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Ya he contado que a la película Gattaca (Andrew Niccol, 1997) llegué hace poco, muy tarde y, además, sin excusa. No importa. Primero, porque la dicha es buena. Segundo, porque, con la excusa del clásico, puedo ahora incurrir en mis consuetudinarios spoilers sin cargo de conciencia. Y, tercero, porque la vi cuando tenía mi ensayo sobre la hidalguía del espíritu terminado. Con los conceptos claros de la caballería y de la nobleza espiritual, la película se disfruta doblemente.

Que es una gran película salta a la vista. Esta explicación de Jorge Corrales de su juego de colores es fascinante y verdadera. El manejo del tiempo y del suspense es puro Hitchcock. La parte distópica funciona como un reloj (en concreto, como una cuenta atrás de tan encima como nos lo vemos…). La historia de amor es maravillosa, sin un gramo de azúcar de más, pero absolutamente irresistible con esos pelos que nadie parte en dos, y que se lleva el viento. El simbolismo (véase la natación, que tiene que ver a la vez con la ingravidez espacial y con el líquido amniótico del vientre materno) fluye con profunda naturalidad. Cada una de estas cuestiones merecería su artículo ad hoc.

Yo voy a centrarme en la nobleza de espíritu. Varias veces he contado que mi fascinación por Corto Maltés, el personaje de Hugo Pratt, viene de oír a Mario Crespo glosar un episodio de su infancia en Córdoba. Una gitana que le toma la mano para leérsela descubre que Corto Maltés no tiene la línea de la fortuna y la suelta con repulsión. El pequeño Corto no se conforma. Va directamente a su casa, coge la navaja de afeitar de su padre y se hace a su gusto, recta y firme, una línea de fortuna en su palma. La cicatriz es destino.Ese enfrentarse al fatum clásico es la esencia del espíritu occidental. Lo explica muy bien José Enrique Ruiz-Domènec en La novela y el espíritu de la caballería. La irrupción de la libertad que conlleva el cristianismo hizo que la espléndida padeia clásica dejase de servirnos. Sin dejar jamás de admirarla, tuvimos que buscar otras historias ejemplares donde la libertad y la voluntad del individuo fuesen el eje la acción: nació el ciclo artúrico. La navaja de Corto es una Excalibur de bolsillo.

El protagonista de Gattaca, llamado Vincent, es otro caballero artúrico, aunque empiece de limpiador. Así lo fue Beaumains, mozo de cocinas. Vincent se enfrenta al fatum de su tiempo, que ya no es el solemne del Olimpo, sino el intrusivo y omnipresente de la Ciencia genética. Su Excalibur es una jeringuilla contra cientos de ellas. Como dice José Mateos: «Por supuesto, tienen razón los que dicen que los monstruos nunca mueren, pero los héroes que los vencen, tampoco». Los monstruos de Gattaca son más feos, así que los héroes tienen que emplearse más.

La conexión con la gentileza y el amor cortés también está subrayada. El protagonista es hijo del amor. Su madre, profética, casi en un sueño como el de la madre de Dante, afirma: «Sé que llegará lejos, llegará muy lejos». La madre se llama Marie Freeman, significativamente. «¡Y tan lejos que llegará!», exclama al final el espectador, satisfecho con el manejo perfecto de la ironía sofoclea, que puede integrarse en una historia de libertad, pues tampoco la Providencia la limita.

Para cumplir el sueño materno, Vincent no se ahorra esfuerzos y sufrimientos. Entrena muy duro. Es capaz de someterse a una operación dolorosísima por estar cinco centímetros más cerca de las estrellas. Los ingredientes épicos son evidentes, aunque el ambiente distópico nos pueda despistar. Las hazañas de Vincent tienen un sesgo muy de nuestro tiempo: es la ley la que necesitamos burlar.

