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«Por favor, díganme que todos ustedes son republicanos». Esto le preguntó Ronald Reagan a los médicos que iban a operarle de urgencia el 30 de marzo de 1981, minutos después de que un perturbado disparase contra él en Washington, D.C. Una pregunta así exige mucha seguridad en uno mismo y mucho sentido del humor.

Reagan iba sobrado de una cosa y de la otra, podría decirse que desde el momento mismo de su nacimiento en Tampico (Illinois), en 1911. Y eso que su vida no fue un camino de rosas.

Lo más parecido a un hogar que tuvo el pequeño Dutch -así le llamaban de niño- fue un camión de la mudanza. Hasta en 10 ocasiones se mudó de domicilio la familia los primeros años, siempre siguiendo al padre, un vendedor de zapatos que pasaba más tiempo en paro que trabajando, y casi siempre pegado a una botella. Ante la disyuntiva de seguir su ejemplo o todo lo contrario, Ronald optó por lo segundo.

De entrada, logró ir a la universidad, el Eureka College. Que nadie se imagine uno de esos campus de la Ivy League donde estudian los retoños de la aristocracia norteamericana, esos con uno o dos antepasados con pasaje en el Mayflower. Se trataba de una pequeña universidad privada del Medio Oeste. Allí Ronald cursó estudios de Economía y Sociología, pero sin dejarse las pestañas ni los codos. Con los años sus detractores le reprocharían su pobre expediente académico, cosa que a él le traería sin cuidado. Siempre se sintió más cerca de un obrero o de un empresario que de un intelectual o de un catedrático.

Hacer inteligible lo complejo

Reagan Foundation.

A cambio, tenía una enorme facilidad para convertir un complejo planteamiento político y económico en una simple fórmula inteligible por el americano de la calle. A este respecto quién sabe cuánto le debía a su paso por la WOK, una pequeña emisora de Iowa donde trabajó como locutor deportivo, su primer empleo en condiciones, siempre que no consideremos como tal el de friegaplatos.

Sus dotes de comunicador, unidos a su buena planta, fueron las mejores tarjetas de presentación cuando en 1937, con 26 años, se mudó a Los Ángeles para probar suerte en el mundo del cine. El tiempo que permaneció allí rodó medio centenar de películas, todas de serie b. Se dice que se aprendía rápido los diálogos, llegaba puntual a los estudios, no protestaba las órdenes del director, conectaba bien con el resto del reparto y era amable con el equipo técnico. Si transmitiría confianza el hombre que le eligieron para presidir el sindicato de actores entre 1946 y 1960. Pero antes fue la guerra. La II Guerra Mundial.

A pesar de tener preparación militar -se había enrolado en el ejército en 1935 por un periodo de dos años-, no le enviaron al frente, sino que le encuadraron en una unidad cuya misión era producir películas que elevaran la moral de la tropa. De esa época, por ejemplo, es Rear Gunner. De esa época también eran sus simpatías por el Partido Demócrata, al que votaría por última vez en 1948. En adelante, lo haría por el GOP, el Great Old Party, el Partido Republicano, en el que terminaría militando. En 1982, un reportero le preguntó tras una rueda de prensa en la Casa Blanca: «Señor presidente: esta noche usted ha culpado de la recesión tanto a los errores cometidos en el pasado como al Congreso. ¿No tiene usted ninguna culpa?». «Sí -respondió Reagan- porque fui demócrata durante muchos años«.

Siempre a favor del más furibundamente anticomunista

Que durante años defendiese posturas que hoy podríamos etiquetar de centro izquierda no significa que en momento alguno coquetease con el comunismo. Hasta en dos ocasiones denunció la infiltración comunista en Hollywood: la primera, en 1941, ante una comisión del FBI y la segunda, en 1947, ante el Comité de Actividades Antiamericanas. Nunca le cupo duda de que el diablo vestía de rojo. Siempre tuvo claro quién era el enemigo. Y lo tuvo claro a su manera: «Un comunista es alguien que ha leído a Marx y a Lenin. Un anticomunista es alguien que ha entendido a Marx y a Lenin».

Hasta tal punto lo tenía claro que, cada vez que el Partido Republicano celebraba primarias, Reagan votaba por el candidato más furibundamente anticomunista. En 1964 ese candidato resultó ser Barry Goldwater, quien sería derrotado en su carrera a la Casa Blanca por su rival demócrata, Lyndon B. Johnson, pero que pondría las bases para la gran revolución conservadora que lideraría años después el mismísimo Ronald Wilson Reagan.

