A diferencia de las hadas, Dios no muere porque dejemos de creer en Él. A lo sumo podrá entristecerle. Y en tal caso, no andará muy contento. Ni siquiera con España, su ojito derecho de toda la vida.
En Cómo el mundo occidental perdió realmente a Dios, Mary Eberstadt afirma que “la secularización es el fenómeno por el que los protestantes se hacen ateos y los católicos se hacen protestantes”. Aquí ha sido un poco a lo bruto. Empezamos con eso de “yo le cuento mis pecados directamente a Dios” y, en cuestión de días, dejamos de tener pecados. Acabar en el ateísmo era cuestión de tiempo, de poco tiempo. Lo atestigua el CIS. A finales de los 90 el ateísmo no llegaba al 4%. En 2018, entre los que nunca han creído y quienes lo han dejado de hacer, llegaríamos al 33 por ciento. Uno de cada tres DNI lleva la foto de un descreído.
Hay, no obstante, un llamamiento a pie de página. Lo advierte Eberstadt. Lo advierte hasta la Wikipedia. La tendencia puede estar cambiando. Resulta que las familias que más hijos tienen, por lo que sea, son creyentes; realmente el factor decisivo es la creencia de la madre. Y los hijos de madres creyentes, por lo que sea, tienen más probabilidades de ser creyentes a su vez. Por el contrario, el ateo no quiere traer demasiados hijos al mundo. O pocos o ninguno. Es como un mulo, pero por decisión propia. De yegua vino, pero nadie, o casi nadie, vendrá de él.
¿Creer es cosa de tontos?
Veremos cómo acaba todo esto si Dios nos da salud –ya ven ustedes de qué lado cae mi madre–. En cualquier caso, lo indudable es que el ateísmo se propaga. Algo hay en la época que le sienta de maravilla. Y aunque varias y escurridizas serán las razones, no cabe duda de que una de ellas es el avance de la ciencia. Parece que, en esto de creer, más daño hizo Darwin que Nietzsche. De hecho, el ateísmo se incrementa en las personas con estudios, y más aún si esos estudios son del área científica. A más conocimientos, a más números, menos fe. En otras palabras, creer es cosa de tontos, iletrados y gente de letras.
Eso se dice. Y bien estaría de no ser porque el fenómeno responde a un enorme equívoco. El ateo se para, se frota la barbilla y piensa haber superado la superstición de sus padres. Piensa que Dios es incompatible con el simiesco cráneo del Australopithecus, con el centelleo de las neuronas, con la voz de Carl Sagan atravesando la enormidad del cosmos. Sin embargo no es así. Él cree que sí, pero no es así. Y, si me permiten el inciso, diré que es una de las cosas que más me admiran de Dios: se ha permito el lujo de crear una criatura capaz de negarlo. Es una absoluta genialidad.
A lo que íbamos. El equívoco: cuando alguien aduce el progreso para negar a Dios, en realidad lo hace a través de consideraciones no científicas, sino filosóficas, porque a día de hoy la ciencia no ha refutado, ni está refutando, ni parece que vaya a refutar a Dios. Lo explica Francisco José Soler Gil en su libro Mitología materialista de la ciencia: “Se trata, desde luego, de una representación deformada de la ciencia, en la que se intenta hacer pasar por resultados científicos lo que no son más que interpretaciones particulares de los mismos”. Esa interpretación –está visto y demostrado que Dios no creó el mundo– se ha generalizado a pesar de ser errónea, en parte por una desproporción en la publicidad y la difusión. Todos conocemos a Russell, Hitchens o Dawkins; pocos a Polkinghorne, Plantinga o Swinburne.
Una batalla con dos contrincantes
Para resumir –y lo hago con brocha gorda– digamos que en esta cuestión se enfrentan dos contrincantes. En una esquina, los naturalistas, para quienes la materia lo originó todo y todo lo explica; en la otra, los teístas y su propuesta de que el origen se encuentra en una inteligencia creadora. No hablamos de creacionismo; no se trata de ignorar tal o cual evidencia empírica, sino, a la vista de los hallazgos científicos, sostener que resulta más plausible que todo haya sido creado por un acto de voluntad y razón que por una serie de eventualidades afortunadas a partir de la materia inerte. Es el conocimiento de los astros perezosos, de las partículas inquietas, lo parece indicar que el mundo lleva firma.