También se pelea a brazo partido en Gattaca contra el perfeccionismo contemporáneo. Se denuncia la infelicidad y la frustración que se produce por un frío silogismo de expectativas y porcentajes. Ante un pianista diseñado con seis dedos para poder interpretar piezas más difíciles, el protagonista, que no se rinde nunca, sentencia: «No importan los dedos, sino cómo se toca», «Yo no puedo correr», le dice la chica, porque le han pronosticado un problema del corazón. «Pues lo has hecho», le dice él, antes de besarla. No hay nada imposible.

Sorprenden —y se agradecen— los referentes religiosos. En el parto de Vincent, concebido por amor, esto es, de forma natural, la madre aprieta o reza un santo rosario, ahí es nada. A los pocos niños que no han nacido mediante la aséptica manipulación genética se les llama, despectiva, descriptiva y delicadamente «nacidos por la fe» o «hijos de Dios». ¿No es maravilloso? La marca tecnológica de éstos es la cruz, mientras que el símbolo de los perfectos, hechos a medida, es el infinito. La ironía inicial de datar la película, tras una cita del Eclesiastés, con «en un futuro no tan lejano» no nos aplasta, pues ya vemos que las leyes se pueden burlar, que la imperfección es vida y que donde menos se espera salta la libertad. El amor y el mar no se dejan encerrar tan fácilmente.

Ni la amistad, que también rompe barreras, como la que se establece entre Vincent y Jerome, cuyo segundo nombre es Eugene, esto es, el nacido eugenésicamente. El desdeñoso ser superior aprenderá a valorar más y más al «in-válido» hasta llegar a la franca admiración. Tampoco falta la paternidad. El padre de Vincent rechaza a su bebé por no ser tan perfecto como su hermano menor. Parece que el frío protagonista lleva esa herida en el alma y que está condenado a ser un hombre hecho a sí mismo, sin padre. Sin embargo, en el último momento, otro padre lo cubre con su protección de un modo inesperado: con una paternidad vicaria que emociona. Es quizá el giro más sorprendente de la película, que, con mucha mano izquierda, no quiere dejar de rendir un homenaje a la paternidad, incluso por sorpresa.

Lo más evidente es el cantar de gesta de la voluntad. En el manual sobre la caballería más importante del siglo XIV, escrito por Geoffrey de Charny, «caballero sin tacha», se afirma: «Nadie debería o puede excusarse de ser una persona de valía y lealtad, si quiere serlo». Vincent, desde luego, quiere serlo y no se excusa ni un milímetro. «Hay una posibilidad de que mi corazón nunca falle», dice él. «Una entre cien…», le recuerda su desmoralizado padre. «Pues me aferraré a ella». Y tanto se aferra que al 100% es medio camino, como se afirma en otro momento. Jamás se guardará nada para la vuelta.  Es su secreto. Y hay otro que tenía que descubrir: adonde la voluntad no llega, alcanza el amor. La chica, que no podrá viajar al espacio, entiende que vivir ya es viajar en el espacio: «Un año es sólo una vuelta alrededor del sol». Chesterton aplaudiría esta frase, que es un verso, que es un hecho.

Gattaca es un canto al amor, a la voluntad, a la amistad, al valor y, sobre todo, a la libertad conquistada al contraataque. «Al fin y al cabo, no hay un gen que marque el destino», dice (o resume) el héroe, y Corto Maltés y los caballeros de la Mesa Redonda y Ruiz-Domènec y Mario Crespo estarían completamente de acuerdo. El filósofo García Morente también: «El querer es lo que define más profundamente a cada uno de nosotros. […] Nuestra voluntad de ser es la definición más propia de nuestro ser». Ni siquiera la ciencia tiene por qué ser un instrumento de sometimiento. ¿O acaso no está demostrado, repone Vincent, que «cada átomo de nuestro cuerpo formó parte alguna vez de una estrella»? Así es. No podemos tener más alta ascendencia, ni más alto destino.