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Pudo vivir despreocupadamente como lo que era: el hijo de un magnate del petróleo. Sin embargo, aprovechó esta ventaja inicial para fundar la National Review, la revista con la que él -Bill Buckley- ofrecería un punto de encuentro a las grandes corrientes de la derecha norteamericana y le gritaría stop al descarrilado tren de la historia.

Por entonces, la superioridad moral del progresismo no conocía alternativa. La National Review se propuso ofrecerla. Los grandes popes del pensamiento conservador y sus más aguerridos y jóvenes acólitos hallaron refugio en sus páginas, las cuales eran una mezcla de exigencia intelectual e irreverencia provocadora. Buckley practicó una y otra. Y, con más intensidad si cabe, el sentido del humor.

“¿Qué hará si sale elegido alcalde de Nueva York?”, le preguntaron los periodistas cuando anunció su candidatura por el Partido Republicano. “Exigir un recuento”, respondió. De una salida así solo son capaces aquellos que se toman muy en serio sus ideas y muy poco a sí mismos. Y eso que lo más fascinante de Buckley fue precisamente él mismo.

Caballero de fina estampa, de aires cosmopolitas, con una sonrisa y un flequillo que eran casi una marca registrada, igual escribía una novela de espías, que tocaba el clavecín, que disponía a la juventud conservadora en orden de combate, que conspiraba contra el establishment desde su apartamento de la Quinta Avenida, que fabricaba un presidente para los Estados Unidos, que se movía en Vespa por la gran manzana, que tomaba copas en el último club de moda, que oía misa según el rito tridentino, que veraneaba en Europa, que invitaba a su velero a los miembros más chic de la izquierda neoyorkina o que les zurraba la badana en horario de máxima audiencia.

William F. Buckley o como ser de derechas y no resultar un aburrido.