En el marco de este artículo, sería imposible siquiera esbozar los argumentos principales, pero me contento con dirigir al lector a las obras de referencia en nuestra lengua. Sin abandonar a Soler Gil, quien además tiene la honestidad socrática de presentar siempre la versión más fuerte de su adversario, encontramos su reciente e iluminador El enigma del orden natural. Se trata de un ensayo que gravita en torno a un hecho prodigioso que quizá haya empañado la costumbre; en palabras de Polkinghorne: “la ciencia tiene el privilegio de investigar un universo que es tanto racionalmente transparente como racionalmente hermoso”.
Porque es prodigioso, primero, que el universo sea, y que no contento con ser, lo sea ordenadamente, ajustado por unas leyes que han propiciado el florecimiento de la vida. Y dentro de la vida, un animal bípedo, apenas peludo y autoconsciente, dotado de una razón capaz no sólo de tenerlo alimentado, calentito y en busca de maneras estrambóticas de reproducirse –o de no hacerlo–, sino también de escrutar y deleitarse con esas leyes que le han permitido existir. Parece como si una chispa de la razón original hubiera incendiado nuestras mentes. Y desde entonces arden. Somos racionales, a imagen y semejanza.
Y es asombrosa la manera en que esa razón se siente bellamente desafiada por la realidad; para ella, el mundo tiene, ante todo, la forma de un interrogante. Habitamos un mundo deseoso de ser leído, descifrado. Y ese sería otro de los puntos fuertes del teísmo: no sólo lo observado, sino también el instrumento de observación, esto es, la mente humana, la mente consciente. Y resulta de nuevo asombroso que nuestra herramienta para despejar la incógnita de lo creado sea una incógnita a su vez.
La escurridiza conciencia
Aquí se hace de obligada recomendación la figura de Juan Arana, especialmente su libro La conciencia inexplicada, en el que analiza los repetidos fracasos de la neurociencia a la hora de explicar el trajín de nuestro pensamiento. Sin embargo, al igual que vimos con la ciencia en general, volvemos a encontrar un prejuicio generalizado. Por lo común se cree que el estudio del cerebro ha despejado todas las dudas acerca de nuestras entendederas. Comprobamos la efectividad de las hormonas para voltear nuestro ánimo, observamos las borrascas coloridas del escáner cerebral y listo; se sacuden las manos porque la cosa está resuelta: el cerebro piensa como el estómago digiere. Que pase el siguiente.
Y no es así. Cierto que en los últimos años la neurociencia ha avanzado mucho en la relación entre los procesos neurales y la actividad mental, pero eso no implica que nuestro ser pensante esté visto para sentencia. La conciencia, entendida como “dimensión autotransparente de la vida psíquica en virtud de la cual el sujeto pensante se convierte en espectador activo de sí mismo” –nada menos–, sigue siendo un misterio. Más aún, autores como el propio Arana o Thomas Nagel sostienen que esto no cambiará por más años que pasen, que la conciencia, dadas sus características, se escurrirá cada vez que el materialismo crea haberla atrapado. Nuestros pensamientos no son los pensamientos de un mono arribista, sino un salto ontológico al que, si le cerramos la puerta, entra por la ventana. Y cuando se le tapie la ventana, se descolgará por la chimenea.
Acabo. Pero acabo advirtiendo que nada de lo anterior supone necesariamente que Dios exista ni que creara el mundo. Al parecer eso es materia de fe. Y la fe no puede dártela nadie con bata blanca, ni siquiera con sotana negra; como mucho podrá trasmitírtela tu madre. En cualquier caso, lo que sí revelan los trabajos de pesadores como Arana o Soler Gil es que, con los datos científicos encima de la mesa, la ciencia está lejos de haber constatado nuestra orfandad, por más que la opinión pública apunte lo contrario. Es más, a día de hoy la ciencia sigue siendo, como en sus orígenes, un método maravilloso y maravillado para asomarnos, tal vez, quizá, puede, al menos hay razones de sobra para creerlo, a la mente de ese Dios que lo creó todo y luego optó por la discreción. Diría que por la timidez, pero no me atrevo.