Si es verdad que de una boda sale otra boda, también lo es que de un reportaje sale otro reportaje. Nos sucedió cuando fuimos a Extremadura, a entrevistar en su finca a Lolo de Juan, cazador. Fue este quien nos presentó a Enrique Zunzunegui -en adelante, y por acortar, Zunzu-, que andaba por allí atareado en labores propias de su oficio: amansador de caballos.
Pero no un amansador cualquiera, sino, en palabras de Lolo, uno de los mejores del mundo, cuando no el mejor. De ser cierto, y por qué no lo iba a ser, Zunzu merecía una entrevista. Así que aprovechamos el viaje para tirarle unas fotos, intercambiar números de teléfono y emplazarnos para más adelante. Dicho y hecho.
Semanas después, quedamos con Zunzu, bien pronto por la mañana, en una urbanización de Madrid, para desde allí ir, en su coche, hasta la finca en Ávila donde tiene pensado asentarse más pronto que tarde, tras algunos años yendo de acá para allá, como un nómada.
Porque su pasión por los caballos le ha llevado a vivir en países como Costa Rica y Venezuela y, más recientemente, en la Patagonia chilena. Allí permaneció tres años en un parque nacional, el de Torres del Paine, donde hay contados cerca de 100 caballos salvajes con unos comportamientos nunca vistos en el mundo (en el mundo de hoy, se entiende). Y allí le sucedieron cosas que le convencieron de que era llegada ya la hora de volver a casa.
La historia de Zunzu, una historia de caballos
Pero no adelantemos acontecimientos y empecemos por el principio, cuando nuestro protagonista contaba solo un añito de edad (o sea, hace 38), que es de cuando data su primer recuerdo: el de querer que lo montaran en una yegua. Hay una instantánea en el álbum familiar que inmortaliza el momento, y habrá quien diga que recuerdo tan temprano no es tal, sino únicamente una ensoñación fabricada después de mirar una y otra vez la citada foto. Sin embargo, en conversaciones con el escritor José Luis Olaizola, el psiquiatra Juan Antonio Vallejo Nágera explicó que sí, que neurológicamente es posible coleccionar recuerdos de cuando se tiene un año, incluso menos.
Sea lo que sea, lo cierto es que la historia de Zunzu no se explica sin los caballos. Ni la naturaleza. Residentes en Madrid, los padres de Enrique, sin embargo, eran de los que tan pronto llegaba el viernes por la tarde metían a los niños en el coche para pasar el fin de semana en la finca que tenían en Guadalajara. La infancia de Enrique son momentos de alegría por amanecer los sábados bien pronto en el que sería ya para siempre su hábitat natural y de tristeza, casi abatimiento, el domingo por la tarde por tener que regresar a la gran ciudad, con su rutina de clases y deberes.
Cómo sería la cosa que, ya adolescente, Zunzu no renunciaría a salir por Madrid los viernes por la noche, eso sí, acudiendo cada sábado a su encuentro con la naturaleza, sin importar lo muy tarde que hubiera llegado a casa la noche anterior ni lo perjudicado de su estado.
Hacer de una pasión una forma de vida
Semejante querencia por el campo y por sus cosas explica que, llegado el momento de elegir estudios universitarios, Zunzu optara por Ciencias Ambientales, cuyo plan de cuatro años parecía diseñado, como casi todas las carreras, para la formación de funcionarios y oficinistas. Y no estaba Zunzu hecho para las jornadas de 9 a 2 y 4 a 7, los dolores de espalda y dejarse las pestañas en la pantalla de un ordenador. Lo suyo, por si queda alguna duda, eran los caballos.
Ahora bien, tener clara tu pasión en la vida no garantiza poder vivir de la misma. Por eso, los años en que tardó en resolverse la incógnita de si los caballos terminarían ocupando el casillero del ocio o el de la profesión, Zunzu repartió publicidad por la calle, puso copas en un bar, trabajó en una inmobiliaria, fue teleoperador…
A la vista está que finalmente se dedicó a lo que le gustaba, solo que sin hacerse rico e invirtiendo buena parte de lo que ganaba en su formación, todavía hoy. Porque en su galopar por el mundo, Enrique Zunzunegui ha preguntado acerca de sus saberes a vaqueros andaluces, gauchos de la Pampa y llaneros venezolanos, entre otros, dándose por satisfecho con sus respuestas siempre que estas no fueran «porque sí, porque así lo hacían nuestros padres y, antes que nuestros padres, nuestros abuelos».
Buscando respuestas
Que quede claro, eso sí, que no es Zunzu uno de esos revolucionarios que ponen en cuestión lo tradicional solo por ser tradicional. Lo que pasa es que para él las cosas, los caballos, la vida, tienen que tener un porqué, si no, pueden llegar a ser una mera concatenación de inercias.
Y fue, precisamente, buscando respuesta a esos porqués que a su licenciatura en Ciencias Ambientales, Zunzu sumó títulos de mucha más utilidad, como el de técnico herrador -y eso que dice no estar hecho para los dolores de espalda- y el de alumno aventajado de Lucy Rees, galesa que ha consagrado su vida a los caballos, de idéntica manera que Jane Goodall ha hecho lo propio con los primates, viviendo y trabajando una y otra entre los objetos -¿o habría que decir sujetos?- de su estudio y su pasión.
