que les dejamos crecer.