Hoy se conmemoran los 122 años del nacimiento en Barbastro de san Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei. En el diciembre pasado, en el marco de un espléndido simposio sobre su figura que se celebra bienalmente en Jaén, fui invitado a hablar sobre su enseñanza y experiencia de la amistad. Aprovechemos en Centinela algunas de aquellas reflexiones para sumarnos a la fiesta de cumpleaños de uno de los santos más influyentes y, por tanto, controvertidos en la historia de la Iglesia y de la España contemporáneas.
En su predicación sobre la amistad ocurre como con todo su mensaje. San Josemaría no tenía ningún prurito de novedad. Su enseñanza siempre está anclada en las palabras de Cristo, en la tradición de la Iglesia y en la cultura clásica. En el sentido común, por tanto. Sin embargo, nuestro mundo recibe esas enseñanzas tan antiguas con una evidente sorpresa, como si le cogiesen de nuevas. Pasó con lo de volver a vivir como los primeros cristianos, con su llamada universal a la santidad, con su revaloración de los laicos, con su amor por la libertad, con la santificación del trabajo, con su defensa de la ortodoxia moral y también con su apelación a la aristocracia de espíritu, como tuve ocasión de explicar en una conferencia en el Colegio Mayor Moncloa. No decía nada nuevo, pero sonaba como nuevo de olvidado como se lo tenía.
Una amistad clásica
Para Escrivá de Balaguer la amistad es un eje esencial de su vida –hay muchas y bien documentadas anécdotas– y, en consecuencia, de su predicación y, por tanto, de su legado. Ha escrito el prelado Fernando Ocáriz que «san Josemaría nos recordaba continuamente la importancia humana y cristiana de esta realidad. […] Como sabemos bien nos insistía en que el principal apostolado en la Obra es el de amistad y confidencia». Nada menos.
Ese papel central que concede a la amistad es una herencia de la doctrina clásica. Aristóteles, en las primeras líneas del libro VIII de la Ética a Nicómaco, afirma: «Sin amigos nadie querría vivir, aunque poseyese todo lo demás necesario para la vida. […]». Cicerón y Séneca tampoco tenían dudas acerca de la primacía de la amistad. Esta prevalencia tiene tantas resonancias clásicas que el señor de Montaigne, otro ferviente admirador de esa virtud, resumió su amistad con Étienne de La Boétie así: «Hemos intentado renovar la amistad de los antiguos». Cuando San Josemaría le otorga ese papel central está tomando ese mismo testigo.
Entendió que debía poner el apostolado de la amistad por delante de las grandes iniciativas corporativas y del activismo social o de la participación en grupo en la sociedad, la política y la cultura, incluso asumiendo el peaje de una menor rentabilidad mediática. También esta opción por la intimidad personal y la confidencia implicaba una novedad con respecto a lo que se había propuesto en los distintos movimientos católicos de su tiempo, y de los de ahora, con tanto macroevento, no digamos. San Josemaría no cuestiona nunca las otras iniciativas, pero, para el Opus Dei, lo deja claro: «Cuando te hablo de “apostolado de amistad”, me refiero a amistad “personal”, sacrificada, sincera: de tú a tú, de corazón a corazón».
Perfecciona la naturaleza
Su opción preferencial por la amistad, de empaque clásico, adquiría encarnadura humana al insertarse en la vida de Cristo y en su trato personal con los apóstoles. Jesús les había dicho: «A vosotros os he llamado amigos» (Jn 15, 15). La alabastrina amistad clásica implicaba una visión pagana de la vida, que la concepción profundamente cristiana de San Josemaría llevará a plenitud.
Por ejemplo, para griegos y romanos, la excelencia del amor de amistad excedía con mucho a los otros amores. Entre la amistad y el amor entre un hombre y una mujer hay una rivalidad tácita, humanamente irremediable, que con frecuencia aflora. El sabio Claudio Guillén usó esa tensión como guía para hacer una aproximación de amplio espectro a la literatura occidental. Los clásicos, sin duda, elegían la amistad. Los medievales apostaron por el amor a la dama. Dante lo hace por vía de la salvación del alma, culminando la estela abierta por los poetas provenzales y por los relatos del ciclo artúrico, donde el amor ennoblece. Con Petrarca nos pasamos quizá de frenada y caemos en el paroxismo. Montaigne vuelve decididamente a la amistad, mientras que Shakespeare duda. Y así seguimos, de aquí para allá. Como siempre, todo comenzó en Homero: Aquiles, tan amigo de Patroclo, se enfrenta a muerte a Héctor, tan esposo de Andrómaca.
Como contamos sólo con un corazón y el tiempo vuela y, como los amores verdaderos y las amistades no tienen fondo, no damos abasto. Ese choque, tan lógico, no lo quiere recoger san Josemaría. Él no valora menos el matrimonio, que bendecía con las dos manos, ni tampoco esquina el amor a la familia. Puede permitírselo por su fe. Hay aquí una redención trinitaria, que multiplica por tres el corazón. De un modo análogo, poético, no teológico, me gusta imaginar que el Padre ampara el amor familiar; el Hijo, el de los amigos, como con los apóstoles, y el Espíritu Santo, el amor esponsal. Al cristiano le van bien todos los amores.