 

 

En cierto modo, la irresistible ascensión de Reagan comenzó aquel año de 1964, cuando pronunció un célebre discurso televisado pidiendo el voto para Goldwater. El discurso pasaría a los anales con el nombre de ‘Tiempo de elegir’ y encandiló, entre otros, a un grupo de empresarios californianos que animaron a Reagan a optar por el Gobierno del Golden State en 1966. Aceptó el reto y fue elegido gobernador. Tenía 55 años y ninguna experiencia política… O esto último solo en apariencia.

«El verdadero enemigo es el gran Gobierno»

En 1954, la General Electric había contratado a la vieja estrella de la serie b con un doble cometido: ser el portavoz de la compañía y motivar a los empleados con sus charlas. Esto le obligó a viajar a lo largo y ancho de los Estados Unidos y estudiarse a fondo los temas sobre los que tenía que hablar, lo que le proporcionó un enorme conocimiento de lo que preocupaba a los trabajadores, pero también a las empresas.

Es por estas fechas que Reagan se da cuenta, según confesión propia, de que «el verdadero enemigo no eran los grandes negocios, era el gran Gobierno». ¿Significaba eso que Dutch militaba en las filas del anarcocapitalismo? «Que no haya malentendidos: no es mi intención acabar con el Gobierno. Prefiero hacerlo trabajar con nosotros, no sobre nosotros; que marche junto a nosotros, no sobre nuestras espaldas. El Gobierno puede y debe proporcionar oportunidades, no asfixiarlas; fomentar la productividad, no reprimirla».

Ese, al menos, fue su empeño como gobernador de California, donde se granjeó fama de administrador fiable, cauteloso y eficaz; no en vano, abandonó el cargo dejando un superávit de 550 millones en las arcas estatales. California fue su trampolín a la Casa Blanca. Primero lo intentó en 1968, sin éxito. Y de nuevo en 1980, con casi 70 años. Cualquier otro a su edad se habría retirado a Florida, a jugar al golf. Pero no Ronald Reagan, un hombre al que ya en el útero materno los médicos debieron de diagnosticarle un optimismo patológico.

«Cuando el que lo pierde es Jimmy Carter»

Lo cierto es que se presentó a las elecciones y ganó. ¿Cómo no votarle a él, en lugar de a su contrincante, al que dedicó sus más afilados dardos? «La recesión se produce cuando el vecino pierde su trabajo; la depresión, cuando lo pierde uno mismo; y la recuperación, cuando el que lo pierde es Jimmy Carter».

Y si asombra que Reagan llegara a la Presidencia de la primera potencia del mundo con 69 años, asombra todavía más que repitiera mandato cuatro años después, con 73. En un debate televisado con su contrincante, Walter Mondale, el moderador sacó a relucir la edad de los candidatos. Reagan zanjó así la cuestión: «No voy a hacer de la edad una cuestión de campaña. Me niego a explotar con propósitos políticos la juventud e inexperiencia de mi oponente«. Hasta el propio Mondale se partió de la risa.

Pero esto son anécdotas, que las categorías de su Presidencia son otras: la recuperación económica del país, el chute de autoestima que inyectó en el pueblo americano y la derrota del comunismo; categorías que no se entienden las unas sin las otras.

El Imperio del Mal

Así, la batalla contra el Imperio del Mal -como Reagan denominó a la Unión Soviética- no habría sido posible en un marco temporal distinto del que va del verano del 82 al del 90, cuando se registra el ciclo económico positivo más duradero de la historia de los Estados Unidos, ciclo que contribuyó a que los americanos volvieran a creerse capaces de cualquier cosa.

 

 

En su discurso ante la Convención Nacional Republicana de agosto de 1992, Reagan confesó que le gustaría ser recordado como «aquel que apeló a vuestras mejores esperanzas, no a vuestros peores temores, a vuestra confianza más que a vuestras dudas». Hizo bien en pedírselo a sus compatriotas antes de perderse él en»“la infancia descuidada de antes de la memoria». ¿La muerte? No, el alzheimer.

En 1994, Reagan anunció en una carta abierta al pueblo americano que padecía la terrible enfermedad. «Estoy emprendiendo el viaje que me llevará al ocaso de mi vida», reconocía. Para concluir con su optimismo de siempre: «Sé que América siempre tendrá por delante un brillante amanecer». Cómo iba a decir lo contrario, él, al que tanto le gustó imaginar a los Estados Unidos como la ciudad resplandeciente sobre la colina, algo que estaba allí cuando él llegó y que permanecería tras su marcha.

Cuentan que poco antes de morir, en 2005, Nancy, su mujer, le sorprendió una mañana en su residencia de Bel Air (Los Ángeles) apretando con fuerza el puño, como si ocultara algo. Era una figurilla de la Casa Blanca. «¿Qué es eso, Ronald?», le preguntó. «No lo sé», respondió, «sólo sé que tiene que ver conmigo».

Que así pasa la gloria del mundo.