Con una audiencia de 30 millones de espectadores y un Emmy a sus espaldas, podría pensarse que Fulton Sheen fue una estrella de la televisión al uso que se presentaba, a mediados de los 50, en el Adelphi Theatre de Broadway, donde se grabaron buena parte de sus programas, en un flamante Rolls, modelo Silver Cloud, o en un Chrysler DeSoto, con un Bailey estudiadamente ladeado en la cabeza y encendiéndose un cigarrillo con sofisticadas maneras.
Acertaríamos en lo de estrella de la tele, pero no el resto, ya que nuestro protagonista vistió buena parte de su vida un simple ‘clergyman’, y no por dar la nota, excéntrico, sino porque, en efecto, era cura.
Un sacerdote que se metió en los hogares de decenas de millones de estadounidenses, marcando a varias generaciones a través de sus programas en la caja tonta. Imagínense ustedes al obispo Munilla, con solideo y fajín púrpura incluido, compitiendo en una gran cadena y en ‘prime time’ con el fútbol o con Supervivientes. Y así, durante décadas, y sobre todo, con éxito. Con razón varios clérigos compatriotas han dicho de Sheen que salvó más almas que ningún otro americano.
Nació nuestro amigo en 1895 en El Paso, en el estado de Illinois o «de la pradera», como lo llaman los yanquis. Allí, en tierra fértil, se habían instalado sus abuelos, irlandeses, a mediados de siglo, huyendo de la crisis de la patata que asolaba la isla. Formaron sendas familias de granjeros. Ni su padre, Peter Sheen, ni su madre, Delia Fulton, tenían estudios, pero en cambio les sobraba capacidad de trabajo e ingenio (Sheen llegó a patentar una peculiar cosechadora de avena), dos cualidades que mamó en casa el futuro arzobispo y que hizo rendir: escribió cerca de 70 libros, además de sus tesis, homilías y conferencias. Por no hablar de los guiones de sus programas de radio y televisión.
Entre el gobierno de su padre y el reino de su madre
Fue bautizado con los nombres de Peter John, y no con el de Fulton. El motivo del cambio fue curioso: era tal el llanto del bebé, tan molesto y continuo su berrido, tan imposible de consolar, que la pobre y desesperada Delia terminaba yendo a la cercana casa de los abuelos maternos para que cuidaran un rato de la criatura mientras ella intentaba descansar. Como esto ocurría a menudo, familiares y vecinos acabaron apodando al niño el «Fulton’s baby». De ahí a Fulton J. Sheen no hubo más que un paso.
Entre el gobierno de su padre y el reinado de su madre, como decía a menudo desde el púlpito, Sheen fue creciendo, dando muestras de brillantez en la escuela y señales de una futura vocación al sacerdocio. Era un niño, dicen sus biógrafos, muy inquieto, inventor de gamberradas, lector voraz y llamativamente piadoso. A los ocho años, comenzó a ayudar en las misas de la parroquia y, en una ocasión, hizo de monaguillo mientras celebraba el obispo de entonces, John L. Spalding. El pequeño Fulton, a quien hoy quizá le habrían diagnosticado hiperactividad, lanzó al suelo en medio de la ceremonia una de las vinajeras de cristal, que se hizo añicos en un momento. El chaval, asustado, se esperaba una buena reprimenda del Reverendísimo, pero éste, en lugar de enfadarse, le tranquilizó y le aseguró que, al cabo de unos años, el propio Fulton estaría celebrando la eucaristía.
Como así fue. En concreto, al cabo de 16 años. Sheen se había graduado con una excelencia fuera de lo común en el instituto y había superado los cursos del seminario de Minnesota. Con 24 años, fue ordenado sacerdote, todo un honor para su familia, que a fin de cuentas, era, como su origen irlandés mandaba, profundamente católica.
Washington, Lovaina, Roma…
Ingresó entonces en la Catholic University of America, en Washington, D.C., donde terminaría sus estudios de Filosofía. Pero al destacar en las aulas, sus profesores le enviaron a la Universidad de Lovaina a doctorarse. Sheen salió de allí con una flamante tesis, en la que mereció la máxima calificación, y una propuesta insólita: los lovanienses le ofrecieron la posibilidad de obtener el título de asociado, algo que requería superar un duro examen y escribir un libro. Se trataba de todo un reto y de un honor, ya que, si Sheen lo lograba, sería el primer estadounidense en alcanzar el agrégé, como se conocía, de Lovaina.