No se trata de desgranar el método de Lucy Rees para la doma natural, pues ni es esta una publicación especializada ni todas las notas -en total, varias páginas de libreta- que tomamos el día aquel que acompañamos en Ávila a Zunzu serían suficientes para transmitir un relato acabado. Con la dificultad añadida de que con la misma autoridad con que nuestro protagonista te habla de doma también lo hace de ‘turf‘, de enganche o de salto.
Un apasionado
El tío, para qué negarlo, es un apasionado de lo suyo. Lo notas cuando lo oyes hablar y, sobre todo, cuando lo ves actuar. Observándolo, uno entiende mejor que la etimología del verbo domar sea el latín domare que, a su vez, viene de domus, esto es, de casa. O sea, domar es hacer de la casa.
Y, bueno, hasta aquí el texto de un profano en la materia que de caballos sabe poco y sabe mal, como que si te acercas mucho son capaces de tirarte un bocado o soltarte una coz. Pero, claro, esto no puede acabar aquí ni así. Pues de los tres porqués del título, algo se ha hablado de caballos, un poco de la vida y nada, en cambio, de Dios. Y esto así porque el último protagonista se coló de rondón en la historia, en la de Enrique Zunzunegui con Él y en la nuestra con Enrique Zunzunegui. Vamos primero con lo segundo y segundo con lo primero.
A nosotros nos sucedió que, nada más montarnos en el coche de Zunzu, a punto estuvimos de sentarnos en el libro que en esos momentos se estaba leyendo: ‘El regreso del hijo pródigo’, de Henri J. M. Nouwen, un extenso comentario de la parábola evangélica, a partir de la contemplación del cuadro de Rembrandt. A pesar de lo poco que conocemos a Zunzu, cabe descartar que hubiera colocado el volumen allí, a modo de postureo. No parece eso ir con su estilo, nada dado al embellecimiento personal y a la venta de humo al por mayor.
El retorno a la fe
El título, eso sí, dio lugar, a confidencias por parte del entrevistado, entrelazadas con historias de caballos. De hecho, como adelantábamos, su retorno a la fe se verificó en el parque natural aquel de la Patagonia, allá donde cerca de un centenar de ejemplares vivían en asilvestrada libertad. En principio, nada extraño, pues si Dios se manifiesta a los hombres, necesariamente lo hará a través de sus historias, esto es, de sus vidas. Y, sobra recordarlo, la vida de Zunzu han sido -y son- los caballos.
¿Retorno a la fe? Sí, porque lo de Zunzu ha sido un regreso a la Casa del Padre, como la del hijo pródigo. A ver, no es que pidiera por adelantado la parte de la herencia que le correspondía, ni que la malgastara en comilonas y borracheras o con mujeres de dudosa reputación, ni que terminara salivando ante las algarrobas con que se alimentan los puercos. O no que sepamos.
Es, más bien, que Zunzu llevaba años, casi desde la niñez, sin pisar una iglesia, ni confesarse (mucho menos comulgar), ni acordarse de Santa Bárbara siquiera cuando tronaba. Durante ese tiempo, su única conexión con la fe de sus mayores había sido una cierta veneración o una veneración cierta -en cualquier caso, nunca abandonada del todo- por la Virgen María.
De la mano de un carpintero
El caso es que el camino de vuelta -a la Casa del Padre y también aquí a España, donde Zunzu tiene sus raíces- lo inició de la mano de un carpintero. Y no hablamos, no, de Jesús de Nazaret, sino de uno de los miembros del equipo de trabajo de Torres del Paine. Se trataba de un chileno de Punta Arenas, todo un personaje con quien Zunzu enseguida congenió, a pesar de sus enormes diferencias (de estrato social, por ejemplo) pero gracias a sus muchos paralelismos (toda una vida peregrinando, las más de las veces sin ser siquiera conscientes).
Si desde el principio algo llamó la atención a Zunzu de su compañero, hoy hermano del alma, fue su alegría constante, indiferente a los estados de ánimo, las estaciones del año y las fluctuaciones de la bolsa. Luego sabría Zunzu que la fuente y anclaje de su amigo era la Divina Misericordia, una devoción de la Iglesia dada a conocer, principalísimamente, por santa Faustina Kowalska, monja polaca de comienzos del siglo XX.
Y difundida también, en menor medida, por legiones de apóstoles anónimos desperdigados por el mundo, como ese misterioso carpintero de la Patagonia, que no duda en levantar, con sus propias manos, y a cambio de nada, espacios dedicados a la Divina Misericordia, allá donde le dejen, cuanto más pobre sea el sitio, mejor. O cierto jinete, durante años cabreado con el mundo y con la Iglesia, y que hoy, cuando regresa a los últimos bancos de comulgar, no puede evitar romper en llanto, como el que muere y vuelve a la vida, o estaba perdido y ha sido encontrado.