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Pocas conversiones al catolicismo de la magnitud de la del emperador Constantino en el siglo IV. ¿Pocas? Mejor decir ninguna. La incorporación de Constantino a la Iglesia supuso, por primera vez en la Historia, que el poder político se hincaba de rodillas ante el Misterio. Pieza clave -o, si se prefiere, instrumento de la Providencia- en el suceso fue un personaje al que Zósimo, autor pagano, califica en uno de sus escritos como «un egipcio de España».

No se refería Zósimo a un descendiente de los faraones de visita en nuestro país, sino que con el término «egipcio» quería significar mago, en su sentido de sacerdote, de sabio. ¿Y quién encajaba mejor en la descripción que Osio, obispo de Córdoba entre 294 y 355, brillante defensor de la fe en varios concilios, y único español miembro de la comitiva del emperador al tiempo de su conversión?

Ahondando en lo anterior, son varios los textos y los autores que sostienen que Constantino tenía en altísima consideración los consejos de su catequista, entre ellos, el Código Theodosiano, que habla de la sana y enérgica influencia del de Córdoba sobre el César, y también San Agustín, quien afirma que Osio logró torcer el ánimo del emperador contra los donatistas.

Concilio de Nicea

Eran los donatistas los adheridos de manera inquebrantable a la herejía de la también española Lucila, los cuales fueron llamados al orden por el Papa Melquiades y, como queda relatado, por el emperador, aconsejado este por Osio. No sería esta la única herejía a la que tendría que hacer frente nuestro obispo, siempre dispuesto a todo, incluso a dar la vida, con tal de entregar intacto a las siguientes generaciones el depósito de la fe.

Así, cuando la agria polémica entre Arrio y San Atanasio, es Osio el enviado por el Papa a Alejandría a calmar las aguas. Ante la imposibilidad de reconducir al primero, terco negacionista de la divinidad del Hijo y su consustancialidad con el Padre, Osio propuso la celebración en 325 de un concilio, el de Nicea, el primero de los ecuménicos. En las actas, figura como primera firma -asistieron 318 obispos- la de Hosius Episcopus Civitatis Cordubensis, provinciae hispaniae. Esto es: Osio, obispo de la ciudad de Córdoba, provincia de Hispania. Ahí es nada.

Ahí es nada porque el de Nicea está considerado por muchos como el acontecimiento más importante de los primeros siglos de nuestra era. De hecho, allí se redactó la fórmula la sola memorización de cuyo título ha traído de cabeza a bachilleres de todos los tiempos, la oración que cualquiera sabe rezar de un tirón en compañía y casi ninguno en soledad sin trabarse: el símbolo niceno-constantinopolitano o Credo de la misa, «modelo de precisión de estilo y de vigor teológico», según San Atanasio.

Una vida al servicio de la Iglesia

¿Y a quién cupo el honor y la gloria de dictar la regla de fe y norma de creencia que, de Nicea acá, la cristiandad ha repetido domingo tras domingo, sin fallar uno solo? A un compatriota nuestro, Osio de Córdoba. Qué mejor broche para una vida gastada al servicio de su Iglesia. La cosa es que a sus 69 años, aún le quedaba mucho por vivir -hay quien dice que alcanzó los 101-, y no precisamente entre mantequillas y pan tierno, entre ternezas y flores. La gran tribulación del no menos grande Osio estaba por llegar.

A Constantino, muerto en 337, le sucedió Constancio, favorecedor de los arrianos y perseguidor de San Atanasio, gran campeón de la fe nicena. Al statu quo de Nicena se vuelve en 347, con la celebración del Concilio de Sardis, de nuevo presidido por Osio. Todo con gran contrariedad del César Constancio, que hizo cuestión de gabinete doblegar a Osio y hacerle hincar la rodilla ante el poder temporal. No sabía el emperador con quién se las gastaba.

De hecho, en la carta que el obispo de Córdoba le manda a Constancio, muchos han querido ver una prefiguración de la respuesta que Tomás Moro le da a Enrique VIII, y quien dice Tomás Moro, dice cualquier guardián de la ortodoxia frente a las pretensiones de tanto Príncipe metido a Teólogo como se ha dado a lo largo de los siglos; la vieja historia, en fin, del César en los terrenos de Dios.

El gobierno del Imperio uno, el de la Iglesia otro

En primer lugar, Osio saca a relucir en la carta su condición de confesor de la fe en tiempos de la persecución de Maximiano, abuelo de Constancio, al tiempo que le advierte a este de que, a su edad, está dispuesto a volver a padecer tormentos, antes que derramar sangre inocente o ser traidor a la verdad. No solo hace oídos sordos a las amenazas del emperador, sino que por celo de su salvación le da algunos consejos. Por hacer breve lo largo, le dice que se meta solo donde le incumbe, el gobierno del Imperio, que él, Osio, hará lo propio con el de la Iglesia.

Pero qué va. El emperador mandó a Osio viajar de Córdoba a Syrmio, sin importarle lo avanzado de su edad. Sin embargo, las penalidades del viaje no doblegaron la voluntad del venerable obispo, como tampoco lo hicieron las torturas a las que fue sometido en su lugar de destino. Visto lo visto, la única manera de acabar con él era la de la maledicencia, o sea, correr la especie de que el cordobés murió haciendo profesión de fe arriana, golpeando donde más dolía y cuando ya no había posibilidad de respuesta.

Quien sabe si con los siglos el rumor hubiese tomado carta de naturaleza de no toparse con la enorme humanidad y erudición de don Marcelino Menéndez Pelayo, quien en un capítulo de su monumental Historia de los heterodoxos españoles, rehabilitó a Osio señalando las inconsistencias y las contradicciones en el relato de los falsarios, aportando a la narración de la verdad toneladas de fichas, datos y subrayados, poniendo, en definitiva, los puntos sobre las íes a la manera en que la Iglesia Oriental puso sobre la cabeza de nuestro obispo la aureola de la santidad.

Que no en vano, Osio, en griego, significa santo.