Se puso a ello y escogió Roma como primera sede de sus estudios. Allí se empapó de cada palabra que escribió santo Tomás de Aquino. Además, viajó varias veces a Lourdes y pasó unos meses en Londres, donde fue profesor de Teología, atendió una parroquia y conoció a G.K. Chesterton, a quien admiró grandemente toda su vida. Incluso tuvo tiempo de estudiar, y de hecho se examinó del agrégé, ante un tribunal compuesto por catedráticos de toda Europa y un público de 300 personas, en mayo de 1925. Su familia, padres y hermanos, acudieron para arroparle, pero en vez de asistir a la prueba, los Sheen recorrieron a pie los 25 kilómetros que separan Lovaina de Scherpenheuvel para rezar ante la talla de Nuestra Señora de Montaigu y pedirle el aprobado. Así se entiende la fe de gigante del bueno de Fulton. Por supuesto, superó el examen. ¿Con qué nota? La Universidad invitaba al pupilo a una cena, y dependiendo de la calificación, la bebida que se servía era una u otra: si aprobado raso, agua; si notable, cerveza; si sobresaliente, vino; y si matrícula de honor, champán. «El champán estaba muy bueno», respondió Sheen a quienes le preguntaron por el resultado.
Sheen regresó entonces a Estados Unidos, donde fue nombrado profesor de la Catholic University of America, compaginando la docencia con la pastoral, podríamos decir, a pie de calle, en varias parroquias cercanas al campus. Si destacaba por algo, no era por su llamativa juventud (tenía 31 años y dos tesis doctorales) ni por una inteligencia adusta tan elevada que se hiciera inasequible a los simples mortales, sino por su facilidad de palabra. Una expresión común de fieles y de alumnos suyos era: «Qué bien habla el padre Sheen». Tanto era así, que las misas que celebraba y las clases que impartía se atestaban, hasta el punto de que el público que no había logrado entrar esperaba fuera, intentando oír algo.
‘The catholic hour’
A este nuevo crisóstomo, pico de oro, le ofrecieron en 1926, recién vuelto a su país, grabar unas homilías para los días de Cuaresma en la emisora de la iglesia de san Pablo de Nueva York. A los pocos meses, le llamaron de otra de Pittsburg para predicar en directo. La prensa local ensalzó las intervenciones de Sheen por todo lo alto. Le vaticinaron un futuro éxito en las ondas. Unas semanas después, escribieron de Philadelphia… Y así se fue extendiendo su fama como orador por todo el país. Es más: pronto supieron apreciar, tanto hombres de iglesia como laicos, las aptitudes que Sheen tenía para la radio, y, ¿por qué no?, para la televisión: excelente dicción, sabía usar las pausas, tenía una voz poderosa, buena presencia, manejaba recursos para atraer la atención del público. Y sobre todo, hacía uso de una sencillez casi innata para comunicar las verdades de la fe, que parecieran fáciles. Es decir, tenía todo aquello de lo que carecen, tristemente, no pocos sacerdotes que lidian a diario con la prédica.
Por tanto, no nos hemos de extrañar de que al poco tiempo, en 1930, una vez recorridas buena parte de las universidades y emisoras católicas de Estados Unidos, Sheen fuera reclamado para encargarse en verano de un programa de la entonces WEAF, emisora de Nueva York. A sus dotes de comunicación se unieron los artículos que había comenzado a publicar en la National Catholic Welfare Conference (NCWC) bajo el título Nuevo paganismo, que habían merecido un premio de nada menos que de L’Osservatore Romano. Si El Vaticano se interesa por este cura, será por algo, debieron de pensar en la cadena. Y le ficharon, no sólo ese verano. El programa era The catholic hour, y en él, Sheen dio rienda suelta a sus talentos, respondiéndose siempre, antes de comenzar a escribir los guiones, a dos preguntas: «¿Cuál es el objetivo de este programa?» y «¿Qué pensarán los no católicos de él?».
