
Reportaje gráfico: FERNANDO DÍAZ VILLANUEVA.
Es cortesía de esta casa MILENIO enviar a los entrevistados las entrevistas antes de su publicación, por subsanar errores de transcripción o de interpretación, que siempre se cuelan. Con Gregorio Luri nos hemos ahorrado el trámite. Por un lado, se fía de nosotros, cosa que es de agradecer. Por otro, tenía el temor, si le metía mano al texto, de enredarse en un proceso de corrección infinita o casi. Sea lo que sea, quedamos exentos de responsabilidad por cualquier inexactitud. Eso sí, no quedamos tranquilos del todo si no remitimos al lector al último libro de Luri, ‘La imaginación conservadora’ (Ariel), con la seguridad de que en sus páginas no han hecho de las suyas los poltergeist de la edición.
¿Corren buenos tiempos para el conservadurismo?
En España nunca han corrido buenos tiempos para el conservadurismo. Hoy tampoco. Mientras en Francia, en Inglaterra, en Alemania, en Estados Unidos, uno escribe un ensayo de filosofía política y dialoga primero con su tradición, nosotros actuamos como si no tuviéramos tradición. Y eso es pasmoso, un motivo fundamental de preocupación, una cuestión para pensar.
Dígame un autor, solo uno, con el que haya dialogado últimamente.
Valera, el gran Valera. Y digo «grande» porque cuanto más trato con él más me lo parece. Qué grande y qué olvidado.
¿No tiene miedo de que le acusen de frivolizar dialogando con el autor de ‘Pepita Jiménez’?
Pero es que Valera era mucho más que eso. Era novelista pero también diplomático y filósofo. Y lo mismo escribía recetas de cocina que mantenía correspondencia con Menéndez Pelayo, otro personaje. Valera decía de Menéndez Pelayo que antes de él nos desconocíamos. Pero me preguntaba por el miedo.
Sí.
No lo tengo porque estoy jubilado.
¿Qué tendrá que ver?
Que en España los jóvenes, como grupo rebelde, se han acabado y la libertad empieza a ser reducto de los jubilados, de los que ya nada tenemos que perder. Aunque viendo las reacciones de algunos ante mi último libro, me preguntó en qué berenjenal me habré metido.
No habrá pretendido gritarle ¡stop! al tren descarrilado de la historia, como el periodista conservador aquel, Bill Buckley.
Pretender eso es absurdo. Como también lo es correr detrás del viento de la historia para estar al día. Mire, una de las figuras que más me interesan, y desde hace tiempo, es un gran conservador al que nadie recuerda, ni siquiera en Barcelona, donde tiene una calle importante: Balmes.
¿Qué le interesa de él?
No solo sus obras más famosas, como ‘El criterio’, o su ‘Filosofía’, o su libro sobre el protestantismo, sino también su obra periodística. Es magnífica. ¡Magnífica! Le voy a señalar tres ideas de Balmes a los conservadores.
Primera.
Las bayonetas no pueden frenar las ideas.
Segunda.
Si no queréis revoluciones, haced evoluciones.
Tercera.
Las cosas cambian, todo está en movimiento.
Ese continuo fluir nos da una idea del mundo irremediablemente líquida.
Es cierto que vivimos en una sociedad líquida. Pero el conservador sabe algo que todos los demás también saben, pero solo él se atreve a decir, por las razones que sean: que si bien la sociedad es líquida, siempre es bueno que el grifo lo sea menos que el agua.
¿O sea?
Que no puedes decir vamos a romper con todo, porque no todo lleva el mismo ritmo, la misma evolución. Se trata de sentido común.
Su admirado Balmes también decía que a ideas es necesario oponer ideas.
Y a la abundancia de mal, abundancia de bien. Esa actitud positiva es esencial. El tono, el estilo, una cierta elegancia en las maneras… Si eso se pierde, se pierde la razón de ser conservador.
Luego el conservador no es un reaccionario, mucho menos un progresista.
El reaccionario no tiene argumentos para defender la presencia activa en política del progresista y al conservador solo lo tolera. Por su parte, el progresista no tiene argumentos para defender ni al reaccionario ni al conservador. El conservador, en cambio, sí tiene argumentos para los otros dos.