Otra postura clásica –también natural– es que los buenos amigos son siempre escasísimos. La verdadera amistad –constatan los filósofos– se da en muy pocas ocasiones. Pero el cristianismo no sólo multiplica el corazón, sino que lo amplía, como supo san Felipe Neri, por experiencia. Escrivá de Balaguer aconsejaba, más romántico que clásico: «Con todos amor, con todos caridad, con todos amistad». Dice el chiste que si uno tiene 150 amigos, lo que tiene es una cuenta de Facebook. De acuerdo, pero no tiene tampoco que limitarse a los que se puedan contar con los dedos de una mano, como dice la resabiada frase corriente. Si uno tiene quince o veinte amigos, lo que tiene no es una cuenta de Facebook ni una sola mano, sino espíritu del Opus Dei.Un tercer requisito de la amistad clásica era la excelencia de ambos amigos. Sin eso, no hay amistad que valga. Cicerón apunta que «no hay amistad sino entre los hombres buenos» (Amicitia non est nisi in bonis). El cristianismo, sin embargo, vuelve a ofrecer ese privilegio de intachables aristócratas a todos. San Josemaría no discute el principio clásico. Entre malos no existe amistad, sino complicidad, y la amistad que induce al mal hay que rechazarla como a una cadena. Amistad sólo se puede dar en la virtud mutua. Con la salvedad de que para san Josemaría la virtud no es un estatus, como para el romano, sino luchar por ella, con lo que se rompe el numerus clausus. Véase cómo se articula este movimiento en el punto 828 de Surco: «Poniendo el amor de Dios en medio de la amistad, este afecto se depura, se engrandece, se espiritualiza; porque se queman las escorias, los puntos de vista egoístas, las consideraciones excesivamente carnales. No lo olvides: el amor de Dios ordena mejor nuestros afectos, los hace más puros, sin disminuirlos». Jesucristo fue criticado por ser amigo de publicanos y pecadores (Mt 11, 19) y san Josemaría no quiere dejar pasar esa enseñanza: «La amistad verdadera supone también un esfuerzo cordial por comprender las convicciones de nuestros amigos, aunque no lleguemos a compartirlas, ni a aceptarlas».
Otro aspecto que subrayan los sabios de la antigüedad es que la amistad es una planta de lenta maduración. Requiere mucho ocio presente y mucho cultivo en el pasado y mucho futuro por delante. Los griegos lo expresaban con belleza y gracia: para ser amigos había que «haber consumido mucha sal juntos». La intersección del tiempo con la eternidad consigue acortar, por fortuna, los periodos necesarios para una auténtica amistad. San Josemaría lo propone de la manera incluso más práctica posible: «Cuando te cueste prestar un favor, un servicio a una persona, piensa que es hija de Dios, recuerda que el Señor nos mandó amarnos los unos a los otros». Si la sal no se vuelve sosa, hace falta echar bastante menos.
Oportuno y necesario
San Josemaría recibe la herencia clásica, la eleva con el mensaje cristiano, poniéndola así paradójicamente más a nuestro alcance. No ha hecho nada nuevo, pero resulta que, para la amistad, como para otras partes de su mensaje, los tiempos son refractarios. No obstante, como la amistad es –Aristóteles dixit– lo mejor, nos interesa mucho recogerle el guante contra mundum. Asediados por las prisas crecientes, por la soledad vergonzante que conlleva el abuso de las redes sociales y por los grandes movimientos de masas y las modas, que cosifican la compañía y falsifican la comunidad, necesitamos un empujón y un amparo.
Esa pizca justa de voluntariedad, quiero decir, esa apuesta de san Josemaría tan decidida por la amistad, nos ayudará a vencer las dificultades circunstanciales de tiempo y espacio. Otro peligro actual de la amistad actual es el feroz utilitarismo. La amistad auténtica no resulta rentable: desperdicia una enorme una cantidad de energía. Saberlo y asumir que es un bien mayor nos evita los cálculos.
La amistad no puede ser empalagosa. Lo había visto Cicerón, que pedía siempre cortesía, pero también coraje para dar libremente consejo. Y añadía: «En la amistad no hay peor plaga que la adulación, el servilismo y la condescendencia». Hoy por hoy, en el reino del sentimentalismo, todo ofende, sin embargo. La opción de san Josemaría por la confidencia y por una muy sopesada corrección fraterna es una garantía procedimental de una amistad recia. Busca la virtud mutua y, por una parte, no ofende y, por otra, no cae en los bombos mutuos.
Siendo importante, no quiero quedarme sólo en lo procedimental. En última instancia, san Josemaría ampara la amistad porque nos acerca al Amigo Común, que nos presenta a unos y a otros y media entre todos. C. S. Lewis había advertido en Los cuatro amores: «Quienes no tienen nada, no pueden compartir nada, quienes no van a ninguna parte no pueden tener compañeros de ruta». Al ponernos en Camino y animarnos a ser amigos de Dios, san Josemaría cimenta nuestras amistades sobre roca.