Que te haya pintado Velázquez no es necesariamente bueno. A pesar de ser don Diego, casi con unanimidad, el mejor pintor de nuestra historia, y a pesar también de que su pincel trató con la misma verdad –divina y bella por ser cierta– a enanos y monarcas, al ser retratado por él, los siglos venideros ya no te reconocerán sino a través de esa pintura.
La versión que Velázquez diera de ti, será tu versión oficial; me atrevería a decir que tu versión definitiva. Y el problema de Góngora es que fue retratado con 61 años, consumido, repudiado por la salud y con un pie en la tumba. Velázquez otorgó al rostro del poeta el don de la perpetuidad en un mal momento; y en ese mal momento se ha grabado en nuestra memoria.
Luis de Góngora y Argote será siempre ese anciano aguijoneado por la enfermedad que, desde el lienzo velazqueño, nos mira con un desengaño que algunos pudieran confundir con desdén. Siempre será esa nariz que Quevedo maliciosamente ponderó y que como una cascada cae sobre un labio superior al que parecen faltarle los dientes. Esas mejillas flácidas y cenicientas, la bombilla de su cráneo. El gesto avinagrado. Y lo injusto, si es que cabe hablar de justicia en estos temas, es que Góngora no siempre fue así. A la vista del cuadro podríamos imaginar retrospectivamente a un joven quisquilloso, redicho, prematuramente estoico. Sin embargo, nada de eso se ajustaría con el joven cordobés que, años después, sería retratado por Velázquez. Entre uno y otro pasaron muchas cosas, tantas como caben en una vida.
Pensemos que en 1622, fecha del retrato, Góngora había consumido más de seis décadas de vida. Llevaba viviendo en Madrid desde 1617, cuando, a instancias del Duque de Lerma, fue elegido por Felipe III para ocupar la Capellanía Real. Lo que debería haber sido un plácido tiempo de cosecha, se truncó cuando sus protectores cayeron en desgracia: el Conde de Lemos, recluido por las conspiraciones de la corte; su favorito, Rodríguez Calderón, represaliado, acusado y degollado finalmente en la plaza Mayor de Madrid. Como consecuencia, Góngora quedó prácticamente en la indigencia: implora préstamos, adula, esquiva acreedores, malbarata los muebles. Eso sí, no renunció a la carroza ni al juego. Para colmo de males, la salud le abandonaba: sufría ataques de apoplejía que fueron desdibujando su colosal inteligencia y espantándole aquellas palabras que con sobrenatural talento había amaestrado.
Su mejor época literaria, en Córdoba
A hechos consumados –perspectiva imposible para los que viven–, diríamos que Góngora hizo mal en aceptar la Capellanía y dejar Córdoba, donde estaba teniendo su época más productiva a nivel literario. En 1611 había nombrado coadjutor de la ración a un sobrino, lo que le permitió volcarse en la escritura y acometer sus dos grandes monumentos: ‘Fábula de Polifemo y Galatea’ y ‘Soledades’; las obras que harían del cordobés un poeta insoslayable, un poeta que puede ser vilipendiado o idolatrado –no suele haber término medio–, pero jamás ignorado dada su radicalidad poética. Aquellos versos eran enviados por sus amigos cordobeses al resto del país, provocando reacciones de todo tipo, creando competiciones por descifrar aquellas refulgentes pero intrincadas palabras.
Es ahí, con 50 años, atrincherado en Córdoba, donde perpetra su heroicidad literaria, la explosión sinestésica de un idioma con palabras que adquieren sabor, olor, volumen. Góngora es un poeta para los sentidos que colorea con las vocales, aletea con los acentos; siempre prodigioso y, en última instancia, como todo lo prodigioso, inexplicable. Poeta sensual; también poeta para filólogos, es cierto. El entramado de su ingenio es tan tupido, que hace falta ser un iniciado, o que un iniciado te guíe, para disfrutarlo plenamente. Mi Virgilio fue Dámaso Alonso. Aupado por sus comentarios y glosas, sufrí un deslumbramiento, una epifanía que aún me acompaña como un sello en mi sensibilidad –la lectura de Góngora te dota de un sexto sentido que tiene algo de los otros cinco–. Lo curioso es que su secreto está a la vista de todos y al mismo tiempo escondido, de ahí el gozo redoblado de los que, con trabajo, paciencia y ayuda, hemos podido atisbar algo de su milagroso genio.