¿A qué se debe ese régimen de compatibilidades e incompatibilidades?
A que el reaccionario es el que vive en la euforia de un «ya no», mientras el progresista lo hace en la de un «aún no».
¿Y el conservador? ¿Cuál es el campo de acción del conservador, su reto si se quiere?
Darle densidad al presente.
¿Eso cómo se hace?
Teniendo presente el futuro. Por varios motivos. Uno de ellos, que al ser humano no le puedes extraer la esperanza. Porque si lo haces, te quedas sin ser humano. Ahora bien, también hay que tener en cuenta el pasado. Porque sin experiencia del pasado te quedas sin prudencia y, por lo tanto, desorientado.
¿El pasado no debería ser pasado?
Para los progresistas cada presente está superando al pasado. Frente a esa idea, el conservador sabe que el pasado podrá estar pasado, pero no necesariamente superado. No podemos descartar que importantes pensadores del pasado nos hayan entendido mejor que nosotros mismos.
Volvemos al diálogo con la tradición.
Que no solo es posible sino que incluso puede provocar un chisporroteo excitante. Hay ideas del pasado que han sido abandonadas sin haber sido superadas. Ahí siguen, esperando que alguien las recupere, tire del hilo y, quién sabe, encuentre aspectos del propio presente que nuestra inteligencia es incapaz de tener en cuenta. La persona culta es aquella capaz de oír las voces del pasado, continuamente dialogando entre ellas. Igual es incapaz de detenerse a dialogar con todas. Pero las oye, más allá del presente del presente.
¿Únicamente oye voces?
También ve ruinas. Porque vivimos continuamente envueltos en un diálogo histórico. Y ve paisajes. Paisajes humanizados, politizados, si se quiere. Todo lo que ha pasado de alguna manera está diciéndonos algo. Por decirlo con una frase más redonda: habitamos mundos de segunda mano y saberlo es lo que le da una pátina especial al lugar donde vivimos.
¿Mundos y lugares que merecen la pena ser conservados?
Si eres conservador, es porque tienes algo que conservar.
¿Lo contrario es propio de bárbaros?
Antes hablaba de la correspondencia entre Valera y Menéndez Pelayo. Pues bien, en una de esas cartas, si no recuerdo mal, Valera dice que los bárbaros están aquí.
¿Y es verdad, ya están aquí?
Sin duda. El peligro es que la invasión ahora es vertical, no horizontal.
Me va a tener que explicar la diferencia.
La horizontal es cuando el bárbaro llega de fuera. La vertical, cuando se apodera de la sociedad en la que vive.
Venga de fuera o de dentro…
El bárbaro es aquel que no tiene pasado, solo presente. Por eso no respeta nada y allá donde pisa no vuelve a crecer la hierba.
¿Cómo resistirlos? ¿Tal vez huyendo?
No se puede ir contra el tiempo, lo hablábamos antes. De hecho, nadie lo hace. Salvo quizás los monjes, lo cual me parece estupendo; tengo varios amigos en clausura.
¿Les envidia?
Yo no podría vivir aislado. Vivo conectado las 24 horas. Las nuevas tecnologías me parecen maravillosas. Sin ellas, no habría podido escribir ninguno de mis libros. Podría decirle páginas y portales de internet que son fabulosos. Iberlibro, por ejemplo. El conservador es moderno, pero no solo.
De hecho, es como si el conservadurismo estuviese de moda.
La misma sociedad que está continuamente alabando lo nuevo no para de inaugurar museos de Historia, tiendas vintage… El problema es que nadie se ha parado a decir que esto es una manifestación de la necesidad que tenemos de ser no solo modernos.
Ese «solo» despeja las sospechas de que un poco moderno sí se puede ser.
No puedes ser conservador hoy sin ser consciente de que vives, piensas y actúas después de Heidegger, después de Nietzsche, después de Derrida, después de Rorty… Tienes que conocer qué diablos han aportado todos ellos. Porque si no, no tiene sentido. No podemos darle densidad al presente negando elementos del pasado, del futuro y del propio presente.
