Cuando Fernando III nació, en 1201, nadie pensó que sería rey, por no ocupar la primacía en línea de sucesión alguna. Sin embargo el azar -¿o fue la providencia?- terminaron ciñendo en su cabeza la corona de Castilla en 1217 y la de León en 1230. No sólo reunificó ambos reinos, sino que los encaminó por la senda de la prosperidad, al robustecer la autoridad real.
En 1224 selló su suerte y la del futuro de España, cuando no renovó la tregua con los almohades firmada pocos años atrás por su abuelo, Alfonso VIII de Castilla, vencedor de las Navas de Tolosa. Fue el comienzo de una larga serie de campañas de quebranto y castigo al moro. Campañas dirigidas por él, sin pausa y sin desmayo, y sin desatender los asuntos internos del reino, lo que valió el apoyo de sus súbditos.
Sus más sonadas victorias fueron la reconquista de Sevilla, en 1248, y antes, en 1236, la de Córdoba. Sirva como muestra del propósito que le animaba la donación a la Iglesia de la mezquita de Córdoba, restaurando así la naturaleza del tempo, que siglos atrás había sido basílica.
Fernando III murió en Sevilla, en 1252, con la satisfacción de mejorar para las siguientes generaciones, y con creces, la herencia recibida por sus mayores. Roma le elevaría a los altares en 1672, confirmando la fama de santidad con la que vivió y en la que murió.