Claro está que las obras de madurez no surgieron de repente. Góngora era Góngora antes del Polifemo. En 1605, por ejemplo, cuando rondaba los 45 años, ya figura en la antología de Pedro Espinosa: ‘Flores de poetas ilustres’. Es la época de sus viajes como comisionado del Cabildo de Córdoba, de sus largas estancias en Valladolid. Allí se encontrará, y colisionará, con Quevedo. En 1607, según asegura Artigas, se planteó incluso acompañar al Marqués de Ayamonte rumbo a México. Son los años de mayor ajetreo en los que, lamentablemente, empieza la cuesta abajo de su salud y patrimonio. Revisando su biografía, da la sensación de que Góngora era una flor de invernadero cordobés, fuera del cual necesariamente declinaba. Devolvámoslo pues a Córdoba, como joven racionero de la Catedral.
Canónigo racionero de la Catedral
Pese ser el mayor de los hijos de don Francisco de Argote y doña Leonor de Góngora, y por tanto el comúnmente destinado al mayorazgo, Luis heredó la posición de canónigo racionero de su tío don Francisco, quien a su vez la recibió de Antonio de Eraso. La razón de que fuera el primogénito el destinado a la carrera eclesiástica hay que buscarla en su inclinación a las letras y no en la vocación religiosa; no en vano, si bien tomó las órdenes menores para poder ser nombrado racionero, no se convertiría en sacerdote hasta 1617 para, como se ha dicho, ocupar el puesto de Capellán Real. Clérigo, efectivamente, por interés; de acuerdo, pero no un descreído.
A propósito, Dámaso Alonso, en Algunas novedades para la biografía de Góngora, cuenta un hecho ocurrido en torno a la Virgen de Villaviciosa, talla de origen montero que aún hoy se encuentra en el altar mayor de la Catedral cordobesa. Según parece, el poeta se encomendó a ella estando enfermo. Pasado el trago, Góngora compró «dos varas y media de una tela de oro y plata para hacer un manto a la imagen«. No obstante, la tela no llegó directamente a su destino, ya que una señora, con la excusa de apreciar la calidad del género, la retuvo como compensación a una «vihuela de ébano» y a un «rebociño» –toca femenina– que el poeta, a su vez, se resistía a devolverle. No sorprende lo de la vihuela porque Góngora era aficionado a la música. Respecto a la prenda femenina y en hombros de quién acabó, no se sabe demasiado.
Tampoco lo dibuja como animal de sacristía un percance ocurrido unos años atrás, en 1588, cuando el poeta aún no había alcanzado la treintena. El prelado Francisco Pacheco llegó por entonces a la diócesis e hizo una severa revisión del comportamiento de los canónigos; entre ellos del joven racionero Luis de Góngora, a quien formalmente pide cuentas por cinco faltas: 1. que no se le ve mucho por el coro; 2. que habla durante el oficio divino; 3. que chismorrea formando corros; 4. que va a los toros; 5. que escribe cosas profanas. El propio Góngora, en una carta autógrafa que se conserva, contesta a todas las acusaciones. Especialmente reseñable la segunda réplica, pues ante la acusación de que hablaba durante el oficio, contesta que eso era del todo imposible, ya que a un lado tenía a un sordo y al otro un hombre que no cesaba de cantar, por lo que, por más que él quisiera, no tenía más remedio que callar en el coro «por no tener quien le responda». Por último, respecto a la escasa piedad de sus escritos, argumenta, con razón, que se le puede tachar de «liviano», cierto, pero jamás de «hereje», que no es lo mismo una cosa que otra.
‘Soneto a Córdoba’, su primera obra maestra
¡Qué difícil anticipar en este veinteañero el improbable y ceñudo rostro que pintara Velázquez! Un joven cordobés embriagado por el hecho de existir; doblemente embriagado por su sensibilidad en carne viva. Su obra no se explica sin partir de un deslumbramiento por el mundo, por todo lo que podría no haber sido, pero que, de hecho, es. Que luego se truncó en desengaño… No será ni el primero ni el último, pero su poética parte de un entusiasmo que se ajusta con este joven que zascandileaba por la Córdoba de la segunda mitad del siglo XVI. Como escribió Alfonso Reyes, disfrutaría, hinchando a más no poder los pulmones, de la dicha de «ser andaluz, ser caballero, y ser poeta y ser joven».
Joven que, con apenas 24 años, ya firmó su primera obra maestra: el Soneto a Córdoba, hoy grabado a la orilla del Guadalquivir, cerca del Triunfo de San Rafael, a un paseo de la antigua Huerta del Rey, donde, de niño, estuvo a poco de desnucarse en una desafortunada caída. Para llegar de un punto a otro hay que cruzar la calle Tomás Conde, anteriormente de las Pavas, donde el poeta nació el 11 de julio de 1561. A escasos cuatro minutos, en la Catedral, se encuentra la Capilla de San Bartolomé con una urna donde reposan sus restos. De la urna sobresale un bajorrelieve con la versión oficial del rostro de Góngora, la versión que diera Velázquez, por culpa de la cual, en la Gloria, donde espero esté, de primeras nadie lo reconoce.