Darle densidad al presente encierra un programa de vida muy ambicioso.
Frente a lo que cierto emotivismo moderno tiende a resaltar, pienso que la ambición es una de las virtudes más nobles que existe. Y el coraje, que ahora nadie defiende. O por llamarlo con un nombre ya en desuso: la hombría. Hablaba usted de programas.
Sí.
Una pregunta que todo conservador cabal debería hacerse es qué futuro estamos educando con nuestro ejemplo. No con las palabras ni con los programas. Con nuestro ejemplo. Pues bien, si lo importante es el ejemplo, hay dos modelos en nuestra tradición que han ido siempre de la mano, yendo la desaparición de uno asociada a la del otro.
¿Qué modelos son esos?
El héroe y el santo. Son, por decirlo de alguna manera, las dos grandes figuras aventureras de la civilización occidental.
Sin embargo, en su último libro reivindica también otro heroísmo.
Que es tan importante como el de Ulises, pero que pasa desapercibido: el heroísmo de Penélope, que permanece en casa manteniendo el fuego encendido para cuando llegue el héroe. Todo lo que hace Ulises tiene sentido porque hay alguien en Ítaca esperándolo.
¿La familia quizás?
Estés donde estés la familia es imprescindible porque es un chollo. Es el único sitio donde te quieren de manera incondicional por el mero hecho de haber venido dando guerra; el único donde la solidaridad no se agota nunca (cuando las grandes estructuras se hunden, ahí está la familia); el único, en fin, donde aprendes a querer a los demás siendo consciente de sus imperfecciones. En esto último consiste ser adulto. No hay aprendizaje mejor en la vida.
¿Por qué?
Porque es lo que te permite tener una vida estable, algo imposible si no supiéramos que hay alguien capaz de amarnos a pesar de nuestras imperfecciones. Y no se trata de un romanticismo almibarado. Si hay cosas en nosotros que detestamos, ¿cómo no vamos a detestarlas en los demás? Eso es la familia, una prolongación natural de nuestra alma, lo mismo que la patria.
¿Por eso dice que el alma es más importante que el yo?
Sí. Porque el yo es siempre sujeto de un predicado, aquí, en Polonia, en Afganistán o en Sri Lanka. En cambio, tu alma está mediada por tu cultura y por muchísimas cosas más, y el cuidado de uno mismo no es independiente del cuidado de lo común.
Eso nos lleva de nuevo a Ulises y Penélope, lo que nos permite preguntar si el conservador es un héroe, un aventurero, en busca de sentido.
Todo hombre, no solo el conservador, busca su sentido, pues no se puede ser hombre si no se tiene una orientación hacia el bien.
¿Y no será que en el fondo todos somos conservadores, por muchas etiquetas que nos pongamos?
Somos muy conservadores. Ahí donde se ve la fuente de las ideologías: ocultarnos la parte de la realidad que no nos gusta. La sociedad es más compleja y rica de lo que intuimos, creemos o pretendemos. Lo cual no quiere decir que sea sabia siempre. Pero sí que en su funcionamiento habitual tiene un mecanismo de compensación de sus excesos.
Ya que habla de ideologías, Russell Kirk negaba que el conservadurismo fuese una ideología; según él, era una mentalidad.
Kirk dice eso teniendo pensando en la idea de Burke de que la ideología era una doctrina armada. Piensan los dos en la Ilustración que da lugar a la Revolución. Igual ni Voltaire ni Rosseau hubiesen aceptado que se guillotinara al rey de Francia. Igual no, ¡seguro! Pero dieron las ideas que hicieron funcionar la guillotina. En ese sentido, es una doctrina armada. Sin embargo…
¿Sin embargo?
Aún siendo hermoso lo que dicen Burke y Kirk , y también cómo lo dicen, no deja de ser un gesto de autocomplacencia. Y hay que atreverse a mirarse cara a cara. El conservadurismo es una ideología. Claro que lo es. Tenemos todos los elementos. Kirk incluso busca en Dios la pieza con la que el cuerpo doctrinal conservador ligue bien todos sus elementos.