Las respuestas siempre eran las mismas: «Predicar a Cristo, y crucificado» y «los no católicos y muchos católicos piensan que somos anticuados, medievales, superficiales. Mi propósito será no decirles directamente que somos cultos e inteligentes, sino mostrarnos de tal forma que dejen de lado esas ideas preconcebidas«. Se ve que los cumplió, porque al cabo de tres años, la NBC emitía el programa en 40 de sus emisoras y comenzaron a llegar cartas de oyentes que aseguraban haberse convertido del ateísmo o haber regresado a la Iglesia tras años de alejamiento. El propio Sheen llevaba la cuenta, y le salía una media de 50 conversiones a la semana. En plena Depresión, cuando los suicidios se multiplicaban en Estados Unidos, las palabras de optimismo de Sheen hicieron efecto. Este éxito evangelizador se unió a sus logros intelectuales y por ellos el Papa Pío XI, de quien Sheen fue amigo, le nombró monseñor. Fue su primera época en los medios, que duraría hasta 1951.
‘Merece la pena vivir la vida’
Ese año hubo dos cambios importantes en nuestro personaje: Pío XII le nombró obispo auxiliar de Nueva York y comenzó su andadura televisiva. La caja tonta estaba haciéndose cada vez más popular en Estados Unidos, desarrollando una nueva industria de programas semanales o diarios en la que la Iglesia se estaba quedando fuera. Una batalla que iban ganando las ideas anti cristianas y, lo peor de todo, sin oposición alguna. Hubo un obispo, el de Albany, Edwim Broderick, que decidió tomar cartas en el asunto y visitó a Sheen, estrella de la radio. Tras la reunión, los dos acordaron crear un formato para la televisión muy similar a The catholic hour: para adeptos y descreídos, sencillo, claro y atractivo.
En pocos meses, nació ‘Life is worth living’ [merece la pena vivir la vida], que comenzó a emitirse con un presupuesto bajísimo, más cercano al cero que a ningún otro número, a través de la modesta Du Mont Network. Las grabaciones las harían en el Adelphi Theatre de Broadway, con un aforo de 1.100 butacas. El equipo era minúsculo, de menos de 10 personas. Para el primer programa, Broderick, nombrado productor provisional, se dedicó a regalar entradas a todos sus conocidos para intentar llenar al menos la tercera parte del Adelphi.
Muchos le dijeron a Sheen que aquello no saldría bien. Que las charlas en la radio, vale, pero que la tele ya era otra cosa. Es más: ¿a quién se le ocurría emitir un programa los martes a las ocho de la tarde, cuando todo Estados Unidos estaría viendo a la estrella de entonces, Mr. Television, en la NBC, o al aclamado Frank Sinatra en la CBS? ¿Quién cambiaría de canal para ver, no una película de amor o de gangsters, unos bailarines o actuaciones musicales, no, sino a un obispo con una pizarra dando clase? ¿Cómo podía triunfar aquello?
Más audiencia que Mr. Television y Sinatra
Sheen, sin embargo, lo sabemos, no se arredró. El 2 de febrero de 1952, tras una plegaria y escribir J. M. J. en la parte superior de la pizarra (las iniciales de Jesús, María y José), el obispo auxiliar de Nueva York entró en directo en la Du Mont. Sin guión ni prompter. Nunca usó papeles en la radio, así que ahora que se le veía la cara, no iba a ser la primera vez. Superó la prueba. Y la siguiente. Y la siguiente, y la siguiente… Y fue entrando en los hogares de los estadounidenses siguiendo las dos premisas que le habían guiado durante sus años en la radio: predicar a Cristo crucificado y provocar un cambio en los oyentes. Algo que consiguió.
No lo decimos nosotros, sino los números: en pocos meses, antes de terminar el año, Sheen consiguió la friolera de 30 millones de espectadores de Life is worth living, una cifra apabullante tratándose del año 1952 y sin que todavía hubiera una televisión en cada casa de Estados Unidos. Mr. Television y Sinatra (quién lo iba a decir) se vieron adelantados no por un humorista o una bella cabaretera, sino por un obispo, hasta el punto de que Sheen recibió el Emmy al personaje más influyente de la televisión. El número de cartas de los espectadores (casi, casi fans) se multiplicó por más 100, llegando a recibir 8.500 en una semana. Las revistas Life y Time eligieron a Sheen para sus portadas y el obispo se convirtió en el uncle Fultie de América. Decía un portavoz del arzobispado de Nueva York: «Es maravilloso; aunque apareciera en un barril leyendo la guía telefónica, el público le amaría».
Y, cabría preguntarse: ¿de qué hablaba Sheen en la tele para que la audiencia le eligiera a él y no otros programas de entretenimiento? Un poco de todo: de la vida, de la muerte, de la familia, del peligro del comunismo (el FBI tuvo que asignarle protección contra posibles espías rusos que le acechaban), del sentido de la vida, de las virtudes, de la Redención, de la Virgen María, de la deriva consumista e individualista del capitalismo, de la necesidad de las convicciones… En fin, de ideas que, pensamos, atraen a todos, porque son universales y llaman a la felicidad, un reclamo al que muy pocos, sospechamos que ninguno, se pueden negar. Sheen tenía ese secreto: dominaba la empatía. Por eso, podía utilizar un lenguaje duro, siempre que lo necesitara. Se lo podía permitir.
«Lee, lee, lee»
Especialmente relevante nos parece una de sus intervenciones más famosas, la advertencia del Anticristo, que por su rabiosa actualidad transcribimos:
«El Anticristo no se llamará así, de otra forma no tendría seguidores. No llevará vestiduras rojas, no vomitará azufre, no llevará tridente, querrá parecerse a Dios. Se disfrazará como el Gran Humanitario: hablará de la paz, de la prosperidad y de la abundancia no como medios para llevarnos a Dios, sino como fines en sí mismos. Escribirá libros sobre la nueva idea de Dios para acomodarlas a como vive la gente. Divulgará la fe en la astrología para que sean las estrellas, y no la voluntad, las responsables de nuestros pecados. Justificará la culpa como sexo reprimido, hará que los hombres se avergüencen de no ser considerados abiertos de mente y progresistas por sus compañeros. Identificará la tolerancia con la indiferencia entre el bien y el mal. Fomentará el divorcio bajo la idea de que es «necesario» que haya una tercera persona. Hará que crezca el amor por el amor y decrezca el amor por las personas. Invocará la religión para destruir la religión. Incluso hablará de Cristo y dirá que es el mayor hombre que jamás haya vivido. Dirá que su misión es liberar a los hombres de las servidumbres de la superstición y el fascismo, a los que nunca definirá. En medio de todo su aparente amor por la humanidad y su fácil verborrea sobre la libertad y la igualdad, guardará un secreto que no dirá a nadie: él no creerá en Dios. Y como su religión será la hermandad sin la paternidad de Dios, embaucará incluso a los elegidos. Fundará una anti-Iglesia, que será una imitación de la Iglesia porque el demonio es el mono de Dios. Será el cuerpo místico del Anticristo, que en todo lo exterior se parecerá a la Iglesia como cuerpo místico de Cristo. En su búsqueda desesperada de Dios, inducirá al hombre moderno, en su soledad y frustración, a comprometerse cada vez más en su comunidad, que dará al hombre una visión más amplia de las cosas sin necesidad alguna de conversión personal y sin admitir la culpa individual. Son días en los que el demonio se le soltará particularmente la cuerda».
¿Creen ustedes que a Sheen el éxito se le subió a la cabeza? Si lo esperaban, lo sentimos, quedarán defraudados, porque no fue así. Las historias más desconocidas de su vida son las millonarias donaciones que hizo a las Hijas de la Caridad de la Madre Teresa de Calcuta, a asociaciones de ayuda a los niños huérfanos y desatendidos de Nueva York, a escuelas para alumnos sin recursos… Tampoco es sabido que hacía una hora de oración ante el Santísimo antes de comenzar la jornada, que su agenda era ilegible de lo emborronada que estaba, con cientos de cambios, de nuevas citas; que su consejo a los que empezaban en la tele era: «Antes de sentarte delante de la cámara, hay algo que debes hacer: lee, lee, lee, lee»; que tuvo problemas con el FBI por ayudar a una comunista a convertirse (por cierto, más tarde se haría monja), que se convirtieron gracias a su trato Henry Ford II, el escritor de izquierdas Heywood Broun, el editor ex comunista Louis Budenz o el violinista Fritz Kreisler.
Todo esto no le convirtió en un clérigo soberbio cuya conducta está disfrazada de falsa humildad. No. Llamó a las cosas por su nombre hasta sus últimos días, avergonzándose de sus pecados, algo llamativo en quien luego fue arzobispo de Rochester. Fallecido en 1979 y tras un culebrón de diócesis, por ver quién se queda los restos del arzobispo, ha quedado iniciada la causa de beatificación de Fulton J. Sheen, un apóstol de nuestros días, un santo de la tele.