Hablamos de ideologías, pero antes lo hacíamos de héroes y de santos. ¿Y los poetas? ¿Dónde quedan los poetas?
El poeta es otra cosa. El poeta es aquel que trabaja la parte del alma más sensible a las emociones. Y esto, con ser interesante, ha de ser contrarrestado por algo que cultive la razón. Recuerde que Platón le cierra las puertas de la ciudad al poeta.
Hoy esas mismas puertas están abiertas de par en par, no tanto a los poetas, pero sí a lo emotivo, que todo lo llena.
Entre las tonterías de nuestro tiempo, están las palabras cursis, aquellas que se pronuncian con la misma vehemencia y respeto que antes se pronunciaban las palabras sagradas, creyendo así que dicen algo importante.
¿Por ejemplo?
Por ejemplo, «autonomía». Por ejemplo, «creatividad». Por ejemplo, «pensamiento crítico».
Vamos una a una: «Autonomía».
Si eres autónomo pero no tienes mapa ni sabes dónde ir, estás desorientado, perdido.
«Creatividad».
Ser creativos se ha convertido hoy en un imperativo categórico. Si lo ordinario, lo habitual, lo que se repite, se ha convertido en un defecto, es que ya no entendemos nada del arte de la vida. Esto lo dice mejor Nicolás Gómez Dávila.
¿Lee a Gómez Dávila?
¡Y tanto! Cuando fui a Colombia, lo primero que hice fue visitar su casa, en Bogotá. Me sorprendió que no fuese especialmente conocido ni valorado.
Eso parece estar cambiando.
Es que es muy grande. Nicolás Gómez Dávila es muy grande. Porque hace una cosa maravillosa. Sus escolios lo son a un texto implícito, al que te remite. Eso te lleva a suponer que hay algo ordenado que sustenta las contradicciones que frecuentemente se da en sus escolios y que él, además, cultiva. Y ese esfuerzo por descubrir el fondo del que surgen los escolios merece mucho la pena.
A Gómez Dávila no podemos preguntarle su opinión acerca del «pensamiento crítico», pero a Gregorio Luri sí.
Son precisamente los defensores del pensamiento crítico los más convencidos de que ese pensamiento es el que coincide con el suyo. Un pensamiento crítico de verdad tiene que ser exigente consigo mismo, no puede estar señalando constantemente las faltas de los demás.
¿Está pensando en alguien?
En los intelectuales de la Restauración, sin ir más lejos, todos más listos que Cánovas y Sagasta, o eso pensaban ellos. Mientras Cánovas y Sagasta sobre todo, Cánovas eran conscientes del papel de la oposición para cumplir los programas, los intelectuales solo parecían preocuparse en buscar su dignidad moral, su pureza, diseccionando la realidad. Y cada vez que encontraban algo que no les gustaba: ¡mira! No estuvieron a la altura de lo que el país necesitaba.
¿Y qué necesitaba?
Un mito constructor. Ningún país puede vivir sin mitos. Ninguno. Algunos lo saben y aman a sus mitos. Porque la autoestima, que es condición sine qua non para mejorar, es tan importante en el individuo como en las naciones. A otros países, en cambio, les cuesta muchísimo amar lo suyo. Nosotros, por ejemplo.
Con la inestimable ayuda de nuestros intelectuales, según usted.
El gran fracaso de España es la Generación del 98.
Eso pocos lo dicen.
Pues ya es hora de que lo admitamos, sobre todo las nuevas generaciones. Como ya es hora de que admitamos que la supuesta excepcionalidad de España solo se sustenta en una imagen falseada de Europa como algo nada excepcional. Falso.
¿Falso?
Falso, sí. ¿Qué pasa, que solo en España hemos tenido caciquismo? ¿Y en Alemania? ¿Y en Francia? ¿Y en Italia? ¿Y en Inglaterra? ¿No había caciquismo en la Inglaterra de los lores? Por no hablar de huelgas, revoluciones, guerras civiles… ¿Qué pasa, que eso solo pasa aquí?
Entonces, lo de ‘Spain is different…’
Eso es solo un reclamo publicitario.